Poco después de mediodía, y tras unas jornadas agotadoras, el capitán Gonzalo de Santa Cruz y el mensajero que le había acompañado en el viaje desde La Coruña llegaban a Madrid. Era el jueves 31 de mayo y en la Villa y Corte, como en toda España, se celebraba la festividad del Corpus Christi. Entraron por el camino de Alcobendas, cruzando la puerta de Fuencarral. Dejaron a su derecha el noviciado de los jesuitas y recorrieron la calle de los Convalecientes, que muchos empezaban ya a denominar de San Bernardo. En la plazuela de Santo Domingo se separaron. El mensajero encaminó sus pasos por el postigo de San Martín hacia la Red de San Luis, mientras que el capitán se dirigió al Juego de Pelota, cruzó los Caños del Peral y subió por la calle del Arenal hasta la plazuela de Salenque, que era donde estaba la casa de don Bernardo Patiño.
El rostro del capitán reflejaba el esfuerzo de aquellos días en los que no había hecho sino cabalgar mucho, dormir poco y comer mal. Sus vestimentas tenían un color indefinido como consecuencia del polvo que habían recibido. Un criado le introdujo en el gabinete de trabajo de don Bernardo y allí aguardó breves minutos hasta que apareció el secretario de su alteza. La gruesa humanidad de Patiño iba cubierta con una amplia hopalanda de color negro que le cubría desde el cuello hasta los pies. Tenía la cabeza cubierta con una especie de gorro que se ajustaba a la forma de su cabeza.
Recibió a Gonzalo con vivas muestras de satisfacción:
—¡Mi querido amigo, no esperaba veros por aquí! ¡Al menos no esperaba veros tan pronto! ¡Decidme, decidme cómo queda su alteza y qué buenos vientos son los que os traen hasta la corte!
Santa Cruz esbozó una sonrisa y estrechó la mano de Patiño, después de quitarse un pesado guante de piel de becerro.
—Acabo de llegar a Madrid, después de cinco días que son los que hace que salí de La Coruña y en los que apenas he hecho otra cosa que cabalgar. Os puedo asegurar, mi buen don Bernardo, que mis huesos pueden dar fe de ello. ¡Estoy molido!
—¡Disculpad mi descortesía, don Gonzalo! ¡Es algo imperdonable! ¡Tomad, tomad asiento y poneos cómodo a vuestro gusto! —se asomó a la puerta del gabinete y llamó a voces:
—¡Marta! ¡Marta! ¡Marta, ven presto! ¿Dónde se habrá metido esta perezosa?
La sirvienta que había sido requerida acudió rápidamente:
—¿Llamabais, don Bernardo?
—Capitán, ¿un refresco?, ¿un sorbete?, ¿aloja?, ¿agua de limón azucarada?, ¿alguna cosa que desee vuesa merced tomar y que yo pueda ofreceros?
—Os agradecería un poco de agua fresca. Mi garganta tiene tanto polvo como mis vestiduras.
—¡Ya has oído, holgazana! ¡Rápido!
—Su alteza —comentó el capitán— se encuentra en excelente forma, aguardando… aguardando… digamos aguardando acontecimientos para tomar una decisión respecto a su futuro, ¿comprendéis?
—Perfectamente, mi querido amigo.
—Mi presencia en esta corte —Santa Cruz iba directo al grano— está relacionada con algunos encargos que me ha encomendado su alteza. Entre ellos está el de entregar estos pliegos a vuesa merced —el capitán alargó a don Bernardo la carta que le había sido encomendada y éste la depositó sobre un bufetillo que había cerca del sillón en que estaba sentado.
Patiño puso a Gonzalo, de forma breve, al corriente de los últimos sucesos acaecidos en Madrid. Lo más importante se refería a la puesta en libertad de José de Malladas, ya que no se habían podido probar los cargos que el difunto Saint-Aunais había lanzado contra él. Todo aquello había levantado una tremenda polvareda y una gran polémica acerca de la credibilidad que había de darse a las declaraciones de un moribundo. El debate había llegado hasta los púlpitos, donde se habían puesto de manifiesto posturas encontradas. En Madrid apenas se hablaba de otra cosa en aquellos días, pese a la salida de la presidencia del Consejo de Castilla y el consiguiente destierro del duque de Pastrana, quien había caído en desgracia, acusado de ser partidario de su alteza.
