—No es posible que haya ocurrido eso que me cuenta vuesa merced sin un juicio previo —Gonzalo le había reiterado la misma afirmación varias veces a don Bernardo.
—Pues, aunque os cueste creerlo, así ha sido. Malladas fue detenido en la tarde de ayer por el alcalde de casa y corte don Pedro Salcedo, quien había recibido órdenes del presidente del Consejo de Castilla, don Diego Sarmiento de Valladares.
—¿De qué se le acusaba para llevar a cabo esa detención? —preguntó el capitán.
—No estoy en condiciones de señalaros cuál era el motivo, aunque me barrunto que está relacionado con las declaraciones que hizo el marqués de Saint-Aunais.
—Sin embargo, nada se pudo probar de aquellas acusaciones y Malladas fue puesto en libertad.
—Ya os digo, don Gonzalo, que sólo es una apreciación y no puedo garantizaros nada. También es posible que su ejecución esté relacionada con ciertos asuntos oscuros que presentaba la gestión de Malladas en el cobro de determinadas rentas que tenía a su cargo.
—Tampoco ésa es una razón para acabar con la vida de nadie. Ni siquiera para apresarle, a no ser que las pesquisas hubiesen aportado pruebas sobre las acusaciones. ¡Esto es algo inaudito, don Bernardo! ¡Algo que sólo en las actuales circunstancias puede ocurrir!
—Ciertamente se convierte en insostenible un gobierno que asesina y mata a los vasallos de su majestad, sin abrirle causa ni proceso. Sólo los tiranos actúan como en las circunstancias presentes. Hasta ayer la tiranía del teatino se había manifestado a través de prisiones o de destierros a aquellos que entorpecían sus planes, pero a partir de este momento nadie tiene garantizado que no se atentará contra su vida, por oponerse a sus designios.
Santa Cruz, que asentía con leves movimientos de cabeza, le interrumpió para preguntarle cómo había llegado al conocimiento de aquel asesinato.
—Fue esta mañana a primera hora. Salía de la iglesia del convento de San Felipe cuando en el cancel del templo, se acercó a mí una mujer embozada a quien apenas se le veían los ojos y que, sin decir palabra, me entregó un papel. Luego dio media vuelta y se marchó a buen paso. Vos mismo podéis leer su contenido.
Don Bernardo alargó al capitán un pliego de papel basto en el que con mala caligrafía estaba escrito lo siguiente:
Ayer tarde un alcalde que llaman don Pedro Salcedo prendió a don José de Malladas y lo condujo preso a la cárcel. Las instrucciones para ponerle preso las dio don Diego Sarmiento de Valladares. En la cárcel le asesinaron, dándole garrote. Antes de que el verdugo le matara, avisaron al párroco de la iglesia de la Santa Cruz para que confesase al Malladas. Luego le dieron el garrote.
—¿La reina y la Junta de Gobierno han dicho algo acerca de este sucio asunto? —a la par que hacía la pregunta, el capitán devolvía el papel a don Bernardo.
—Supongo que la reina habrá de estar informada de todo y, por lo que respecta a la Junta de Gobierno, me han comunicado hace poco rato que ha sido convocada a toda prisa y que se encuentra reunida en estos momentos. El motivo es la muerte de Malladas.
El semblante del capitán había adquirido tintes sombríos. Era increíble que en el nombre del rey, de un rey que ni reinaba ni gobernaba, se cometiesen atropellos como aquél. Por su mente pasaron, como un relámpago, recuerdos de las penalidades sufridas en los campos de batalla defendiendo unos ideales y una monarquía que, desde luego, nada tenían que ver con lo que ocurría en aquellos momentos en la corte de Madrid, donde en nombre de ese rey y de esa monarquía se encarcelaba y asesinaba. Le resultaba poco menos que increíble que en el corazón mismo de la Monarquía Católica tuviesen lugar hechos tan siniestros como aquél. Si tenía claro que un extranjero como Nithard, cuyo mayor mérito era el llevar confesando a la reina un montón de años, no era la persona indicada para llevar las riendas del gobierno, ahora no albergaba dudas acerca de la necesidad de actuar con urgencia para poner fin a aquel estado de cosas. Sin embargo, a pesar de todo, no aceptaría que se empleasen procedimientos como los que utilizaban los secuaces del valido.
—Supongo, don Bernardo, que habrá que ponerse manos a la obra y actuar sin pérdida de tiempo.
—Ésa es la razón que explica mis urgencias para que nos reuniésemos.
—Estoy en condiciones de ponerme inmediatamente en camino para informar a su alteza de lo que ocurre. Y os puedo asegurar que las dudas que albergaba sobre la decisión de su alteza acerca de desobedecer las órdenes de embarcarse hacia Flandes han desaparecido. Bajo ningún concepto don Juan debe alejarse de la corte. He de deciros también que es la primera vez en mi vida que falto al principio que como militar me inculcaron de que las órdenes no se discuten. Pero estoy convencido de que en las actuales circunstancias son mayores los males que de su cumplimiento se derivarían para esta desgraciada monarquía a la que juré defender.
