6

El capitán Gonzalo de Santa Cruz, después de recuperar energías con las atenciones de doña Casilda y un sueño reparador, había acudido muy temprano a la calle del Nuncio para visitar a don Juan de Azpeitia. La tarde anterior había anunciado su visita a través de su criado y el banquero había mostrado su disposición a recibirle siempre que fuese a primera hora, ya que habría de partir sin demora hacia Sevilla, donde importantes negocios requerían su presencia. El capitán presentó a Azpeitia los pagarés que don Juan le había confiado e indicó al banquero que, por el momento, sólo necesitaba hacer efectivos una parte de los mismos. La suma que le pidió ascendía a dos mil ducados.

El único punto de discrepancia que, a la postre, también quedó resuelto con una solución salomónica fue el tipo de moneda en que el capitán recibiría aquella suma. El banquero trataba de que la misma lo fuese en su mayor parte en moneda de vellón, mientras que Gonzalo señalaba que habría de serlo en ducados de oro o, en su defecto, en reales de plata, de los de a ocho. Al final el acuerdo fue un tercio en moneda de oro, otro tercio en plata y el otro en las depreciadas monedas de cobre.

Aún no habían dado las nueve cuando Gonzalo dejó atrás la calle del Nuncio, cruzó la plaza de Puerta Cerrada y subió por la Cava de San Miguel hasta el taller del maestro Grijalbo, el más famoso de los espaderos de Madrid y probablemente de todo el reino, a despecho de sus colegas toledanos, cuya fama era reconocida en el orbe entero. El capitán y el espadero tenían una antigua relación. La visita estaba relacionada con la cazoleta de su vieja espada, de la que por muchas razones Gonzalo se negaba a desprenderse a pesar de que el paso de los años había hecho adelgazar la hoja peligrosamente, que se había aflojado y necesitaba un pequeño ajuste. Aprovecharía la ocasión para afilar una vez más aquel acero con el que se había jugado la vida en numerosas ocasiones.

El capitán había recibido insinuaciones de renovarla, pero no quería ni oír hablar de ello. Ferol, que era el nombre con que la había bautizado, formaba parte de su propio ser. Era consciente de que llegaría un momento en que aquella vieja amiga no cumpliría el fin que tenía encomendado. Ese día, que sería un mal día, renovaría la hoja, pero conservaría la empuñadura, la cazoleta y los gavilanes para que su espíritu permaneciese con él.

Después de una entretenida conversación —siempre le resultaba agradable escuchar de los labios del experimentado espadero alguna de las muchas historias que el ejercicio de aquella profesión le había permitido atesorar—, el capitán dejó allí la espada, tras ajustar el precio de la composición y cerrar el compromiso de que aquella misma tarde podría mandar a recogerla. Estaba ya en la puerta del establecimiento, adonde el espadero había salido a acompañarle, cuando vio algo que hizo que el corazón le diese un vuelco, el estómago se le encogiese y la respiración se le quedase en suspenso. Su mirada se había quedado clavada en una dama que, calle abajo, acompañada de una dueña, cruzaba en aquel instante por delante de la espadería.

Gonzalo de Santa Cruz no daba crédito a lo que veía. Estaba tan turbado que su agitación no pasó desapercibida al maestro Grijalbo, quien le preguntó extrañado:

—¿Os ocurre algo, don Gonzalo? ¿Os sentís mal? Se os ha demudado la color del rostro. ¡Ni que vuesa merced hubiese visto una aparición!

—Eso, maestro, es precisamente lo que he visto.

Gonzalo tenía la mirada perdida hacia la dama que continuaba su reposado caminar calle abajo. Ahora el corazón le latía tan deprisa que creía que se le iba a salir, garganta arriba, por la boca. ¡Era ella! ¡Con toda seguridad era ella! Porque en el mundo no podía haber unos ojos iguales a los de quien se había convertido durante años en la dama de sus sueños. No había posibilidad de error. Aquellos ojos los tenía grabados a fuego en su corazón y en su mente desde la tarde de la Chaloupe d’Or.

