Cuando Gonzalo entró en la parroquia de San Miguel ya había dado comienzo la primera de las dos misas que se celebrarían aquella tarde. El templo estaba medianamente concurrido. Algunos caballeros, vestidos de paseo, portando espadas y luciendo veneras de diferentes órdenes militares se concentraban en la nave del lado del evangelio. Producían más ruido del conveniente, tanto con su charla como con los movimientos que continuamente realizaban. Parecía importarles poco la celebración de la liturgia a la que se dedicaba, con poca aplicación, el sacerdote que oficiaba asistido por un sacristán y una nube de monaguillos que no paraban de revolotear trayendo y llevando cirios, incensarios, navetas y otros adminículos necesarios para el desarrollo de la santa misa. De vez en cuando el sacristán lograba dar un pescozón a alguno de los acólitos que más inquieto se mostraba. Pese a lo sagrado del lugar cuando uno de aquellos diablillos se ponía al alcance de su mano y no tenía la agilidad suficiente para esquivarle, recibía una sonora colleja.
Otro grupo de hombres, con vestiduras más sencillas, lo que denotaba a gente de más baja condición, se agrupaba en la nave de la epístola. Su número era similar al de los caballeros, entre tres y cuatro docenas. Su disposición no era mejor que la que mostraban los del lado del evangelio. La charla allí era incluso menos comedida y más escandalosa. Algunos de ellos no se molestaban siquiera en bajar el tono de las carcajadas que provocaba algún dicho de los presentes o cualquier otra ocurrencia.
Las mujeres estaban situadas en la nave principal, más hermosa y amplia que las laterales. Su número era mayor que el de los hombres, por encima del centenar. En las primeras filas, las más cercanas al presbiterio, estaban, podía deducirse fácilmente por los atavíos y las vestiduras, las damas de mayor representación. Casi todas ellas vestían ajustados corpiños y faldas abombadas con amplios guardainfantes, aunque ya empezaban a verse faldas menos abultadas, que las nuevas modas estaban imponiendo. Todas ellas aparecían acompañadas de alguna dueña o sirvienta. Seguían la celebración del santo sacrificio desde reclinatorios, que eran de su propiedad y que la sirvienta se encargaba de llevar y traer cada vez que su señora acudía a la iglesia. Aunque cada vez era más frecuente que quedasen en el templo a disposición exclusiva de su dueña. Algunas damas, unas arrodilladas y otras sentadas, según su gusto, estaban más interesadas en el rezo de rosarios, cuyas cuentas movían poco a poco a la par que bisbiseaban padres nuestros, aves marías, glorias y jaculatorias. Otras estaban como embebidas en lo que parecía la lectura de pequeños misales o devocionarios, aunque es probable que alguna de ellas ni siquiera supiese leer, como denotaba la posición en que mantenían abierto el libro, donde el texto quedaba invertido según la práctica habitual de la lectura.
Con cierta frecuencia algunas de las rezadoras, sin dejar de bisbisear, volvían la cabeza, buscando con afán, pero con recato, algo que había de encontrarse en la nave del evangelio. Lo mismo ocurría entre las lectoras, quienes levantaban la vista del libro que sostenían para mirar en la misma dirección. Eran miradas fugaces en las que, sin embargo, podía percibirse el deseo que anidaba en ellas.
Tras las damas de los reclinatorios había una masa, mucho mayor, de mujeres que se sentaban en el suelo o en pequeños cojines. Allí el ruido de las charlas y de las conversaciones no era menor que en el resto del templo, ni tampoco el movimiento de las mujeres, algunas de las cuales se desplazaban de un sitio para otro, comentando algún asunto. Al celebrante parecía no importarle mucho el escaso interés de la concurrencia.