—Creo que vuestra presencia en esta corte es mucho más necesaria en este momento que el que os pongáis en viaje. Llevar estas noticias a don Juan puede hacerlo cualquiera y os aseguro que contamos con hombres de confianza para ello. Pero vuesa merced tiene que cumplir la misión que su alteza le tiene encomendada. Sé que el cumplimiento de la misma no depende solamente de vuestra voluntad, pero tal vez sea el momento más adecuado para conseguir que esas visitas, que habéis de realizar, den los frutos apetecidos.
Gonzalo compartió las opiniones de Patiño y, tras comentar una vez más la iniquidad que suponía un asesinato como el que se había perpetrado, abandonó aquella casa dispuesto a cumplir su misión. Una vez que se hubo marchado, don Bernardo, que en presencia del capitán había tenido que hacer un verdadero esfuerzo para que no se trasluciese el regocijo que le producía el curso que habían tomado los acontecimientos, agitó una campanilla; poco después un criado acompañaba hasta el gabinete a dos hombres.
Se trataba de unos individuos de unos treinta años de edad y mala catadura, como se desprendía tanto de su indumentaria como de las intenciones que podían leerse en sus rostros; uno de ellos era el Riquelme. Poco después entró un tercer individuo de aspecto muy diferente al de los dos anteriores. Atildado en su indumentaria, completamente negra, salvo una blanca y rizada lechuguilla pasada de moda que asomaba por su cuello, era de pequeña estatura y de complexión tan débil que resultaba un tanto canijo; sus modos y ademanes eran suaves y un punto amanerados.
Don Bernardo Patiño, sin perder un instante, ordenó con voz autoritaria a los dos individuos con aspecto de rufianes:
—Sin perder un minuto empezad a difundir por todas partes lo que os había dicho antes de que llegase el capitán Santa Cruz. Supongo que todo está claro y que no hay ninguna duda, ¿te has enterado bien de todo Riquelme?
—Puede vuesa merced quedar tranquilo. Hay que esparcir por todas partes los horrores de la muerte de ese individuo y que la culpa de todo la tiene el jesuita y también, aunque menos, la reina.
—Veo que os habéis aprendido bien la lección. Ahora sólo queda que no haya sitio ni lugar de esta villa donde no se corra esa voz. Y, lo más importante, nadie os ha ordenado que hagáis estos comentarios. ¡Andando, que cada minuto que pasa es un minuto que perdemos!
A pesar de que las últimas palabras de Patiño indicaban claramente a aquellos dos sujetos que habían de ponerse en movimiento, ninguno de los dos movió un solo músculo de su cuerpo. Ante aquella actitud don Bernardo les dirigió una mirada fulminante, colérica.
—¿Se puede saber qué ocurre?
El Riquelme, que parecía ser el jefe de la pareja, volvió a tomar la palabra:
—Es que… es que a vuesa merced se le olvida algo.
—¡Qué cabeza la mía! —diciendo esto, don Bernardo sacó de una gaveta una bolsa de cuero y se la entregó al Riquelme.
—¡Ahí van los veinte ducados ajustados! ¡Cuando esta tarde salga para ir a misa no quiero oír hablar de otra cosa que no sea del asesinato de Malladas y de quiénes son los culpables de que cosa tan horrorosa haya ocurrido! ¡Y ya sabes, todo lo que tú o tus hombres escuchen, por muy poca importancia que le deis, no dejéis de comunicármelo!
El Riquelme, al igual que muchos otros desocupados y truhanes que ejercitaban en la Villa y Corte, formaba parte de la tupida red de informadores que tenía establecida don Bernardo y que llegaba hasta el último rincón de la población.
—Podéis contar con ello, don Bernardo —aseguró el Riquelme a la par que recogía la bolsa de los dineros.
Don Bernardo llamó a uno de los criados:
—Acompáñales para que salgan por la puerta del jardín y cerciórate antes de que todo esté despejado.
Los dos tahúres abandonaron el gabinete haciendo reverencias.
Cuando quedaron solos, don Bernardo se dirigió al atildado individuo:
—Ahora, maestro Marcos, escuchadme atentamente. Cuando amanezca pasado mañana no habrá un lugar, un rincón, una esquina de Madrid donde no se encuentre fijado un papel con el texto que os voy a dar. Disponéis hasta mañana a la puesta de sol para realizar la impresión de las copias correspondientes. A esa hora os mandaré gente de confianza que se harán cargo de los pasquines. El trabajo lo realizaréis en las prensas del sótano con gente de garantía.
—Cuente vuesa merced, como siempre, con el esmero de nuestro trabajo y nuestra discreción —apostilló el maestro Marcos, uno de los impresores que ejercían en Madrid.
—Así ha de ser, también lo segundo por lo que a vos os interesa. Os va en ello la… la… iba a decir la libertad, pero tal y como están las cosas lo que os va en ello es la vida. Ahora tomad asiento y sed vos mismo quien escriba. Tomad el cálamo y el papel, y anotad. ¡No quiero que haya ni errores, ni confusiones, ni retrasos porque no seáis capaz de leer, de forma correcta, mi letra!
—¡Qué cosas dice su señoría! ¡Ni que su letra fuese fea! —aquellas melifluas exclamaciones del impresor hicieron que don Bernardo no pudiese reprimir una sonrisa.