—¡Por vida de Cristo, maestro! ¿Sabéis por ventura quién es esa dama?

En el rostro del viejo espadero se pintó una sonrisa burlona:

—¡Ya veo, capitán, ya veo cuál es la causa de vuestra turbación!

—¡Por el amor de Dios, Grijalbo! ¡Decidme! ¡Si es que sabéis algo!

—Esa dama, que parece haber trastornado a vuesa merced, es doña Elena de Zúñiga.

De repente aquella mujer con la que había soñado tomaba cuerpo. ¡La ilusión de tantos años tenía nombre y él acababa de conocerlo! ¡Sabía cómo se llamaba!

—¡Elena de Zúñiga! ¡Es ella! ¡Tiene que ser ella! —exclamó el capitán.

—¿Conocéis, por un casual, a doña Elena? —le preguntó Grijalbo entrecerrando sus ojillos con un aire de picardía.

—¡Sí! ¡No! ¡Sí, pero no! —Gonzalo estaba nervioso.

Otra vez apareció una sonrisa maliciosa en los labios del maestro espadero:

—¿Conoce o no conoce vuesa merced a doña Elena?

Lentamente, pero sin pausa, la dama y su dueña continuaban alejándose calle abajo. Por nada del mundo Gonzalo estaba dispuesto a perder la pista de aquella mujer a la que en sus sueños y en su imaginación había buscado durante años. Pero no sabía exactamente qué era lo que deseaba hacer en aquellos momentos.

—¿Quiere vuesa merced saber algo más de ella?

—¡Todo lo que podáis decirme! —exclamó Gonzalo en tono casi suplicante.

—Habéis de saber entonces que vive al cabo de la calle…

—¿¡En esta misma calle!? —era a la vez una exclamación de sorpresa y una pregunta interesada.

—En efecto, en la casa que, a la derecha, hace esquina con la plazuela de Puerta Cerrada.

—¡Ésa es la casa de Zúñiga, el asentista!

—Ciertamente, don Gonzalo, ésa es la casa de don Guillén de Zúñiga —le respondió Grijalbo.

—No he tenido relación personal con él, pero sé de quién se trata.

—Ya sabéis entonces que don Guillén es, pues, el padre de esa dama que tan profunda impresión ha causado a vuesa merced.

Conocer quién era, así como el lugar donde vivía Elena de Zúñiga, pareció tranquilizar el ánimo del capitán, que con aquellos datos aseguraba la posibilidad de volver a encontrarse con ella. Fue como una especie de bálsamo para su espíritu, que zozobraba ante la sola posibilidad de que volviese a repetirse la situación vivida en Bruselas.

Al comprobar que el capitán se sosegaba, el maestro Grijalbo le comentó, no sin cierta socarronería, si quería saber algo más de aquella dama que tanta agitación le había producido. Ante la respuesta afirmativa, el espadero hizo una propuesta:

—¿Os apetece acompañarme, mientras hablamos, a tomar un chocolate caliente, bien espeso y unas bizcotelas de las que hacen, como si fuesen los mismísimos ángeles, las monjas Agustinas Recoletas?

El capitán aceptó encantado aquella propuesta. No tanto por el condumio, aunque las bizcotelas de aquel convento tenían merecida fama en Madrid y alrededores, cuanto por la información que el espadero prometía ofrecerle. Pasaron a la trastienda del taller, donde, en medio de hierros retorcidos, trastos aparentemente inservibles, había viejas hojas de espadas, sables, floretes, dagas, cuchillos, puñales y otros ejemplares de aquella amplia parafernalia que estaban rotos, mellados, despuntados…; también podían encontrarse empuñaduras herrumbrosas y deterioradas; cazoletas y gavilanes de diversas formas y tamaños. Había por allí numerosos tahalíes de variado aspecto y cinturones de cuero de diferentes gruesos y medidas, colgados de una serie de clavos que se alineaban a lo largo de una pared tiznada de un color negruzco por causa del humo que desprendía una fragua que había en la parte frontera, a cuyo lado se encontraba un montón de carbón de regular tamaño. Había también un fuelle de pie y varios de mano, y cuatro yunques de diferentes formas y tamaños, martillos, diversas herramientas y variados herrajes propios del oficio.