Poco después de que Gonzalo entrase en la iglesia y de un vistazo captase el ambiente que reinaba en el interior del sagrado recinto, se dedicó a buscar con la mirada, sin mucho disimulo, si allí se encontraba Elena de Zúñiga. En aquel momento uno de los acólitos tiró de una cadena e hizo girar un campanil que sonó de forma estridente, pero no exenta de armonía. La rueda se movía a una velocidad no despreciable porque el monaguillo no dejaba de tirar con fuerza una y otra vez, se diría que lo hacía con fruición y hasta como una diversión. El ruido continuó hasta que el sacristán le lanzó una mirada conminatoria. Fue como una especie de llamada de atención a la feligresía porque se deshicieron los corrillos, cesaron los murmullos y un silencio, que causaba cierta impresión, se adueñó de las naves y bóvedas del templo. En medio del mismo se escuchó el tintinear de una campana a cuyos sones todo el mundo se hincó de rodillas. Había llegado el momento cumbre de la misa, era el instante de la consagración. Se pudieron escuchar, nítidas, las palabras del sacerdote: Hoc est corpus meum quod pro vobis tradetur, mientras levantaba una redonda y blanca hostia. Después, mientras levantaba el cáliz se escuchó la fórmula que completaba la consagración: Hic est enim calix sanguinis mei, novi et aeterni testamenti, qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem pecatorum.
El sonar más intenso de la campana, que no había dejado de tintinear durante toda la consagración, indicó al monaguillo que podía dar rienda suelta a su deseo de volver a tirar con fuerza de la cadena del campanil, que otra vez repiqueteó sonoro. Otra vez fue un aviso para que el silencio, la compostura y el recogimiento que habían presidido aquel solemne momento desapareciesen y los fieles retomasen la charla, las lecturas o los rezos. Gonzalo concentró su atención en los reclinatorios próximos a la zona del presbiterio. Haciendo gala de una cierta desconsideración a lo sagrado del lugar, escudriñó sin mucho disimulo hasta que pudo comprobar que Elena de Zúñiga no estaba en el templo. Sintió una cierta decepción, aunque pensó que, tal vez, acudiese a la segunda de las misas. Decidió armarse de paciencia y esperar. Se quedó en una zona de penumbra, próxima a la puerta de entrada y cercana a un confesionario vacío. Desde allí asistió al final de la celebración, a la salida de los fieles, a los encuentros y miradas furtivas que cruzaban hombres y mujeres, a discretos signos, con toda seguridad acordados de antemano, y a ver cómo varios de los caballeros aguardaban, junto a las pilas de agua bendita que había a la salida del templo, para ofrecer a alguna dama, a través de la punta de sus dedos, el preciado líquido con que éstas hacían la señal de la cruz.
En ningún momento el lugar quedó vacío. Un cierto número de fieles permaneció en su interior hasta que llegó la hora de la siguiente misa. Durante los minutos anteriores al comienzo de la misma un concurso, cada vez más numeroso de gente, fue llenando el recinto. Gonzalo estuvo atento a la entrada de los fieles. A pesar de que trataba de serenarse, una especie de inquietud nerviosa le tenía desasosegado. Llegó la hora prevista y tres toques de campana anunciaron la salida del celebrante desde la sacristía, lo que tuvo el efecto de disminuir ligeramente el volumen del ruido que había. Elena de Zúñiga no había acudido tampoco a aquella misa, una cierta decepción se había apoderado del capitán Santa Cruz. Se disponía a abandonar la iglesia cuando una nueva pareja de feligresas, que llegaban retrasadas, entraron en el templo. Eran Elena y la misma dueña, que aquella mañana la acompañaba.
Sin saber muy bien por qué Gonzalo mojó su mano en la pila del agua bendita y se la ofreció a la dama, sólo entonces se dio cuenta de que no se había quitado el guante. Elena aceptó el cumplido con la punta de sus dedos y no pudo reprimir una sonrisa en el momento en que levantaba sus ojos, en los que brillaba un fondo de burla, hacia al galante caballero. Gonzalo sostuvo la mirada de aquellos ojos negros, grandes, limpios y serenos. Fue sólo un instante, pero Elena de Zúñiga pudo percibir en aquella mirada algo muy especial.
Rápidamente, con paso presuroso, seguida por el revuelo de tocas de la dueña, se dirigió hasta el lugar donde estaba su reclinatorio. Una ojeada furtiva le indicó que el caballero no había abandonado la iglesia, aunque cuando ella entró parecía que iba a hacerlo. No volvió a mirar más a lo largo de toda la celebración del oficio, pero cuando éste concluyó buscó con disimulo, y con una ansiedad que no acababa de explicarse, a aquel individuo. Comprobó que continuaba al lado de la pila del agua bendita, donde había permanecido durante el transcurso de la santa misa. Sin saber muy bien por qué, en su fuero interno deseaba que volviese a ofrecerle de nuevo agua. Esperó, con calculada parsimonia, a que la mayor parte de los fieles abandonasen el templo e inició su salida cuando lo hacían los últimos.
