En el puerto de La Coruña la calma era total. Allí estaba amarrada, desde hacía días, parte de la flota del marqués de Villafiel —otra parte de la misma se encontraba fondeada en Vigo—, que con una lentitud desesperante para los deseos y los planes de la corte había realizado el viaje desde los puertos de la bahía gaditana hasta aquel destino en Galicia, que no debería ser sino una rápida escala —el tiempo justo para que embarcase don Juan José de Austria— hacia su destino final que era Flandes, donde el hijo bastardo de Felipe IV había de hacerse cargo del gobierno de aquellos territorios, empeñados, una vez más, en una cruenta guerra; ahora contra la poderosa Francia de Luis XIV.
A la reina le había caído como un jarro de agua fría el correo que Villafiel le había hecho llegar, nada más fondear en el puerto gallego, indicando que, dado el estado de varios de los buques a su mando, no estaba en condiciones de poner proa a las turbulentas aguas del mar del Norte sin que se realizasen en ellos una serie de reparaciones. Varios barcos habían de ser carenados y la mayor parte de la flota calafateada. Esos trabajos suponían no menos de tres semanas antes de poder zarpar rumbo hacia su destino, en un momento en que una de las prioridades de doña Mariana de Austria era el alejamiento de las tierras peninsulares de quien consideraba su mayor enemigo: el hijo bastardo de su difunto esposo.
Cuando la viuda de Felipe IV dio a conocer en la Junta de Gobierno el contenido del correo enviado por Villafiel, la mayoría de sus integrantes fueron de la opinión de que el almirante de la flota estaba en connivencia con don Juan para retrasar todo lo posible la salida de éste para Flandes, que era lo último que deseaba hacer, ya que su mayor anhelo era ocupar un cargo de relevancia política en la corte.
La tarde en La Coruña era desapacible. Lo que había comenzado como una brisa marinera se había convertido en un fuerte viento de poniente. La agitación de las aguas creció hasta formar olas cada vez más encrespadas, que se rompían con fuerza contra las formaciones rocosas que aparecían en la playa de Riazor y que superaban las defensas de los muelles del puerto. Todos los pescadores que pudieron habían puesto a resguardo sus barquichuelos, y los que aún no lo habían hecho se afanaban en ganar el amparo del puerto. Aquellos lobos de mar, conocedores de lo que iba a ocurrir en las horas siguientes, sabían que se avecinaba una fuerte tormenta, que habría temporal y que era posible que hasta se convirtiese en galerna, si el Señor Santiago y la Virgen del Carmen no lo remediaban. Antes de que cayese la noche, que por causa de los nubarrones avanzaba a pasos agigantados, había empezado a llover. Era una lluvia recia y fuerte, que caía muy oblicua impulsada por la fuerza del viento marino.
A aquella hora llegaba un correo procedente de la corte al pazo de Oteiro, donde don Juan José de Austria tenía fijada su residencia mientras resolvía los asuntos necesarios para poder embarcarse. El mensajero arribaba a su destino jadeante y sudoroso, el magnífico caballo con el que había galopado desde la última posta, en Monforte de Lemos, estaba empapado, más por el sudor que por el agua, que apenas le había mojado. El noble animal echaba espumarajos por la boca y tenía los ojos enrojecidos por el esfuerzo que el jinete le había exigido. El mensajero se había esforzado para entregar el mensaje que portaba en aquella jornada —hacía cinco que había salido de Madrid— porque en ese caso recibiría ocho ducados adicionales a la tarifa habitual que cobraba por ese servicio. También a él se le reflejaba en el rostro el esfuerzo realizado, estaba al borde mismo del agotamiento.
Varios criados habían acudido ante el ruido que su llegada produjo y varios soldados, que vigilaban el palacete y su entorno, no le quitaban la vista de encima. Aquél era tiempo de desconfianzas. Nadie se fiaba de nadie, y la turbulencia de la política había hecho que todos los que brujuleaban en aquel mundo tomasen precauciones extraordinarias para asegurar, en la medida de lo posible, la salvaguarda de sus vidas.
—¡Traigo un mensaje para su alteza el señor don Juan! ¡Se lo envía don Bernardo Patiño! —exclamó el derrengado correo.