Contrastaba el desorden del taller con la limpieza de un aposento situado en la parte trasera, aquella habitación era como el sancta sanctorum del maestro Grijalbo. Allí todo era orden y pulcritud. Había una amplia y sólida mesa y varias sillas, también un hornillo de barro, de los llamados anafes, en cuyo interior alumbraban carbones encendidos. En una alacena con puertas de celosía guardaba el espadero algunas provisiones de boca y cacharrería para cocinar. Allí el artesano improvisó el desayuno con el que obsequió al capitán Santa Cruz.

—¿Qué es lo que deseáis saber de doña Elena de Zúñiga, don Gonzalo?

—¡Todo lo que podáis contarme!

—Bien, en ese caso, aunque no es mucho lo que sé, empezaremos por el principio. Como ya os he dicho, su padre es don Guillén de Zúñiga, quien durante muchos años fue asentista de los ejércitos del rey nuestro señor. Lo fue hasta que quedó arruinado tras una de las campañas de Flandes, me refiero a la que al final terminamos entregándole a los franceses el Franco Condado, la que dirigieron el príncipe de Condé y don Juan José de Austria. La corona no fue capaz de hacer frente a los asientos que le consignó a don Guillén. Se decía por entonces, de eso hace como siete u ocho años, que el padre de doña Elena perdió más de un cuento de ducados; algunas de las voces que corrieron hablaban de que eran casi dos. ¡Os imagináis, don Gonzalo, casi dos millones de ducados! En medio de aquella desgracia falleció la esposa de don Guillén. Todo esto que os relato ocurrió en Flandes, aunque no sabría deciros el lugar exacto. Y como las desgracias nunca vienen solas, en el viaje de regreso a la península, a la que volvía arruinado y viudo, perdió a los dos hijos varones de su matrimonio. Sólo le quedó doña Elena, que era la mayor.

Grijalbo se detuvo un momento, sorbió ruidosamente de su tazón de chocolate e invitó al capitán a que despachase su jícara y diese cuenta de la bizcotela que le había puesto por delante. Don Gonzalo, aunque tenía poco apetito, obedeció la instrucción y realizó un elogio tanto de la bebida, como del monjil dulce. Pero lo que estaba agradeciendo de veras era el caudal de información que el espadero le proporcionaba.

—Si vierais a don Guillén, parece mucho más viejo de lo que es y, aunque ya no es un mozo, tiene el aspecto de un anciano mucho mayor que los cincuenta y pico de años por los que debe andar. Yo, que tendré su misma edad, parezco un chiquillo a su lado. Fueron muchas las desgracias que se le acumularon y los padecimientos que hubo de sufrir. Estoy convencido de que si vive es por el estímulo que le proporciona doña Elena, que es su única alegría y consuelo. En la época de su ruina hubo de realizar todos sus bienes para hacer frente a acreedores y embargos. Incluso las que hoy constituyen las casas de su morada sólo son una pequeña parte de lo que fueron en otra época, que era uno de los más hermosos palacios de esta villa.

—Recuerdo, efectivamente, que cuando yo volví de Flandes hubo varias quiebras sonadas. Entre ellas las de algunos banqueros portugueses, que venían financiando a la corona desde la época del valimiento del conde-duque de Olivares —comentó el capitán.