Durante la celebración de la misa Gonzalo, que estaba hecho un mar de confusiones, había elaborado y desechado numerosos planes para abordar a Elena llegado el momento. Aquello era algo mucho más complicado de lo que había creído. Hubiese preferido mil veces hacer frente, espada en mano, a una situación difícil frente a enemigos muy superiores.
Cuando Elena llegó a donde estaba, nuevamente le ofreció el agua, ahora había tenido la precaución de quitarse el guante, y otra vez cruzaron una mirada que, a diferencia de la anterior, se sostuvo durante unos segundos. Ya en el cancel, Gonzalo, con voz temblorosa, le dijo:
—Perdonad la impertinencia, señora, pero ¿tendríais inconveniente en prestarme vuestra atención un instante?
La dueña, mujer madura, cuyo rasgo más llamativo era la abundancia de vellos por encima de su labio superior en cantidad tal que podía hablarse con toda propiedad de bigote, se tomó la libertad de responder por su señora:
—La impertinencia de vuesa merced sólo es comparable con su osadía. ¡Dejadnos en paz y andad con Dios! —hizo un mohín y se agarró al brazo de doña Elena, que guardaba un discreto silencio.
Salieron a la plaza frontera a la parroquia, donde el gentío era muy numeroso, y enfilaron la Cava de San Miguel. Gonzalo la siguió y, una vez alejados de la concurrencia, volvió a suplicar:
—Doña Elena —a la aludida le sorprendió que la llamase por su nombre—, sólo os pido la merced de un instante de vuestro tiempo.
Con aire de dignidad ofendida, fue otra vez la dueña la que se adelantó a contestar al requerimiento:
—¡No nos importunéis de nuevo, señor mío!, ¿acaso no os dais cuenta que nos estáis molestando?
Elena de Zúñiga decidió que había llegado el momento de intervenir:
—Jerónima, por el amor de Dios, no seas tan seca, ¿qué va a pensar este caballero de nosotras? —aquellas palabras cogieron por sorpresa a la dueña, que no pudo evitar que el rubor encendiera su rostro—: ¿Decidme, qué es lo que desea vuesa merced?
—Permitidme que primero os dé las gracias por vuestra disposición y que me presente. Soy… soy el capitán Gonzalo de Santa Cruz, vecino… vecino de esta Villa y Corte… y… y…
Las palabras no acudían a su mente o si pasaban por ella no llegaban a su boca. No sabía qué era lo que iba a decir. Elena estaba disfrutando cada instante de la embarazosa situación que suponía para el militar todo aquello. Al final, lo que Gonzalo dijo fue:
—Creo… creo que he visto a vuesa merced en Bruselas. Eso… eso es, os he visto en Bruselas.
Elena, que continuaba con el disfrute de aquellos apuros, vino a empeorar la situación:
—Eso es poco probable, señor capitán, es cierto que estuve en esa ciudad, pero de eso hace muchos años. Es imposible que lo recordéis. Estoy segura de que habéis sufrido una confusión.
—No estoy equivocado, os vi hace ocho años, un mes y veinticinco días. Era el 7 de marzo de 1660 —la voz de Gonzalo de Santa Cruz había perdido el temblor que le había acompañado hasta entonces. Lo que acababa de decir sonaba muy serio. Elena de Zúñiga se quedó clavada en el sitio donde estaba. Se volvió hacia el capitán y le miró a la cara, de su rostro había desaparecido el aire burlón. Quedaron frente a frente, la distancia que les separaba no era mayor de dos cuartas, se miraban a los ojos sin pestañear.
—¿Qué queréis decirme, capitán Santa Cruz?
—Que os amo desde entonces, desde que os vi aquella tarde en la Grand Place y que desde entonces hasta esta mañana, en que os volví a encontrar cuando bajabais por esta misma calle, he sido fiel a una ilusión, a unos ojos, a vos… a vos.
Elena de Zúñiga no daba crédito a lo que oía, pero no albergaba la menor duda sobre la sinceridad de las palabras que acababa de escuchar. Incapaz de responder ante una declaración que la dejaba perpleja, guardó silencio y visiblemente nerviosa reanudó la marcha, sin sentirse capaz de objetar nada a que Gonzalo de Santa Cruz caminase a su lado calle abajo. Jerónima, la dueña de doña Elena, mantuvo a duras penas la actitud de ofendida dignidad que había adoptado al verse desautorizada por su señora. Cuando llegaron a la puerta de la casa de Elena, el capitán se quitó el emplumado sombrero con que se cubría y susurró al oído de la mujer que amaba:
—Decidme que no he perseguido una quimera durante tantos años.