El maestro Marcos Azacana tomó asiento en una silla que había junto al bufete, afiló con un cortaplumas dos cálamos, preparó la salvilla de arena, abrió el tintero, alisó el papel que tenía delante y se puso en disposición de escribir.
La maldad del Padre Everardo y de quienes le apoyan ha alcanzado extremos inconcebibles. La infamia ha sido perpetrada en forma de alevoso crimen contra un vasallo de Su Majestad sin que se le haya incriminado delito alguno, cual ha sido el caso del garrote dado en la Cárcel Real de esta Villa, cual si de un reo convicto y confeso se tratase, a don José de Malladas Azofrín la noche del pasado día dos. Hasta la propia ley, herencia de nuestros antepasados, ha sido violada y pisoteada por aquellos que, seguramente por su condición de extranjeros, ni la sienten como cosa propia, ni entienden el valor de la misma.
El vil asesinato de un hidalgo, sin proceso y sin condena, ejecutado al capricho de un tirano, es una afrenta y un baldón a todo un pueblo. Es una mancha que cae sobre todos nosotros y que nos ensucia en tanto en cuanto consintamos que tales cosas ocurran, sin ponerles coto ni remedio. Asimismo llena de oprobio a todo un pueblo cuando dichos criminales atropellos dicen ejecutarse en el nombre del Rey Nuestro Señor.
Ha llegado, sin duda, el tiempo de poner fin a un estado de cosas que ha tenido entre otros efectos el de conducir a la monarquía al estado presente de postración en que se encuentra. Ha sonado, pues, la hora, marcada por este abominable crimen, de poner fin a un valimiento que, ejercido por un foráneo ajeno a nuestras leyes, costumbres y tradiciones no vacila en ultrajarlas y violarlas. Ha sonado la hora de que la Reina, cuya vida Dios guarde, exonere a estos reinos de esa peste revestida de ornamentos litúrgicos que lleva a la monarquía por el más empinado de los despeñaderos, a la vez que se usa falsamente el nombre de nuestro Rey. Ha llegado la hora de que los buenos súbditos sean llamados al lugar que les corresponde por su sangre y por los méritos contraídos para aportar su esfuerzo al gobierno de la monarquía y devolverle de esa forma el lustre y vigor que otrora tuvo y que hoy se halla irremediablemente perdido.
Así lo reclama una razón de elemental justicia y así ha de ser porque de no serlo:
Para la reina hay descalzas y para el rey hay tutor, si no se muda de gobierno desterrando al confesor. |
—No sabía que tuvieseis aficiones líricas, don Bernardo —comentó el maestro Azacana.
—Y no las tengo, mi querido amigo, pero no es mala forma de rematar ese escrito. Ahora poneos manos a la obra y cumplid con vuestro cometido.
Patiño tomó una bolsa de cuero y se la entregó al impresor:
—Ahí van cien ducados, tenéis de sobra para el papel, la tinta y el trabajo.
El impresor, con estudiada elegancia y cierta parsimonia, agitó el papel escrito sobre el que había echado arena suficiente para su secado. Luego lo plegó y lo guardó cuidadosamente en su pecho. Don Bernardo le acompañó hasta la puerta, allí le hizo la última recomendación:
—No lo olvidéis, Azacana, mucha discreción y mucha prudencia. Mañana a la hora convenida irán a recoger el trabajo.
—Dadlo por hecho —afirmó el impresor con un expresivo mohín.
—Salid con cautela —indicó don Bernardo— y hacedlo por el sitio de costumbre. Hemos de actuar con la discreción y el sigilo de siempre. Os acompañarán hasta la calle.
La salida a la que Patiño se refería estaba en la fachada trasera de la casa contigua a la que le servía de morada. Hacía algunos meses que la habían comprado y abierto comunicación entre ambas. La utilizaban para despistar a los que por orden de Nithard vigilaban de continuo los movimientos de don Bernardo y trataban de controlar las visitas que recibía.
A la caída de la tarde un jinete que hacía varias horas había salido por la puerta de Fuencarral, tomando el camino de La Coruña, después de haberle pedido a su cabalgadura un esfuerzo más que notable, llegaba a la posada que abría sus puertas en la plaza Mayor de Riaza. Buscaba el descanso necesario para continuar su camino hacia Galicia al día siguiente, con las primeras luces del alba.
Mientras tanto, por el paseo de carrozas del Retiro, que se encontraba concurridísimo, y también por el paseo de Recoletos y por la calle de Alcalá, que eran los lugares de moda donde se solazaban los madrileños y las madrileñas en aquellas tardes de primavera disfrutando de una agradable temperatura, no se hablaba de otra cosa que de la afrentosa muerte de Malladas.
Había comentarios para todos los gustos. El muerto no era persona que gozase de simpatías, había sido un consentidor de los devaneos de su casquivana mujer y aun había quien afirmaba que el villano la alentaba a fornicar por dinero, con tal de darse una vida regalada. Pero a pesar de ello, las circunstancias de su muerte eran objeto de rechazo en todos los comentarios. Por algunos corrillos se decía que no se debían consentir acciones como aquélla. No podía darse garrote a nadie sin juicio previo y sin una condena dictada por juez competente. Eran muchos los que afirmaban, sin ocultarse, que una ejecución tan afrentosa era un acto que mancillaba el honor y la honra de la nación.