Un capitán de infantería, vestido de forma ostentosa —jubón acolchado, coleto de cuero, botas altas hasta medio muslo con vueltas, sombrero de grandes alas con un penacho de plumas de colores—, le acompañó hasta la presencia de don Juan, quien departía amigablemente con otros caballeros, alrededor de una chimenea en la que ardían gruesos tueros de madera de haya.
Era don Juan José de Austria un hombre en la plenitud de la vida, de cuarenta años poco más o menos, de mediana estatura, aunque tirando a bajo, y de complexión atlética. El cabello negro azulado, ligeramente ondulado y muy largo, le caía sobre los hombros. Las facciones eran angulosas y agraciadas, si bien tenían el mentón ligeramente salido, sin llegar a la deformación típica de los miembros de su familia paterna. Gastaba bigote y perilla a la moda. Sus ojos, negros y grandes, hacían su mirada profunda y penetrante. La piel clara de su rostro estaba curtida por el tiempo pasado en campos de batalla y al frente de armadas. Vestía de forma sencilla, jubón, calzón y medias de color negro. Los únicos adornos de su vestimenta eran una gruesa cadena de oro de eslabones rectangulares de la que pendía el símbolo del Toisón de Oro y, sobre un lado de su pecho, la venera de la orden de San Juan de la que era gran prior. Sus formas eran cuidadas, las propias de un cortesano, aunque su presencia en la corte se había reducido a cortos espacios de tiempo. Sus ademanes y gestos denotaban un espíritu enérgico y tenaz, así como una voluntad sin límites.
Al tener noticia de la presencia del correo mostró cierta ansiedad, como le ocurría cada vez que le llegaban noticias de la corte.
—Disculpadme —se excusó ante sus acompañantes.
Mientras que los caballeros continuaban la conversación interrumpida, don Juan, después de dar instrucciones para que se atendiese al mensajero, se apartó hasta un rincón de la estancia donde alumbraba un velón y leyó con avidez el contenido del pliego cuyos lacres acababa de romper.
En Madrid, a 20 días del mes de mayo de 1668:
Deseo que al recibo de la presente Vuestra Alteza se encuentre todo lo bien que deseo e imploro a Dios Nuestro Señor. Aquí quedamos en razonables condiciones de salud y todo sería agradable en extremo si una tosecilla que importuna a mi señora doña Baltasara pluguiese al Altísimo que desapareciese. Pero por lo demás todo marcha, en lo que hace al caso de la salud de la familia, a pedir de boca.
Cosa muy diferente es el ambiente en que discurre la vida política de la corte, donde todo son rumores y confusión. El desgobierno continúa siendo la nota más destacada. Nadie toma disposición alguna, y eso que hay asuntos que por su importancia y gravedad lo requerirían. Todos parecen menores de edad, siguiendo la pauta de lo que es realidad, por su propia naturaleza, en el Rey Nuestro Señor, pero que en modo alguno debería afectar a tan maduros varones como componen los Consejos y la Junta de Gobierno.
Acerca de la partida de Vuestra Alteza camino de su destino a Flandes corren las más diversas fabulaciones, pero la opinión común de las gentes es que V. A. es más necesario en esta corte que alejado de ella. Ha llegado hasta mis manos uno de los numerosos pasquines impresos —hay quien da la cifra de quinientos, pero yo creo que es una exageración— que han aparecido por todos los rincones de esta Villa y Corte aludiendo a la necesidad de vuestra presencia al lado de la Reina Gobernadora, dada vuestra experiencia. Os adjunto un ejemplar para que conozca Vuestra Alteza su contenido…
La noticia más comentada ha sido el rumor difundido de que el señor marqués de Saint-Aunais ha muerto envenenado por mano de don José de Malladas, un hidalgo aragonés, capitán de caballos que hizo con Vuestra Alteza la campaña de Portugal. Ese mismo infundio dice que el veneno le fue suministrado en una jícara de chocolate cuando el marqués negó su colaboración en el plan que le propuso el tal Malladas y que tenía como objetivo acabar con la vida de su Ilustrísima el padre confesor. El revuelo que ha producido tal noticia, sobre todo porque el difunto marqués lo proclamó a los cuatro puntos cardinales en el trance de su muerte, lo que ha dado mucho crédito a esta historia, ha sido extraordinario. Por esta corte circulan todo tipo de rumores.