—Cierto es lo que dice vuesa merced, fue en aquel entonces cuando se produjo también la quiebra de Zúñiga, quien logró, en medio de la dificultad, dejar limpio su nombre. Pagó a todos y aunque su vida cambió por completo, le quedó un honesto pasar para salir adelante. Desde entonces hacen una vida sencilla y con cierto acomodo que, desde luego, nada tiene que ver con la de antaño. Don Guillén apenas sale de casa, salvo para cumplir con sus obligaciones religiosas, lo que hace con puntualidad, mientras que doña Elena suele acudir a diario a la parroquia de San Miguel y visita asiduamente el mercado de la plaza del Conde de Barajas, acompañada de esa dueña que habéis visto junto a ella.

El espadero quedó callado y fijó su mirada en las uñas de su mano derecha, cuyos dedos había extendido. Estaban roídas en sus puntas y fileteadas de negro.

—Doña Elena es dama limosnera dentro de sus posibles y, desde luego, caritativa y compasiva con los dolores y males ajenos. Es también una mujer de costumbres… de costumbres extrañas.

—¿Costumbres extrañas? ¿Por qué decís eso? —preguntó intrigado Gonzalo.

—Porque se dedica a cosas que son poco adecuadas para una mujer —comentó el espadero bajando el tono de voz, como si fuese una confidencia que no debían escuchar otros oídos.

Un poco amoscado, Santa Cruz insistió en su pregunta:

—¿Qué es ello, Grijalbo?

—Veréis, señor, es que es algo raro, algo que se sale de lo corriente —la actitud que había adoptado el maestro espadero, que tan locuaz se había mostrado hasta entonces, parecía que trataba de ocultar algún vicio de doña Elena, la cual, por el tono que había empleado hasta entonces, diríase que era objeto de su admiración.

—¿Queréis decirme de una vez a qué os estáis refiriendo? ¡Os juro por mi santo patrón que habéis logrado ponerme en ascuas!

—No es que yo lo critique, pero ya sabe vuesa merced que ciertas gentes, cuando alguien hace algo que se sale de lo corriente, hablan, hacen comentarios, dicen cosas. Vuesa merced, que es hombre de mundo, ya sabe a qué me quiero referir cuando le estoy diciendo esto.

—¡Pardiez, Grijalbo, que no sé qué es lo que insinuáis! ¡Estáis consiguiendo sacarme de mis casillas!

—¡Señor, lo último que yo desearía en este mundo es enojar a vuesa merced!

—¡Pues entonces, decidme de una maldita vez qué es eso tan extraño a lo que se dedica doña Elena de Zúñiga!

—¡Doña Elena pinta! ¡Es pintora! —Grijalbo soltó aquella exclamación en voz baja, como quien ha desvelado un secreto inconfesable.

Después de un primer momento de perplejidad, el capitán prorrumpió en sonoras y estruendosas carcajadas. El espadero, sin saber muy bien por qué, también empezó a reír, sin poder contenerse. Pasado un rato Santa Cruz exclamó:

—¡A fe mía, Grijalbo, que es cosa ciertamente extraña y una grave ofensa a Dios que una mujer maneje los pinceles como si se tratase de un hombre!

El maestro, que aún tenía la sonrisa dibujada en sus labios, dio un cambio radical a su semblante. Se puso muy serio, hasta un punto enfadado:

—¡Supongo que vuesa merced me está tomando el pelo y se está burlando de mí!

—Jamás me permitiría yo tal cosa respecto de vuesa merced, pero por el amor de Dios que no he podido dejar de sorprenderme por vuestro tono y vuestra actitud para comunicarme tal cosa. ¿Qué hay de malo en ello? ¿Qué pecado se comete porque una mujer pinte, si ése es su deseo?

—¡Eso mismo digo yo, don Gonzalo! ¿Qué hay de malo en ello? ¡Si doña Elena quiere pintar que lo haga, pero…!

—¿Es que hay un pero?