También en las gradas de San Felipe, a la puerta de la iglesia de los Agustinos, la concurrencia hacía comentarios en torno al suceso que tenía escandalizada a toda la Villa y Corte.
—Me han confesado de forma reservada que a ese desgraciado lo despachó el verdugo sin darle la oportunidad de descargar los pecados de su conciencia —afirmaba en voz baja alguien con aspecto de caballero, a tenor de su indumentaria.
—¿Quiere decir vuesa merced que no tuvo siquiera el consuelo de la confesión? —inquirió uno de los que le escucharon, poniendo cara de pocos amigos.
—Así es don Rodrigo. Al menos, así es como me lo han comentado.
—Yo tengo entendido —terció otro de los presentes— que antes de agarrotarlo fue requerida la presencia del párroco de la Santa Cruz para administrarle la penitencia. Lo que sí me han asegurado es que el pobrecillo sufrió mucho porque el verdugo, que andaba nervioso por lo extraordinario del caso, puesto que le sacaron de su casa cuando ya estaba metido en la cama, estuvo poco diestro a la hora de descabellarle.
—También a mí me han contado los apuros del verdugo. Pero lo más horrible del caso es que no le permitiesen confesarse.
—Al parecer sí se le administró el sacramento.
—Tengo yo mis dudas sobre si recibió atención espiritual —afirmaba el que había dicho que no se le permitió confesar—, porque quien me ha hecho la confidencia es persona informada y muy cabal en su palabra.
—¿Significa eso que dudáis de lo que yo he dicho? —Había un tono amenazante en aquella pregunta, formulada por quien sostenía que el párroco de la Santa Cruz había prestado a Malladas los últimos auxilios.
—No pongo en cuestión vuestra versión. Pero mantengo mi afirmación.
La respuesta pareció ofender al individuo que sostenía otro parecer, y, aunque de forma discreta, las manos de los dos buscaron las empuñaduras de sus espadas. El gesto no pasó desapercibido a los presentes, ni a don Bernardo Patiño, que formaba parte del corrillo y hasta el momento había permanecido en silencio, quien decidió que no era bueno que aquello acabase a mandobles.
—Siendo importante la cuestión en que difieren vuesas mercedes —su voz sonaba con la autoridad de quien se sabe persona de solvencia en sus opiniones— no es eso lo fundamental de este asunto. Malladas no hubiese necesitado confesión, si no le hubiesen agarrotado de forma tan alevosa. Sepan vuesas mercedes que ése es el meollo del asunto. Tan grave que nos pone de manifiesto a qué estado han llegado las cosas en el gobierno de la monarquía. No han de surgir divergencias entre nosotros —miró a los dos contrincantes— por una mera opinión sobre algo que carecería de sentido si alguien no hubiese dado la orden de asesinar, porque a esto no se puede llamar ajusticiar. Eso significa que estamos en la más absoluta de las inseguridades, mientras que quienes cometen tales atropellos actúan impunemente. Cualquiera de nosotros puede esta noche, mañana, pasado mañana o cualquier día ser víctima de unos abusos cuya importancia se encuentra en que proceden del propio gobierno.
Todos los presentes asintieron con gestos a las palabras de don Bernardo, quien era consciente de que había llegado el momento de poner freno a su lengua. Todos sabían que era el secretario de don Juan de Austria y cuáles eran sus fervientes deseos en la lucha política que se sostenía en la corte. No era conveniente echar un palo más a aquel fuego.
—En fin —comentó don Bernardo con tono resignado—, quiera Dios Nuestro Señor y su Santísima Madre que si, por mala ventura, nos ocurriese a alguno de nosotros lo que al pobre Malladas, nos coja confesados. Queden vuesas mercedes a la paz de Dios, como yo les deseo.
Dicho esto, dio media vuelta y se alejó, con andar pausado, camino de su casa. Ninguno de los cariacontecidos presentes pudo ya ver la maliciosa sonrisa que se dibujaba en sus labios.
El capitán Gonzalo de Santa Cruz no había parado un instante desde que a media mañana saliese de casa del secretario de su alteza. El desarrollo de los acontecimientos obligaba a no demorar la gestión que le había encomendado don Juan y también a olvidarse de protocolos en relación con las visitas que había de realizar. Lo prioritario en aquellos momentos era saber en qué disposición se encontraban los grandes con quienes tenía que establecer contacto.
Con todo, había previsto que por la tarde acudiría a la parroquia de San Miguel a la hora en que se celebraban las misas vespertinas. Supo que eran dos, según estaba señalado en la tablilla que había en la puerta del cancel. Una a las seis y media y otra una hora después. Esperaba tener suerte y que doña Elena acudiese a alguna de ellas.