Malladas ha sido preso por un alcalde de casa y corte y puesto a disposición del Consejo de Castilla, pero se dice que hoy mismo será puesto en libertad porque aparte de la confesión de Saint-Aunais, que por sus andanzas era persona de escaso crédito, no existe ninguna otra prueba contra él.
Hasta la presente es cuanto de lo que circula por esta corte he de comunicar a Vuestra Alteza. Como siempre quedo rendido a sus pies y a su entera disposición para todo cuanto gustéis de éste, que lo es, vuestro más humilde servidor.
Don BERNARDO PATIÑO
P. D. Se ha confirmado el rumor que corría esta mañana acerca de la puesta en libertad de Malladas por la carencia de pruebas inculpatorias contra su persona, tanto en el caso del envenenamiento del marqués de Saint-Aunais, como acerca del supuesto plan para acabar con la vida del padre Everardo. Hace una hora o poco más que ha quedado en libertad.
Don BERNARDO PATIÑO
Don Juan comprobó que además de aquel pliego venía el pasquín que sus partidarios habían hecho circular por Madrid abogando por su presencia en la corte y rechazando que se le enviase a Flandes. También venía otro pliego en clave. Era el procedimiento que su secretario utilizaba para comunicarle aquellas noticias que sólo debían llegar a conocimiento del destinatario.
—Excusadme un instante, enseguida estoy con vuesas mercedes —don Juan abandonó el salón, se encerró en su cámara y procedió al revelado del escrito, que venía en cifra. Sacó la clave que guardaba en el interior de una pieza de ajedrez (el rey negro) de un juego que siempre le acompañaba y al que era gran aficionado. Rápidamente, con la facilidad de quien está acostumbrado a aquella tarea, descodificó el mensaje, que no era muy largo.
A través de A he sabido que N tiene conocimiento de la participación de JJ en el asunto que nos ocupa. Es posible que el capitán haya cometido alguna indiscreción. La noticia es abonada. Estad vigilante por lo que nos va en ello. Los ejemplares del pasquín son los quinientos señalados.
Una sombra cruzó por el rostro de don Juan, quien maquinalmente colocó el papel sobre una vela y lo mantuvo en su mano hasta que sólo quedó por prender el borde por el que lo sujetaba. «Así que Nithard conoce mi participación en el plan —pensaba don Juan mientras bajaba las escaleras—. Es urgente tomar medidas».
Cuando se reunió de nuevo con sus contertulios llamó al capitán Gonzalo de Santa Cruz, hombre de su absoluta confianza, a quien le unía un pacto de sangre desde el día de la derrota de Estremoz a manos de los portugueses hacía ya casi cinco años. En aquella aciaga jornada don Juan salvó la vida al capitán, que al poco rato pudo devolver el mismo favor a su general, cuando un arcabucero lusitano lo tenía en el punto de mira de su arma a no más de diez pasos. Santa Cruz cortó de un solo tajo la cabeza del portugués. Aquel día los dos hombres quedaron juramentados de por vida. Sin embargo, el talante de Santa Cruz, que no comprendía los vericuetos de la política, había hecho que su alteza le mantuviese apartado de los asuntos más escabrosos que la lucha por el poder deparaba con frecuencia porque sabía de sobra que ciertas prácticas no serían aceptadas por su amigo.
—Gonzalo, que el mensajero descanse, mañana habrá de salir para la corte. Haz que se le facilite el mejor caballo de que dispongamos. Es preciso ganar las horas.
—Contad con ello. ¿A qué hora habrá de partir?
—Al alba.