—Veréis, es que el padre Anselmo, que es como se llama el párroco de San Miguel, no es de la misma opinión y sostiene que una mujer ofende a la Santísima Trinidad cuando realiza menesteres y tareas que están encomendadas, por decisión de Dios Nuestro Señor, a los hombres. Tareas como son, dice el padre Anselmo, entre otras la pintura, la escultura, el componer piezas de teatro o escribir novelas. Estas afirmaciones del padre Anselmo, quien ha llegado a proferirlas en varias ocasiones desde el púlpito en misa mayor, en sus prédicas en días de fiesta de guardar, cuando es muy numerosa la concurrencia de feligreses, han creado cierto ambiente que ha dañado el buen nombre de doña Elena. Y aunque hay muchos vecinos que no comparten lo que afirma el susodicho padre, el ambiente se ha enrarecido un poco en los últimos tiempos.

En los ojos del capitán se posó un velo de tristeza que acabó en una exclamación que rezumaba resignación:

—¡Cuánto nos queda por aprender y cuánto tiempo necesitaremos para que estas cosas no ocurran en nuestra patria! ¡Amigo Grijalbo, estamos perdiendo el paso de los tiempos y eso acabaremos pagándolo aún más caro que nuestras derrotas militares!

—No sé muy bien a qué se refiere vuesa merced…

El capitán le miró fijamente a los ojos:

—Nada, Grijalbo, cosas mías. Eres un buen espadero y un buen hombre. Esta tarde mandaré a por Ferol. Espero que para entonces la hayáis compuesto como sólo vos sabéis hacerlo.

—Contad con ello.

El capitán se levantó del tosco escabel que le había servido de asiento y encaminó sus pasos hacia la salida. Al llegar al umbral de la puerta se volvió y, con mirada agradecida, le dijo al artesano:

—No sabéis cómo os agradezco todo lo que me habéis contado. Quedad con Dios.

—Que Dios os acompañe, capitán. Ha sido un placer el rato que he compartido con vuesa merced.

Mientras Gonzalo bajaba por la Cava de San Miguel llevaba el corazón henchido de gozo. Lo que desde hacía tiempo había considerado una quimera acababa de tomar forma aquella mañana de primavera. Una mañana que era apacible y estaba llena de una luminosidad que lo inundaba todo y hacía que los colores luciesen esplendorosos. A dichas sensaciones colaboraba sin duda la alegría de su espíritu.

No pudo evitar el esbozar una sonrisa cuando recordó los problemas que Grijalbo había tenido para confesarle que Elena de Zúñiga pintaba. ¿Qué pintaría? ¿Qué sería lo que sus pupilas captaban para llevar a la tabla o al lienzo? ¿Cuáles serían sus gustos? ¿Por dónde se inclinarían sus preferencias artísticas? Aquellas preguntas le condujeron a una realidad contundente. Estaba enamorado de una mujer de la que no sabía absolutamente nada. Durante años había estado enamorado de alguien que había creado su imaginación a partir del embeleso que una mirada arrebatadora, que un par de ojos verdaderamente hechiceros le habían producido una lejana tarde en una de las ciudades con menos encanto de cuantas había conocido. Sintió miedo de que la realidad le alejase de los caminos por donde le había conducido una imaginación desbordada por el misterio de lo desconocido.

Cuando pasó por delante de la casa donde vivía la mujer que amaba, que había pasado de ser una ilusión vana a convertirse en una realidad que le había provocado una de las mayores sorpresas de su vida, no pudo dejar de mirar hacia su puerta, sus balcones y sus ventanas. Era casa de discreta apariencia. Los postigos, entornados, dejaban ver las celosías que guardaban de las miradas de curiosos, como la suya en ese momento, lo que la vida deparase en el interior de aquellos muros. Allí vivía la mujer que amaba. Allí latía su corazón y tenían lugar los actos cotidianos de su existencia.