—¿Quién ostenta ahora la presidencia de Castilla y adónde ha ido a parar Pastrana? —preguntó, vivamente interesado, Santa Cruz.
—El nuevo presidente es don Diego Sarmiento de Valladares, obispo de Plasencia y sobre todo un adicto a Nithard, quien así controlará ese consejo. Por lo que respecta al duque, se ha marchado a su villa de Pastrana, donde podremos localizarle para cualquier asunto. No está a mucho más de diez leguas de esta corte, que ha sido la distancia mínima a la que puede acercarse a Madrid, impuesta en la orden de destierro.
El capitán se interesó por la actitud del valido:
—¿Tiene vuesa merced conocimiento de cómo ha encajado el padre confesor la noticia de que tramaban asesinarle?
—Al parecer no ha dado mucho crédito a las afirmaciones hechas por Saint-Aunais, aunque no sé si se trata sólo de apariencias. Sin embargo, debe andar con cierto desasosiego. No realiza un movimiento sin la protección de una fuerte escolta, y mantiene cerca de su persona gentes de confianza que le vigilan de noche y de día. Se ha difundido por todo Madrid el escándalo producido hace un par de días cuando, sin más razones que las de su imaginación, el valido salió pidiendo auxilio a gritos porque creía que le iban a asesinar.
—¿Cómo fue ello?
—Pues veréis, había recibido a un veterano de Flandes, quien le pidió audiencia con el propósito de que se le reconociese una pensión. Cuando el soldado echó mano a su pecho para sacar los papeles que acreditaban sus servicios, Nithard pensó que se trataba de un arma asesina, por lo que, ante la sorpresa del militar, salió del despacho, dando gritos y pidiendo auxilio. El soldado pasó un mal trago hasta que todo quedó aclarado. Aparte de lo grotesco del caso, la situación pone de manifiesto hasta dónde el desasosiego ha hecho presa en el teatino.
—Veo que la tensión es la nota que domina por ahora.
En ese momento llegó hasta ellos el sonido majestuoso de dos campanadas dadas en el reloj que había en el portal de la casa. Fue como un aviso para don Bernardo, quien pareció inquietarse. Sin ninguna explicación se puso de pie, dando a entender que daba por concluida la reunión:
—Habréis de perdonar a este viejo chocho, don Gonzalo, he entretenido demasiado a vuesa merced después de tan duras jornadas, como vuestro aspecto pone de manifiesto. Tendréis como el mayor de vuestros deseos llegar a casa, asearos y descansar.
Comoquiera que Patiño se había puesto en pie, el capitán también se levantó:
—No debe vuesa merced preocuparse, no hay nada que no remedie una buena comida y una buena cama, agradezco vuestro interés.
—Celebro que así sea, mi querido amigo. También yo he de agradeceros esos pliegos que me habéis hecho llegar con tanta diligencia —mientras decía esto don Bernardo no paraba de caminar hacia la puerta. Allí despidió sin mucho protocolo al capitán, quien, un tanto amoscado con aquella actitud, dirigió sus pasos hacia la plaza de la Cebada, camino de su casa.
Cuando llegó al remanso de paz que era su hogar, la tía Casilda lo recibió con alegría desbordada, y sin pérdida de tiempo dispuso que una de las criadas de la casa preparase una tina con agua templada y ropa limpia y que Sancho, el sirviente y recadero, se hiciese cargo del caballo del capitán, mientras ella se afanaba en la cocina para darle un banquete de bienvenida a su sobrino.
Mientras esto ocurría en la casa de la plaza de la Cebada, don Bernardo Patiño recibía una visita que, por un golpe de la fortuna, se había retrasado el tiempo suficiente para que Santa Cruz no coincidiese con ella. Conocía lo suficiente al capitán como para saber que hubiese manifestado su contrariedad y que habría hecho preguntas embarazosas. Su alteza le tenía bien advertido al respecto.
Aquel militar de acrisoladas virtudes no entendía que la lucha cortesana y la trama de la política necesitaba procedimientos y actuaciones que para ponerlas en práctica era necesario olvidarse de algunas actitudes que para él constituían un catecismo de obligado cumplimiento. En varias ocasiones habían sostenido agrias discusiones al no considerar honestas ciertas actividades que su alteza o que gente por encargo suyo debía llevar a cabo para alcanzar objetivos concretos. En todo caso eran cuestiones menores las que habían dado lugar a aquellos debates. ¡Si llegase a tener conocimiento de ciertas cosas…!