Era Gonzalo de Santa Cruz el hijo segundo del conde de la Cámara, uno de los más esclarecidos linajes de La Rioja. Como segundón y por causa de la ley de mayorazgos, en virtud de la cual sólo el primogénito de cada familia heredaba el patrimonio familiar, para evitar su desmembración, lo único que había recibido en herencia era un hábito de caballero de la orden de Calatrava y las rentas de una propiedad en un pueblecito a orillas del río Oja, donde había plantados excelentes viñedos. Una heredad que su madre llevó como dote al matrimonio. Con los recursos de aquellas rentas podía haber tenido una vida regalada, aunque sin lujos. Sin embargo, tras su paso por las aulas de la Universidad de Alcalá, a los veintidós años se alistó en un tercio del ejército que luchaba contra los franceses en los Países Bajos. Allí combatió bajo las banderas de don Juan José de Austria durante cuatro años. Participó en la defensa de Valenciennes y en la toma de Arrás. Peleó con bravura en las Dunas de Dunquerque, donde fue hecho prisionero por los franceses. Puesto en libertad tras la firma de la paz y de regreso a la Península, se enroló, ya con el grado de capitán obtenido en su etapa de Flandes, en el ejército que se formaba a comienzos de la década de los sesenta para combatir en Portugal y volver a los rebeldes lusitanos al seno de la monarquía hispánica, de la que se habían separado tras la sublevación protagonizada por el duque de Braganza en 1640. Se le encomendó el mando de una compañía de arcabuceros. Luchó en tierras portuguesas en las sucesivas campañas que dirigió don Juan. Cumplía veintinueve años el día de la rota de Estremoz, donde hizo prodigios de valor. En aquella jornada su suerte quedó ligada a la del hijo de Felipe IV.
Ahora tenía treinta y cuatro años, era de mediana estatura y hermosa complexión, desde su juventud tenía el pelo entrecano y nunca lo dejaba crecer mucho. Se rasuraba la barba siempre que las circunstancias se lo permitían. Sus ojos azules eran de mirada serena y profunda. Y una cicatriz muy fina dibujaba su mandíbula derecha sin restarle belleza a la armoniosa proporción de sus facciones. Era el recuerdo de un lance de su época de estudiante en Alcalá de Henares, con dos matones a los que se enfrentó en un corral de comedias —a uno de ellos lo despachó al otro mundo y al otro lo dejó malherido— por causa de que aquellos desalmados quisieron denostar a una dama a la que acompañaba y con la que sostuvo un fugaz romance.
Había ganado fama de hombre prudente, pero no era menos del dominio público que cuando se colmaba el vaso de su paciencia, el capitán Santa Cruz contenía difícilmente su cólera. Era un excelente espadachín, pero solía hacer todo lo que estaba en su mano por no tirar del acero. Como esgrimista tenía una cualidad singular: era zurdo.
Tuvo ventajosas propuestas matrimoniales, entre ellas la de una duquesa de rancio abolengo y única heredera de una importante fortuna de Castilla. Pero el casamiento, hasta aquel momento, había sido algo que al capitán parecía importar menos que el compartir vinos, emociones y aventuras al lado del señor don Juan. Sólo en una ocasión, hacía de ello ya algunos años, había recibido la visita de Cupido. Fue en el último de los inviernos que pasó en Flandes. Se encontraba en Bruselas, adonde había acudido con un permiso de cuatro días a comienzos de marzo. Era la caída de la tarde del último de aquellos días en la ciudad, cuando Santa Cruz, que salía de una de las cervecerías de la Grande Place llamada Chaloupe d’Or, vio cruzar a una joven de maneras elegantes, el color de piel trigueño, una lacia melena ligeramente cobriza y, sobre todo, unos enormes ojos negros de limpia mirada que le trastornaron. Embelesado, no tenía ojos nada más que para aquella visión, que le parecía salida de otro mundo. Atraído por el imán de aquella mujer no reparó en que arrollaba a uno de los sirvientes del establecimiento que portaba una bandeja repleta de jarras de cerveza. Sirviente, jarras y militar salieron rodando por los suelos con gran estrépito y en medio de las carcajadas de los compañeros de armas de Gonzalo. Se produjo un pequeño revuelo, hubo palabras, votos y agitación que no llegó a mayores. Pero cuando el jaleo hubo pasado, la fugaz visión que le había turbado ya no estaba en el escenario. En medio del jolgorio de sus camaradas, Gonzalo requirió, indagó, buscó alguna noticia que le pusiese sobre la pista de aquella belleza. Todo fue inútil. Había desaparecido de la misma forma que había cruzado ante su mirada. Al día siguiente abandonó Bruselas y partió hacia el frente para ponerse a las órdenes de su maestre y preparar su compañía para las operaciones que en pocos días se desencadenarían.