Lo primero que hizo después de dejar la casa de Patiño fue dirigirse a la suya y escribir una nota de visita, solicitando ser recibido antes del almuerzo en casa del marqués de Leganés, que tenía su palacio cerca de la plaza de la Cebada. Por la tarde a las cuatro, si era posible, acudiría a visitar al duque de Lemos y una hora más tarde, aprovechando que vivía cerca del anterior, se reuniría con el duque de Sessa. Todo aquello siempre y cuando los aristócratas estuviesen dispuestos a recibirle. Aunque en los tres papeles que entregó a su criado, todos redactados en los mismos términos, se limitaba a solicitar la audiencia, le había encomendado a Sancho que indicase verbalmente que la misma estaba relacionada con un asunto de la incumbencia de su alteza don Juan José de Austria.
Cuando Sancho regresó de casa del marqués de Leganés con la buena noticia de que don Gonzalo sería recibido a la hora solicitada, el capitán le entregó los billetes destinados a Lemos y Sessa.
La reunión con Leganés fue cordial y breve. El marqués se interesó por la salud de su alteza y trató de saber su disposición respecto de servir su destino en Flandes, ya que acerca de aquel asunto circulaban por la corte los más variados comentarios y rumores. Muy pronto la conversación derivó hacia la muerte de Malladas, y Leganés le manifestó el horror que un acto como aquél le producía. Don Gonzalo creyó deducir de las afirmaciones del grande que éste estaba por que se pusiese fin a un estado de cosas como el que había propiciado el valimiento de Nithard, pero los esfuerzos del capitán fueron inútiles a la hora de conseguir un compromiso en firme de apoyo a don Juan, si su alteza planteaba una acción encaminada a derribar al valido. Leganés, que parecía profesar una gran animadversión al confesor, no estaba dispuesto a involucrarse en algo que fuese en contra de los deseos de la reina. Sus palabras fueron muy cautelosas y hasta enigmáticas. Quiso, de forma insistente, saber cuáles eran los apoyos con que contaba don Juan para acometer una actuación de aquella envergadura, pero Santa Cruz le facilitó la menor información posible. Cuando los dos interlocutores se percataron de que el juego dialéctico en que se habían enfrascado no les conduciría a alcanzar sus objetivos, decidieron poner fin a la reunión.
La conclusión que Gonzalo sacó en limpio de aquella primera entrevista era que el marqués no se opondría a una acción para poner fin al valimiento de Nithard, pero que difícilmente prestaría su concurso. Sería de los que nadarían y guardarían la ropa, para, en última instancia, inclinarse hacia el bando de los vencedores. Es decir, estaría con don Juan o con la reina, porque aquélla era una batalla entre ambos y el valido era la prenda, según pintasen las cartas. Tenía cierta frustración porque no acababa de comprender cómo un hombre de la responsabilidad de Leganés no era capaz de tomar una decisión y andaba con paños calientes, más preocupado de salvaguardar sus intereses que los del reino.
Una vez en su casa se encontró con que Sancho había obtenido respuestas afirmativas a los recados dados en casa de los duques de Lemos y de Sessa. Era posible que la disponibilidad que los grandes manifestaban estuviese también relacionada con los últimos sucesos. Aquellas respuestas compensaron parte de la frustración que tenía. Decidió escribir otros tres billetes para concertar otras tantas citas para el día siguiente. Los destinatarios serían los duques de Alba, de Medinaceli y de Arcos.
Durante el almuerzo comentó a su tía Casilda, a quien en algunas ocasiones había hecho partícipe de los sueños de su imaginación desde aquella tarde de Bruselas, lo que le había ocurrido por la mañana. Cuando Gonzalo le dijo que se trataba de doña Elena de Zúñiga, doña Casilda no pudo contener una exclamación:
—¡Por todos los santos, Gonzalo! ¿Cómo es posible que se trate de doña Elena de Zúñiga? ¡Es de los Zúñiga de la Cava de San Miguel!
Gonzalo se quedó mirando fijamente a su tía:
—¿Tú conoces a doña Elena? ¿Conoces a su familia?
—Conocerles, lo que se dice conocerles, no —doña Casilda comenzó a servir la olla podrida, que constituía el plato principal del almuerzo, después de los entrantes de que habían dado buena cuenta—. No les conozco. Pero sé quiénes son. ¡Buena gente, cristianos viejos, de los de toda la vida!
—Dime todo lo que sepas, tía. Dime todo lo que sepas acerca de ella y de su familia —la voz del capitán tenía un tono suplicante.
—Creo que su padre fue asentista, pero su negocio y su fortuna se lo llevaron la falta de pago y la ruina de las alteraciones de la moneda. He oído decir que, efectivamente, estuvieron en Flandes abasteciendo a nuestros tercios; de ahí vienen sus problemas y su quiebra. Creo que por aquellas fechas también murió la esposa de don Guillén y madre de doña Elena, así como dos hermanos que tenía.
—¿Qué sabes de doña Elena? —inquirió Gonzalo.
—Lo primero que he de decirte es que no tienes mal gusto. ¡Por santa Águeda que no! —un aire de picardía asomó a los ojos de doña Casilda—. ¡Por la Virgen Santísima, que es una de las mujeres más hermosas que conozco! Pero has de saber que tiene fama de desdeñosa. Por lo que se cuenta en la vecindad ha rechazado todas las proposiciones matrimoniales que se le han hecho. ¡Así que ya lo sabes; ése es castillo difícil de asediar! ¡Pero yo sé que tú eres capaz de las mayores hazañas!