Quien poco después de las dos y media llegaba a la casa de Patiño era José de Malladas. El propio don Bernardo le había mandado llamar para tratar con él ciertos asuntos de gran importancia. El retraso se debía a que unos matones a sueldo de los acreedores que le acosaban, le habían amenazado con romperle las piernas si en el plazo de una semana no pagaba los doscientos ducados que constituían aquella deuda. Se desembarazó como pudo de aquellos rufianes, pero ello le obligó a entretenerse algunos minutos.
Marta, la sirvienta, hizo pasar al aragonés al mismo gabinete donde don Bernardo había recibido a Santa Cruz. Cuando Patiño acudió, tras una espera considerable —deseaba mostrarle de aquella manera su enfado por la tardanza, aunque hubiese resultado providencial—, le expresó su enfado por el retraso y le trató como a un sirviente.
—Habéis de saber, señor mío, que no dispongo de todo el día para reunirme con vos. Además, se trata, como os hice saber esta mañana, de un asunto de sumo interés para vos.
Malladas intentaba excusarse lo mejor que podía:
—Lamento haberos hecho perder un tiempo que sé que en vuestro caso es siempre precioso, pero he tenido un encuentro no deseado. Os pido mil perdones.
Patiño no quiso cargar las tintas, en el fondo consideraba que el retraso que se había producido en aquel encuentro era lo mejor que podía haber ocurrido.
—Bien, no perdamos un instante más, que el tiempo y las circunstancias apremian, aunque mejor sería decir que os apremian a vos. Sabéis mejor que nadie que vuestra situación, aquí en Madrid, es cada día más complicada.
—No creo que sea hoy más de lo que ya lo era ayer —protestó tímidamente Malladas.
—Os equivocáis. Acomodaos —hasta ese momento no le había invitado a tomar asiento— y escuchadme con atención. Esta mañana, cuando salía de la iglesia de San Felipe del convento de los padres Agustinos, después de oír misa, se me acercó un individuo al que no conocía y que me aguardaba en el cancel. Me dijo traer recado urgente de una persona que goza de toda mi confianza. No os revelo su nombre por razones de prudencia. «En ese caso os espero en mi casa dentro de media hora», fue la respuesta que di a su propuesta. —Patiño parecía haber perdido el malhumor con que había recibido al aragonés—. Me pareció que no fue de su agrado aquel pequeño retraso, según la expresión de contrariedad de su rostro, aunque no hizo ningún comentario y se limitó a asentir. «Dentro de media hora estaré allí», fue su escueta respuesta y se marchó en dirección a la Puerta del Sol. Lo que me ha comunicado nos incumbe a todos, pero fundamentalmente a vuesa merced, cuya vida corre serio peligro.
Malladas no pudo disimular la turbación que le produjeron aquellas últimas palabras, aunque trató de quitarles importancia:
—No creo que esté en peores condiciones que cuando días pasados me detuvieron. No pudieron probar absolutamente nada y la falta de crédito de Saint-Aunais hizo que unas declaraciones como las suyas apenas tuviesen valor.
Don Bernardo, a quien la interrupción no le había gustado, miró a su interlocutor fijamente:
—Creo que confiáis en exceso. Ciertamente no os deseo ningún mal, pero me preocupa que de vuestra confiada actitud puedan derivarse problemas y peligros que nos afecten a todos. Escuchadme atentamente y no me interrumpáis. Por alguna circunstancia que aún no conocemos, el círculo de adeptos de Nithard ha tenido conocimiento de que vuestro acercamiento al valido, después de la ruptura que se había producido anteriormente, no tenía como objetivo volver a la colaboración con su persona y lo que representa, sino que dicho acercamiento forma parte de un plan cuyo último beneficiario es su alteza. ¡Vamos, para que nos entendamos, saben que sois un hombre al servicio de don Juan! ¡Un espía que trabaja para él!
—Si tienen esas sospechas —Malladas volvió a interrumpirle—, ¿por qué me habéis citado en vuestra casa? En el supuesto que estáis planteando es muy probable que esté sometido a vigilancia y el hecho de venir aquí no haría sino certificar esas sospechas.