Pese a los ocho años transcurridos no había podido apartar de su mente aquella imagen y aquellos ojos, que le habían hechizado. No consiguió un solo dato sobre aquella mujer, que se le antojaba singular. En las noches de insomnio, si no estaba leyendo, que era una afición heredada de sus años universitarios, se dedicaba a fantasear, dejando correr su imaginación.
Se comentaba entre los partidarios de don Juan que Santa Cruz era, posiblemente, la única persona capaz de decirle a la cara a su alteza las verdades del barquero. Influía en ello la amistad que les unía, puesta a prueba en numerosas ocasiones, pero la lealtad, decía Santa Cruz, no había de estar reñida con la sinceridad, sino que era compañera inseparable de ella. Era también conocido que algunas de las iniciativas tomadas por don Juan en la lucha política que sostenía con la reina no habían sido bien vistas por el capitán, quien había tratado de disuadirle. Aquellos desacuerdos que le manifestaba a las bravas nunca habían sido óbice para que Gonzalo estuviese, cada vez que era requerido para ello, al lado de su amigo. Sus diferencias no eran obstáculo para que el capitán estuviese convencido de que era, don Juan, la única persona capaz de sacar a la monarquía de la sima a la que había ido a parar. Pero esa convicción no le llevaba a asumir los métodos que don Juan utilizaba en su intento de hacerse con las riendas del gobierno. Ni la extorsión ni el asesinato tenían justificación para Gonzalo. Don Juan, sabedor de esas ideas, le ocultaba algunos de los procedimientos que utilizaba. Era consciente, además, de que si llegaban a su conocimiento no podría predecir su reacción.
Ahora estaba en La Coruña porque don Juan le había pedido que le acompañara en aquel forzado viaje impuesto por doña Mariana de Austria.
Cuando no estaba en campaña, que era como denominaba a las acciones que emprendía junto a su alteza, vivía en Madrid, en una casa que tenía en la plaza de la Cebada. Era una vivienda modesta, pero cómodamente amueblada y equipada para las necesidades de un caballero de su rango, que se mantenía en la soltería. Vivía con él y cuidaba del orden y buen funcionamiento de aquel hogar una tía carnal suya por parte de madre, a la que le unían además de los vínculos de la sangre, la compatibilidad del carácter y aficiones comunes. Doña Casilda Laínez, que era el nombre de la tía, era mujer versada en latines, amante del teatro y de la lectura de libros de entretenimiento. Sabía algo de las propiedades de las plantas y de las hierbas. Era una excelente ama de casa y mejor cocinera.
El capitán Santa Cruz dedicaba entonces largas horas a la lectura, acudía con frecuencia al teatro y asistía asiduamente a la tertulia que en un mesón de la calle de Toledo mantenían veteranos de los tercios de Flandes, que recordaban allí, en medio de nostalgias, las glorias y las miserias de tiempos pasados.
Tras despedir a sus huéspedes, don Juan se encerró en su alcoba y pasó largo rato escribiendo. Utilizó la clave para decirle a Patiño que le mantuviese informado de todo lo referente a lo ocurrido con Malladas, aunque tuviese que enviarle un correo cada día. Pero lo más importante de todo era que le comunicaba que había tomado la firme decisión de no embarcar para Flandes y que aguardaría en La Coruña mientras le fuese posible, alegando diversos pretextos, hasta ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en la corte.
A la par que escribía la misiva decidió que sería su amigo Gonzalo de Santa Cruz quien llevaría aquel correo, porque la decisión que acababa de tomar y el plan que bullía en su cabeza requerían de la presencia de un hombre de sus cualidades en Madrid, donde los acontecimientos, necesariamente, habrían de precipitarse durante las siguientes semanas. Además, si no pensaba embarcarse para Flandes le sería más útil en la corte que ocioso en el puerto de la ciudad gallega.