—No te burles de mí, jamás, ni en los peores trances, he tenido nervios como los de esta mañana.
—Parece ser que ante el cúmulo de desgracias familiares optó por entregarse en cuerpo y alma al cuidado de su padre. Sé, además, que se ejercita en pintar, cosa que le ha acarreado no pocas críticas, por practicar dicho arte siendo mujer… —Alguna idea debió de cruzar por la mente de doña Casilda, que dejó de hablar unos segundos—: Lo que… lo que resulta extraño es que en tantos años tú no la hayas visto una sola vez.
Quien estaba verdaderamente extrañado de la cantidad de cosas que su tía conocía acerca de Elena era Gonzalo, que hizo un gesto afirmativo.
—Sí que lo es, porque han sido ocho años los que han transcurrido desde que la vi, y aunque yo he pasado muchas temporadas fuera de la corte, también he vivido largos períodos en ella.
En tono de maternal regañina doña Casilda culpó a su sobrino de las desgracias amorosas que había padecido.
—Si fueses mejor cumplidor de tus deberes de buen cristiano, estoy segura de que tu espera no hubiese sido tan larga.
—Ciertamente mi penitencia ha sido mucho peor que los pecados que hubiere podido cometer —dijo con cierta sorna don Gonzalo.
—¿Qué piensas hacer?
—Por lo pronto acudir esta tarde a las dos misas de la parroquia de San Miguel.
Doña Casilda dejó escapar una risilla de conejo que ponía de manifiesto, sin necesidad de que abriese la boca, lo que estaba pasando por su cabeza.
La reunión del capitán Santa Cruz con el conde de Lemos se desarrolló por derroteros parecidos a los que aquella mañana había vivido con el marqués de Leganés. Falta de decisión, escasos deseos de comprometerse en una aventura contra el poder establecido y ampulosa retórica —era fama que el de Lemos tenía fácil la palabra y escasa la capacidad— acerca de los males que se estaban sufriendo y de la incompetencia de un extranjero que, en palabras textuales del conde, era «aburrido, versado en latines y teologías, pero lego en política y materia de gobierno». La impresión que don Gonzalo recibió del conde fue penosa. El colmo del pesar llegó cuando Lemos no tuvo empacho en proponerse a sí mismo, si se conseguía la caída de Nithard, a la que no estaba dispuesto a aportar ningún esfuerzo, como la persona más adecuada para asumir la pesada carga que suponían las tareas de gobierno.
Aquella visita le había dejado tan apesadumbrado que hubiera deseado no asistir a la reunión con el duque de Sessa. Pero el sentido del deber y la obligación contraída le llevaron hasta el palacio del opulento noble andaluz, un Fernández de Córdoba, aunque el título que ostentase fuese italiano. Se animó a sí mismo pensando que poco más tarde, si la providencia divina o el destino —era algo que el capitán Santa Cruz no tenía muy claro— no disponía otra cosa, podría gozar de un encuentro con la mujer de sus sueños. La mujer que inesperadamente había tomado cuerpo aquella misma mañana.
Don Gonzalo fue recibido con grandes muestras de cordialidad por el duque, quien le hizo pasar a un recogido saloncito, decorado con gusto, pero recargado en exceso. Destacaba un hermoso espejo de retorcido y dorado marco, al gusto de la época, y un lienzo de buena factura y regulares dimensiones en el que se representaba la imagen de una virgen, situada sobre unas andas, vestida con un manto triangular y coronada; al pie podía leerse «María Santísima de la Sierra». Llamaba también la atención una enorme panoplia, rodeada por veintidós banderas —Santa Cruz tuvo tiempo de contarlas— en las que predominaban los colores verde y blanco, llena de espadas de diferentes formas y tamaños.
Todas las manifestaciones de simpatía y cordialidad desaparecieron cuando el capitán le preguntó por su disposición ante una eventual operación con el objeto de provocar la caída de Nithard.
—Lo que don Juan me está planteando a través de vuesa merced es, llamémoslo por su nombre, un golpe de estado. Actuar en contra de los designios de su majestad, quien, por voluntad del difunto rey, tiene títulos legítimos —recalcó mucho esta palabra— para hacerlo.
El capitán trató de quitar hierro a las duras palabras de Sessa en las que manifestaba que la proposición de su alteza, que no dejaba de ser un bastardo, era alta traición.
—Creo, excelencia, que eso es llevar las cosas a un terreno que está muy lejos de los pensamientos de su alteza, quien sólo desea conocer la disposición de vuestra excelencia en lo que se refiere a la situación actual por la que atraviesa la monarquía.