Caminaba ya hacia su casa pensando que había de enterarse del horario de misas de la parroquia de San Miguel. Acudir a misa era la forma más adecuada para volver a ver a doña Elena, aprovechando que la práctica de sus devociones la llevaban cotidianamente, según le había dicho el espadero, a oír misa en aquella parroquia.

Estaba de un humor excelente cuando entró en su casa. Más que contento, estaba exultante. Llamó a gritos a su tía:

—¡Tía! ¡Tía Casilda! ¡Tía Casilda! ¿Dónde andas?

Desde el piso de arriba le llegó la respuesta:

—¡Alabado sea Dios! ¡Menos mal que has llegado!

A Gonzalo le extrañaron aquellas exclamaciones. Más aún cuando vio que doña Casilda bajaba las escaleras aceleradamente.

—¿Ocurre algo? —preguntó inquieto el capitán.

—¿Tú me lo preguntas? ¿Acaso no sabes nada?

—No, no sé nada, ¿qué es lo que ha ocurrido?

Sofocada por el esfuerzo doña Casilda le espetó sin preámbulos:

—Pensaba que ya te habrías enterado de algo, porque yo lo que es saber, lo que se dice saber de lo que quiera que ocurra, no sé nada. Pero algo gordo ha debido de pasar a tenor de los recados enviados por don Bernardo Patiño.

—¿Qué es lo que sabes? —el capitán se había puesto serio.

—Pues que poco después de que te marchases a casa de Azpeitia… ¿no te han encontrado allí?

—No, no me ha buscado nadie —fue la respuesta del capitán.

—… Pues vinieron preguntando si estabas en casa porque ha debido de ocurrir algo que, al parecer, es de suma gravedad.

—¿Y qué es ello? ¡Por los clavos de Cristo! —Gonzalo estaba a punto de perder la paciencia.

—Ya te he dicho que no lo sé. Lo que puedo decirte es que cada media hora, poco más o menos, han venido preguntando por ti de parte de don Bernardo.

—¿Nada te han dicho de lo que quiere?

—Nada en absoluto.

En aquel momento sonó con fuerza el golpe del aldabón de la puerta. Quienquiera que llamase, tenía prisa por que le abriesen.

—¡Ya va! ¡Ya va! ¡Qué modos! —el propio Gonzalo acudió a abrir.

—Seguro que es otro recado de don Bernardo —auguró doña Casilda.

Así era. Un criado de Patiño, que pidió excusas por los modos, puso en conocimiento del capitán que don Bernardo necesitaba verle con la máxima urgencia.

—Pero ¿qué es lo que ocurre para que tu señor se ande con estas prisas?

—No podría deciros, capitán, qué es lo que le ocurre, pero está desasosegado, casi fuera de sí. Yo, que llevo más de veinte años a su servicio, no lo he visto nunca del modo en que está.

—¿Y dices que ignoras qué es lo que le tiene en ese estado?

—Así es, señor, aunque me lo imagino.

—¿Puede saberse qué es ello?

El criado puso cara de sorpresa ante la nueva pregunta del capitán.

—¿Cómo? ¿Acaso no sabe vuesa merced lo que ha ocurrido? Se trata de algo que ya es del dominio público y que por todas partes las gentes se hacen lenguas de ello.

—¡No! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Habla de una vez! ¡No sé qué es eso que parece ser que ya sabe todo el mundo!

—Han ejecutado a don José Malladas.

—¿Que han ejecutado a Malladas, dices?

—En efecto, señor.

—Pero ¿cómo ha sido eso? Conozco las voces que corrían sobre un supuesto plan para asesinar al padre confesor, que le habían detenido, pero que le habían puesto en libertad porque no había pruebas que le inculpasen. Todo eso me lo contó el propio Patiño.

—Así es, señor. Al parecer le detuvieron ayer por la tarde y le llevaron preso a la cárcel real, donde le han dado garrote vil.

—Sin más, sin proceso y sin sentencia.

—Así parece que ha sido, señor.