Con la contrariedad dibujada en el rostro Patiño intentó no perder el sosiego:
—Mi querido amigo, habéis hecho un razonamiento impecable. Sólo tiene un punto débil. Las gentes de Nithard no albergan duda ninguna acerca del bando en el que estáis. Por eso da igual que os vean entrar en mi casa. Vuestro error estriba en pensar que sólo tienen sospechas. La información que yo he recibido dice que andan ya tras vuestros pasos para deteneros. Sólo están buscando el pretexto para hacerlo.
—¡Pues entonces, señor mío, acabáis de dárselo, haciéndome venir aquí! —Malladas estaba enfadado.
—¡Os equivocáis de nuevo! —Don Bernardo se puso en pie—. ¡Las noticias que os estoy facilitando son para vuesa merced una tabla de salvación! ¡Otra cosa es que vuestra tozudez os impida asiros a ella!
—¡Podíais haberme hecho llegar lo que me estáis comunicando a través de una carta! —replicó un alterado Malladas.
—¿Cree vuesa merced que habría servido de mucho? ¡Os mostráis incrédulo incluso haciéndooslo saber de forma directa! ¡Además una carta, si cae en poder de nuestros enemigos, podría crearnos problemas aún mayores de los que ya tenemos! —don Bernardo estaba alterado—. Escuchadme atentamente y, por segunda vez os digo que no me interrumpáis hasta que haya concluido. —Patiño trataba de dar sosiego a su voz—: La muerte de Saint-Aunais ha hecho que cunda la alarma en las filas nithardistas. Menos mal que el marqués era persona de poco crédito, porque de lo contrario… A pesar de ello, sospechan de todo. Han redoblado la vigilancia y tomado medidas en torno a la seguridad del valido y hasta de la propia reina, que se cree amenazada. Muchos de ellos están convencidos de que el marqués decía la verdad sobre vuestra propuesta cuando le citasteis en el mesón del Moro. Os habéis salvado porque el presidente del Consejo de Castilla, el duque de Pastrana, ejerció toda su influencia para que, al no poder probarse los cargos que pesaban contra vos, tuviesen que poneros en libertad. Pero eso no significa que dejéis de estar en el punto de mira de aquellos que os involucran en este asunto. Habéis acertado cuando habéis dicho que estáis sometido a vigilancia. Si lo que habéis dicho era una suposición, yo os lo confirmo. Aprovecharán una circunstancia que les sea propicia para prenderos y encarcelaros.
—¡Tendrán que ponerme otra vez en libertad! ¡No tienen pruebas!
Patiño le miró con dureza:
—¡Dejadme concluir! No os pondrán en libertad —continuó el secretario de don Juan José de Austria— porque ya no está Pastrana en la presidencia de Castilla. Desde hace unos días ocupa su puesto don Diego Sarmiento de Valladares, un afecto a Nithard y que, además, ha capitaneado el grupo de los que no tienen dudas de que vuesa merced está metido de lleno en el asunto de la muerte de Saint-Aunais y en el plan trazado para asesinar a su ilustrísima. Estando así las cosas, y puedo aseguraros que en los próximos días se elevará el grado de crispación que hoy agita la vida de esta corte, os voy a dar un consejo que en cierto modo es también una orden, por cuanto es mucho lo que nos jugamos en ello. Deberéis abandonar Madrid lo antes posible. Si no puede ser hoy mismo habrá de ser mañana con las primeras luces del día —don Bernardo estaba ordenando más que aconsejando—. Vuestro destino será el de vuestra propia tierra aragonesa. Hay dos razones fundamentales para que así sea: la primera, porque en caso de complicaciones los fueros de aquel reino jugarán a vuestro favor; la segunda, porque habréis de resolver un asuntillo en dicha ciudad.
Sin esperar la conformidad de Malladas, don Bernardo, que continuaba de pie, se acercó hasta una gaveta y tomó de un cofrecillo un buen puñado de monedas de oro. Contó cincuenta, cuyo valor se elevaba a doscientos ducados, y las introdujo en una bolsa. Luego tomó un papel que ya tenía previsto y doblado, y antes de introducirlo en la bolsa de las monedas, agitándolo en su mano, dijo al aragonés:
—Aquí están las instrucciones del trabajo que habéis de hacer en Zaragoza, es cosa de escasa monta, que os llevará poco tiempo y menos esfuerzo; también lleváis esos ducados para vuestros gastos.