—Ha de saber don Juan que, en efecto, la situación de la monarquía no es buena. Hace tiempo que los conflictos militares sostenidos con otras potencias se han saldado con graves y hasta humillantes derrotas, algo de eso sabéis vos —a Gonzalo aquellas últimas palabras le sonaron a burla—. Tampoco salió bien parado el prestigio de la monarquía con las paces de Westfalia y de los Pirineos, donde se puso de manifiesto nuestra debilidad en el concierto internacional. Acerca de lo que ocurre en Flandes, mejor no hablar, como tampoco es conveniente recordar los bochornos pasados con los portugueses. También la monarquía ha hecho el ridículo con los catalanes para quienes sus fueros son más importantes que la lealtad debida a Su Majestad; de ello sabe mucho don Juan —otra vez la mordacidad de sus palabras cobró ribetes de sorna—. Por lo que respecta a la situación interna del reino, supongo que vos conocéis el estado lamentable en que se encuentran las haciendas, el abandono de los campos, el estado ruinoso de la industria y del comercio, muchas de cuyas actividades han desaparecido casi por completo —a Gonzalo le estaba cargando el discurso del duque—, y qué deciros de la situación de la moneda, donde las demenciales actuaciones practicadas durante años han arrasado, hasta los cimientos, la economía de estos reinos, abocados al mayor de los desastres. Esta realidad que vivimos es, señor mío, la consecuencia de largos años de abandono y de los graves errores cometidos durante mucho tiempo…
Santa Cruz trató de poner fin a aquellas disquisiciones, cuya finalidad barruntaba:
—El diagnóstico que del enfermo hace su excelencia coincide con el de su alteza, por eso mismo…
La interrupción disgustó profundamente al duque, quien con voz cortante dijo:
—Si vuesa merced me lo permite desearía concluir mi exposición.
El capitán enrojeció visiblemente, en parte por vergüenza y en parte por la cólera que empezaba a prender en su interior, pero aún tuvo arrestos para devolver la ironía, al responder al aristócrata:
—Ciertamente que permito a su excelencia, faltaría más, concluir su exposición.
Sessa acusó el golpe. La mirada que le dirigió fue aviesa:
—En definitiva, capitán, no tolero que don Juan quiera, por la desordenada ambición que le corroe, responsabilizar a su majestad, ni al señor inquisidor de los males que aquejan a la monarquía. Unos males que vienen de antiguo y son la consecuencia de torpezas y errores de mucho tiempo a esta parte, en los cuales don Juan tiene parte, y no pequeña.
A sabiendas de que la cólera del duque podía explotar, Gonzalo volvió a interrumpirle:
—¿Podría su excelencia ilustrarme sobre la parte de esos errores y torpezas que corresponden a su alteza?
El duque apretó los puños y en su rostro se reflejó la contrariedad.
—Lo haré con sumo gusto. En Italia, de no haber sido por el conde de Oñate, su actuación hubiese conducido a la pérdida de aquellos reinos. Sólo fue hábil a la hora de seducir mujeres, como la hija del pintor Ribera. Luego, en Cataluña, concedió a aquellos rebeldes los mismos privilegios que tenían antes de rebelarse a la obediencia del rey nuestro señor. Ya sabéis lo que hizo en las Dunas de Dunquerque, por impericia y estulticia, enfrentarse al príncipe de Condé y destruir los únicos tercios capaces de sostener nuestro dominio en aquellos territorios; y de Portugal, ¡qué voy a contaros que vos no sepáis! Su cobardía en Estremoz puso punto final a las posibilidades de volver dicho reino al seno de la monarquía. Provocó tales sufrimientos en el rey Felipe, a quien algunos reputan como su padre, aunque yo no soy de esa opinión, que acabó acelerando su muerte. ¡Cómo puede, señor capitán, con esas credenciales, un bastardo como él atribuirse el derecho de actuar contra quien, como doña Mariana por tantos méritos como posee, ejerce la regencia, siendo además culpable en primera persona de muchos de los desastres que nos aquejan y contra los que clama! ¡No hay en la historia, señor mío, por mucho que se indague en sus páginas, mayor caso de desvergüenza que el de don Juan, quien al momento presente, poniendo de manifiesto una vez más la cobardía de la que hace gala, se niega a cumplir con su deber, embarcándose hacia Flandes! Aunque bien pensado mejor será que así sea, con ello se evitará la irremediable pérdida de los dominios que aún se conservan en aquellos territorios. ¡Su mejor destino, sabedlo de una vez por todas, es Consuegra! Allí, ¡encerrado en su castillo!, ¡cuidando de los asuntos del priorato de la Orden de San Juan! ¿He satisfecho vuestra curiosidad?
Santa Cruz, que después de oír aquello no se explicaba cómo su alteza había incluido al duque de Sessa en la lista de los grandes a los que había de visitar, había logrado mantener la boca cerrada ante tamaño cúmulo de falsedades y mentiras como en tan poco rato habían salido de la boca de aquel individuo. Comoquiera que su colaboración en los proyectos de don Juan no sería posible en modo alguno, después de lo que acababa de escuchar, decidió que aquélla no era ocasión para andar con contemplaciones.
—Compruebo con estupor —a pesar de la tensión que le agarrotaba su voz sonaba serena— que tiene su excelencia una versión verdaderamente fascinante de la actuación pública de su alteza, quien después de evitar que los reinos de Sicilia y Nápoles se perdiesen irremediablemente, logró volver a la obediencia del rey nuestro señor en pocos meses, tras doce años de rebelión, al principado de Cataluña. Así como de sus esfuerzos, sin hombres ni dinero, en las guerras de Flandes y de Portugal, donde hizo prodigios de valor, compartiendo penas, sufrimientos y peligros con sus hombres. Yo, señor, que fui testigo, doy fe y razón de ello. Algo que para vos es imposible porque no estabais allí. Vuestra vida, entonces como ahora, discurre entre las paredes de estos palacios y en medio de las viperinas lenguas que dan el tono de esta corte. ¡Jamás habéis asumido un riesgo, ni afrontado un peligro, ni participado en una misión que se pudiese calificar de tal!