Elena de Zúñiga no respondió a aquella petición, pero dijo, también muy bajo, para que solamente Gonzalo pudiese escucharlo, algo que alegró el corazón de Santa Cruz:
—No veo inconveniente para que, cuando gustéis, me acompañéis en mis cotidianas visitas a San Miguel.
No sabía muy bien por qué había contestado aquello ante lo que era una declaración amorosa en toda regla. No sabía por qué había dado una respuesta que a ella misma le había sorprendido.
Aquella noche la pintora no pudo concentrarse, ni siquiera avanzar unas pinceladas, en el trabajo que estaba realizando: un sencillo interior de una vivienda familiar donde se desarrollaba una escena de la vida diaria. Era una tabla de pequeñas dimensiones. La técnica era muy depurada, destacando sobre todo la minuciosidad del detalle, la importancia de la luz, cuyo sabio manejo permitía la creación de volúmenes, y la frescura del ambiente profano que se respiraba en el conjunto de la obra y en todas y cada una de las figuras que componían la escena. Resultaba patente la influencia de los pintores flamencos, sin duda consecuencia de los años pasados en Bruselas, sobre todo la del maestro Brueghel, que había elevado a la categoría de arte los paisajes llenos de vida de las calles de una ciudad cualquiera de su patria. Una pintura donde se plasmaba la vida misma, donde latía el pulso de lo cotidiano con sus grandezas y con sus miserias. Aquella vida era la que Elena de Zúñiga pretendía atrapar con sus pinceles, trasladando al cuadro momentos captados por sus pupilas, instantes que había visto o vivido. Algo muy alejado de los retratos de grandes personajes. Algo que nada tenía que ver con las grandiosas escenas, cultivadas por muchos maestros de la época, en las que se recogían pasajes de la mitología clásica salpicados de dioses, héroes, ninfas o sátiros. Algo ajeno, también, a la pintura religiosa dedicada a reproducir, con fines propagandísticos, escenas del Antiguo o del Nuevo Testamento, vírgenes o santos, según el credo religioso del artista o del cliente que realizaba el encargo.
Aquella noche no pudo pintar y tampoco pudo conciliar el sueño. Aquel capitán llamado Gonzalo de Santa Cruz, a quien apenas conocía y de quien no sabía nada excepto su nombre y la declaración de amor que le había hecho, no era un individuo como los demás. No tenía nada que ver con los hombres que se habían acercado a ella hasta entonces. Estaba convencida de que se trataba de una persona singular, como singular había sido el modo en que la había requerido. En medio de la turbación, de las dudas, de los interrogantes que la asaltaron en aquella larga noche de insomnio, sólo una cosa se perfilaba con claridad, Gonzalo de Santa Cruz, para bien o para mal, se había introducido en su vida. ¿Estaría enamorándose? No podía asegurarlo. Nunca le había pasado por la cabeza que el amor llegase de aquella forma tan inesperada, de una manera tan extraña. Era un desconocido con el que nada tenía en común; hasta aquella noche, ni siquiera conocía de su existencia. No sabía por dónde el destino guiaría sus pasos, pero estaba contenta de haberle dicho que no tenía inconveniente en que la acompañase en sus visitas a San Miguel.
El capitán Gonzalo de Santa Cruz tampoco pudo dormir aquella noche, ni deseo que tenía de ello. Dos eran las razones que se lo impedían. La primera, la alegría desbordada que le embargaba. No dormía pero le parecía vivir en un sueño del que temía despertar y encontrarse con que lo que le había sucedido con Elena de Zúñiga era sólo producto de su imaginación; que su mente, alterada por tantos años de ensoñaciones, le estuviese jugando una mala pasada. La segunda, el lamentable resultado de las entrevistas que había mantenido con los grandes, particularmente su enfrentamiento con el duque de Sessa. Si aquella muestra era significativa de la generalidad de la grandeza del reino, no necesitaba ninguna otra explicación para comprender la lamentable situación a la que se había llegado, ni la magnitud de la decadencia en que se encontraba postrada la monarquía que decían gobernar en nombre del rey Carlos II.