Entregó la bolsa a Malladas, quien la tomó en silencio y la guardó en su jubón sin decir una sola palabra, asumiendo con ello la propuesta que Patiño le había hecho. Los ducados parecían haber disipado todas sus dudas.
Don Bernardo le preguntó sin rodeos:
—¿Partiréis hoy o mañana?
—Será mañana porque he de dejar resuelto un asunto que tengo pendiente.
—Tened mucho cuidado. Aunque vuestro destino es Zaragoza, una vez que hayáis cumplido el encargo que lleváis en ese papel podréis apartaros a cualquier lugar de aquel reino, pero eso es algo que queda a vuestra elección.
Cuando Malladas salió de casa de Patiño era primera hora de la tarde y hacía una temperatura primaveral. Corría una brisa agradable y el cielo era de un azul inmaculado. Pensaba que las cosas no estaban tan negras como las veía el secretario de su alteza. Lo que vio en la plaza venía a confirmar que la vigilancia sobre él, si es que la ejercían, no era tan estricta. Allí había media docena de arrapiezos que correteaban jugando a pídola. Mientras llenaban sus cántaros en la adornada fuente que se alzaba en el centro de la plaza, varias mujeres se peleaban a gritos con un aguador que, al parecer, había intentado esgrimir un inexistente derecho de preeminencia para llenar su panzudo cántaro. En un primer momento trató de enfrentarse gallardamente al mujerío allí concentrado pero muy pronto, ante los denuestos y las burlas con que fue recibido, optó por un repliegue estratégico. Completaban el panorama un maestro carretero y dos oficiales que se concentraban en reparar las dos ruedas del lateral de una carreta. Sudaban lo suyo para colocar a golpe limpio el fleje de hierro que configuraba el aro de rodadura de una de las ruedas. Allí, nadie allí ejercía funciones de vigilancia sobre su persona.
De todas formas —pensaba Malladas— no le vendría mal cambiar de aires por una temporada hasta que pasase el temporal que se había desatado. Todo apuntaba a que en los próximos días la tensión iba a subir de tono, él no sabía cuáles eran los motivos, pero don Bernardo, que era una de las personas mejor informadas de la corte, no se lo podía haber dicho más claro. También se había percatado de que, llegado el caso, no podría contar con el apoyo de los donjuanistas, Patiño también se lo había dejado claro al comentarle el relevo del duque de Pastrana en la presidencia de Castilla. Con doscientos ducados de oro en el bolsillo, lo que constituía una pequeña fortuna, tendría para vivir holgadamente muchos meses, incluso un año si se administraba bien. Su mujer se quedaría en Madrid y no sería una carga para él. Aquella zorra contaba con recursos suficientes para ganarse la vida. No sabía muy bien por qué le había dicho a Patiño que no abandonaría Madrid hasta el día siguiente; en realidad, no tenía nada pendiente, ni gran cosa que hacer. Tomaría una colación en uno de los mesones de la calle de Carretas y luego, antes de recogerse en su casa, para comunicar a su esposa la inesperada partida, que le explicaría como un servicio urgente en Extremadura, y preparar lo imprescindible para el viaje, iría a dar un paseo por la calle de Alcalá y por el Prado de los Recoletos y de San Jerónimo, para ver y ser visto. Allí, como cada tarde de primavera, acudirían multitud de coches y de carrozas, damas emperifolladas y caballeros dispuestos a hacer el estribo. Allí se daría cita todo Madrid.
Embebido en aquellos pensamientos José de Malladas no se percató de que cuando ganó la calle del Arenal y encaminó sus pasos hacia la puerta del Sol dos individuos que parecían matar el tiempo le siguieron a cierta distancia, confundiéndose entre las gentes que se dirigían hacia la plaza donde confluían algunas de las más importantes calles de Madrid.