Era pasada la medianoche cuando acabó de escribir. Llamó a Santa Cruz, que aún no se había acostado, y le comunicó que sería él quien al amanecer habría de ponerse en camino hacia la corte. Le indicó que sólo confiaba en su persona para llevar aquellos pliegos a Patiño. Además tendría que encargarse de la organización de numerosos asuntos relacionados con el plan que habría de ponerse en marcha y que tenía como objetivo conseguir su retorno a la corte e intervenir en la política del gobierno. Para ello eran necesarios recursos materiales y contar con los hombres adecuados. También era imprescindible organizar una campaña de pasquines, de libelos y de pliegos de cordel que inundasen Madrid, en favor de su presencia allí y en contra de la actuación de Nithard.
La mayor parte de aquellos trabajos ni siquiera le fueron comentados al capitán, cuya misión sería visitar a una serie de personas. Don Juan le facilitó una relación de miembros de la grandeza, a quienes habría que sondear sobre su posición en caso de que don Juan exigiese a la reina que apartase a Nithard de su lado. Para estas visitas le dio instrucciones concretas, según cada uno de los individuos a quienes se dirigiera. El hijo de Felipe IV sabía que aquellos sujetos en los que necesitaba apoyarse para alcanzar sus anhelos eran gentes muy diferentes y cuyas actitudes políticas variaban de forma notable. Incluso adoptaban posiciones encontradas unos y otros. La labor de su amigo era sumamente delicada porque, a primera vista, resultaba poco menos que imposible aglutinar a aquellos personajes en torno a un proyecto común.
—Ya sabes, Gonzalo —le comentaba don Juan a modo de aviso—, que el odio que se profesan unos a otros viene, en algunos casos, de muy lejos. Tanto que ya han olvidado el origen de sus diferencias, lo que no supone obstáculo alguno para que continuamente las aticen con furia renovada.
—Creo que no será posible conseguir nada por este camino —Gonzalo parecía desanimado— en las circunstancias presentes. Algunos de ellos ni siquiera se hablan. Se han batido en duelo. Tienen deudas de honor y estarían dispuestos a matar a su enemigo a la primera oportunidad que se le presentase. No creo que mi misión tenga éxito.
—Sé que es algo tan complicado y que exige de tal discreción que sólo alguien como tú lo puede coronar con éxito —en la cara del Austria asomó un esbozo de maliciosa sonrisa.
Como siempre que se le pedía un imposible, el capitán comentó:
—Haremos lo que esté en nuestras manos.
—Recuerda los nombres, Gonzalo: Infantado, Medinaceli, Leganés, Sessa, Arcos, Lemos, Pastrana y Alba.
—No se me olvidará ninguno.
—Para las cuestiones de dinero Patiño te dará lo que necesites. Las sumas de las letras que te he entregado habrás de negociarlas con don Juan de Azpeitia, el banquero de la calle del Nuncio.
Gonzalo agitó, con cierta tristeza, los pagarés firmados por más de ocho mil ducados que le había entregado don Juan:
—Los gastaré lo mejor que me sea posible, aunque ya sabéis… no soy buen administrador.
—Pero eres algo mucho más importante. Eres honrado y fiel, dos cualidades difíciles de encontrar en una misma persona y hasta por separado, en los tiempos que nos ha tocado vivir, mi querido amigo.
Los dos hombres se fundieron en un abrazo.
—¡Cuídate mucho, Gonzalo! Tu vida me es muy necesaria.
—También vuestra alteza debe hacerlo. Vos sí que sois necesario para enderezar el rumbo de esta desgraciada monarquía.
Se retiraba el capitán hacia sus aposentos para descansar las pocas horas que quedaban hasta el alba, cuando don Juan le comentó:
—Hará contigo el viaje el mensajero que llegó ayer. Siempre es buena la compañía para un viaje tan largo.
Lo que Gonzalo no sabía era que aquel mensajero, hombre de confianza de don Bernardo Patiño, llevaba unos pliegos para éste cuyo contenido no debía conocer, bajo ningún concepto, el capitán Santa Cruz. Don Juan, que había leído a su amigo el contenido del mensaje de que era portador, dándole así a entender que para él no tenía secretos, no deseaba que supiese que el plan trazado contemplaba otros extremos porque estaba seguro de que hubiesen recibido el rechazo total de un hombre tan cabal.