—¿Cómo os atrevéis a insultarme de ese modo y en mi propia casa? —Sessa echaba fuego por los ojos.
Como si no le hubiese oído, el capitán continuaba:
—Gente como vos, ociosa y perniciosa, es la que ha dado al traste con esta monarquía. Gente como vos capaz sólo en la maledicencia, en la crítica mendaz y en la calumnia, incapaz de comprometerse para poner fin a un lamentable estado de cosas…
—¡A mí! ¡A mí! —gritaba el duque a pleno pulmón requiriendo la presencia de sus criados. No se atrevía a abandonar el saloncito porque entre él y la puerta se interponía el capitán, quien seguía diciendo:
—Gente como vos que gasta a manos llenas lo que otros ganan con su esfuerzo y su sudor. Jamás se os vio en un campo de batalla. Jamás al frente de una escuadra. Jamás en lugar alguno donde vuestra vida corriese la menor posibilidad de peligro. Lo vuestro, señor duque, no es comprometeros, lo vuestro es criticar a quienes asumen riesgos y responsabilidades y darle a la lengua. ¡Sobre todo darle a la lengua!
En aquel momento cuatro criados llegaban en tropel.
—¡Prendedle y arrojadle fuera de mi vista! ¡Fuera de mi casa! —gritaba el de Sessa.
Llegaron otros tres criados más. Al duque el número debió de parecerle ya lo suficiente como para sentirse seguro:
—¡Castigad y arrojad a ese malnacido! —señalaba con dedo tembloroso a Gonzalo, quien había retrocedido unos pasos, buscando poner su espalda a resguardo, contra la pared. La situación se presentaba complicada, se llevó la mano izquierda al costado derecho, buscando una espada que no tenía. ¡Ferol estaba en casa del maestro Grijalbo! En su retroceso hacia un lado miró hacia atrás para ver dónde pisaba y evitar un tropiezo, clavó su vista en la panoplia que tenía a su alcance. Con un movimiento rápido se hizo con una de las espadas que había en ella. Ahora la situación tomaba un sesgo importante porque ninguno de los criados que habían acudido a los gritos de su amo estaba armado. El capitán, como buen soldado, calculó sus posibilidades. Sabía que la rapidez era fundamental en aquellas circunstancias para salir bien del empeño.
—¡Atrás! ¡A un lado! ¡Atrás! ¡Si alguien hace un movimiento extraño lo ensarto como a una corneta! —su voz tenía un tono agresivo y su serio semblante era por sí mismo una amenaza.
—¡Las manos arriba! ¡Bien arriba!
Amenazándoles con la punta del acero logró que los siete criados y el duque, que se encontraba al fondo, detrás de todos ellos, se desplazasen a un lado y le dejasen libre el camino de la puerta. Aunque nadie hizo un movimiento extraño, Santa Cruz tiró un tajo a la vez que gritaba:
—¡Otra tontería y eres hombre muerto!
Nadie sabía a quién estaba dirigiéndose, pero todos se dieron por aludidos. Aprovechó el instante de vacilación que había creado entre los criados para salir del saloncito, cerrar la puerta y echar la llave, que estaba encajada en la cerradura. Amortiguados por el espesor de varias pulgadas de roble le llegaron los gritos de los encerrados. Arrojó la espada y se puso a gritar, mientras ganaba rápidamente la calle:
—¡Han encerrado al señor duque! ¡Han encerrado al señor duque!
Cuando salía, tras tirar del portón que cerraba el zaguán, el revuelo que había en el palacio de Sessa era extraordinario. Los gritos, la confusión, el ruido de las carreras de los que iban de un lado para otro atravesaban los muros y se oían en el exterior.
Gonzalo de Santa Cruz sabía que se había ganado un enemigo de cuidado y que debía estar vigilante porque trataría de vengarse. Decidió pasar por el taller del maestro Grijalbo, que estaba en su camino hacia la iglesia de San Miguel, y recoger su espada, que ya debía de estar compuesta. Con ella al cinto, se sentiría mucho más seguro. Como esperaba, el espadero tenía hecho el encargo y el capitán pudo ceñir la vieja espada, su apreciada Ferol, con la que tantos momentos había compartido. Perdió un tiempo precioso para él porque Grijalbo se empeñó en hacerle unos comentarios a los que hubo de atender para no parecer ni descortés ni desagradecido, después de la forma en que había acogido su petición de aquella mañana.
Por fin, pudo dirigir sus pasos hacia la parroquia de San Miguel. Mientras caminaba con paso acelerado, porque el tiempo se le había echado encima, intentó borrar de su mente las escenas que acababa de vivir. Si Elena de Zúñiga acudía a misa, por nada del mundo estaba dispuesto a que se le estropease aquel momento, que esperaba con anhelo desde por la mañana y con el que había soñado durante años.