Aquella misma tarde, antes de que don Bernardo Patiño se preparase para acudir a su cotidiana misa vespertina —tenía la costumbre inveterada de oír misa tanto por la mañana como por la tarde, la una por las benditas ánimas del purgatorio y la otra por sus intenciones particulares—, recibió un correo de su alteza traído por el mismo mensajero que había enviado a La Coruña. Al instante supo que se trataba de algún asunto de los que su alteza no deseaba que el capitán Santa Cruz tuviese conocimiento. Por esa razón sabía, antes de abrir el papel, que algo poco confesable habría que poner en marcha.
Patiño actuó con naturalidad ante el mensajero, un profesional que era persona de confianza y entregado a la causa de su alteza, como tantos otros vecinos de la Villa y Corte. No hizo ningún comentario sobre lo extraño que podía resultar el hecho de que, viniendo también el capitán, se le hubiese confiado a él un mensaje. Hizo observaciones laudatorias cuando el mensajero ponderó la resistencia y capacidad como jinete del capitán Santa Cruz, cantando también las virtudes de que hizo gala a lo largo de las cinco jornadas invertidas en recorrer el camino real que discurría desde la ciudad gallega hasta Madrid.
—¡Como un profesional, don Bernardo! ¡Como un profesional!
—No olvidéis que don Gonzalo es militar, acostumbrado a la dureza de su empleo, aunque ahora se encuentra alejado de las tareas propias de la milicia.
Pagó generosamente al correo sus servicios y le despidió con palabras amigables. Nada más salir el mensajero, don Bernardo se encerró en su gabinete y abrió el mensaje que su alteza no había querido confiar al capitán Santa Cruz.
Era un texto corto. Apenas una docena de líneas que venían en cifra. Tomó la clave que escondía en la guarda de un tomo titulado De bello gallico, de César. Lo descodificó con facilidad y leyó su contenido. Cuando hubo concluido quedó sumido en profundas reflexiones. Lo que le habían revelado aquellas líneas le obligaba a poner en marcha un plan para el que apenas disponía de tiempo. En su rostro se reflejaba la preocupación que le embargaba. Tras un largo rato de meditación alguna luz debió de alumbrar su mente porque no pudo contener una exclamación:
—¡Por los clavos de Cristo, tal vez no sea demasiado tarde!
No pudo asistir a la celebración de los solemnes oficios religiosos de tan señalado día. Se puso a trabajar con una energía impropia de una persona de su edad, a la vez que daba órdenes muy concretas a tres de los criados de la casa para que localizasen y llevasen a su presencia, con toda premura, al Riquelme. Luego, llamó a Marta, la sirvienta, para que buscase a su nieta Inés. La chiquilla acababa de cumplir los seis años y era el propio don Bernardo quien le estaba enseñando a escribir. Ya había aprendido lo suficiente como para que desde hacía algunas semanas uno de los ejercicios que su abuelo le obligaba a practicar a diario fuese la copia de un texto con el que poco a poco fuese soltándose. En esta ocasión, en lugar de hacerlo sobre la página de un libro, como era habitual, trabajó sobre una carta que su abuelo acababa de escribir con primorosa caligrafía. La chiquilla todavía tenía grandes dificultades para juntar las letras y desde luego a duras penas entendía lo que escribía, pero cuando hubo concluido la tarea su abuelo estaba tan satisfecho que le dio cuatro maravedíes para que se regalase con unas arropías.
Las pesquisas de sus criados dieron el resultado apetecido porque al cabo de una hora el Riquelme estaba en su presencia. Como don Bernardo había supuesto, le habían encontrado en un garito de tahúres, jugando a los naipes. Sin perder tiempo en saludos ni otras explicaciones, le dio instrucciones muy precisas sobre el trabajo que le encomendaba. Se las repitió hasta tres veces para que no olvidase ningún detalle y le ponderó la importancia del asunto. Con todo, para el Riquelme lo más importante fueron los cinco ducados que le prometió por aquel trabajo, en apariencia sencillo, si aquella misma noche volvía para confirmarle que ya lo había ejecutado.
Ya se iba el Riquelme cuando Patiño le recordó:
—Ya sabes, has de asegurarte de que reciba esa carta hoy mismo, pero no debes ser tú quien se la entregue. Si sigues al pie de la letra todo lo que te he dicho no tendrás problemas. Lo encontrarás en la iglesia del convento de la Concepción Jerónima.
—¡Dadlo por hecho, don Bernardo, y vaya vuesa merced preparando los cinco ducados!