3

La tarde del mismo día en que Nithard había sido informado de la existencia de un plan para acabar con su vida, un grupo de alguaciles dirigidos por un alcalde de casa y corte buscaba a José de Malladas para prenderle. Caía sobre su persona una acusación tan grave como la de maquinación para asesinar a persona principal.

La decisión de detenerle y llevarle preso a la cárcel real se había tomado pocas horas antes, tras una reunión urgente de la Junta de Gobierno, presidida por doña Mariana de Austria. En ella el valido informó de la noticia que había llegado a su conocimiento, pero ocultó su fuente de información. La verdad era que los integrantes de aquel órgano, creado por la voluntad testamentaria de Felipe IV para que asesorase a su viuda en materias de gobierno, ya tenían conocimiento de lo acaecido en la posada de la Estrella, porque la noticia de la muerte del marqués de Saint-Aunais y las circunstancias de la misma habían corrido por Madrid como un reguero de pólvora.

Aunque, como era de esperar, las versiones que tenían los allí reunidos variaban unas de otras, todas coincidían en lo esencial; que el marqués había muerto y que había confesado a gritos que un tal Malladas le había envenenado por negarse a participar en un plan para asesinar al padre Everardo. La discusión entre los miembros de la Junta se centraba en la veracidad de las afirmaciones realizadas por un intrigante como era el marqués, persona de poca confianza, como había puesto de manifiesto en numerosos lances a lo largo de su azarosa vida.

—Me niego a dar crédito a nada de lo que haya podido decir un farsante como Saint-Aunais —decía don Cristóbal Crespí de Valldaura— porque es cosa sabida en esta corte que cuanto más hablaba, más mentía.

—Sin embargo, don Cristóbal, vuesa merced habrá de coincidir conmigo en que en el trance de la muerte resulta extraño que quisiese mentir —quien así se manifestaba era el conde de Peñaranda.

—Sí, pero de un individuo como Saint-Aunais podía esperarse cualquier cosa, incluso que intrigase y enredase en ese postrer momento en que todo buen cristiano está más pendiente de prepararse para su comparecencia ante el Juez Supremo —terciaba el arzobispo de Toledo.

Nithard, cuya relación con el fallecido había sido intensa, era, contra todo pronóstico, de esta última opinión:

—Conociendo al señor marqués, la confianza que se puede tener en la veracidad de sus afirmaciones resulta escasa, incluso en unas circunstancias como las que han dado lugar a la terrible revelación que ha hecho.

Las opiniones estaban claramente divididas en torno a la credibilidad de lo sucedido. Las cosas, después de dos horas de reunión, habían llegado a un extremo tal, que resultaba complicado tomar alguna decisión. Fue la reina quien puso fin al debate:

—Una vez más la bondad del padre confesor hace que su actuación quite importancia a las maquinaciones de sus enemigos, que son los nuestros. Es sabido de todos que el difunto Saint-Aunais era persona de poco crédito, pero no es menos cierto que la gravedad de sus afirmaciones nos obliga, por encima de cualquier otra consideración, a tomar una serie de medidas que arrojen la mayor cantidad de luz sobre un asunto tan escabroso como éste. En primer lugar, un posible asesinato por envenenamiento y, en segundo lugar, y más importante, la probable existencia de un plan para acabar con la vida del padre confesor. Por lo tanto, es mi deseo y mi voluntad que se proceda a la detención y arresto del tal Malladas para que se le interrogue acerca de este asunto.

Manifestada de forma tan tajante la voluntad de la reina, el debate quedó concluido.

Las pesquisas del alcalde de casa y corte con los alguaciles a sus órdenes para cumplir esa misión se habían centrado por los alrededores del postigo de San Martín, que era donde tenía su vivienda Malladas; sobre quien había averiguado que se trataba de un hidalgo aragonés que llevaba varios años afincado en Madrid, participando en asuntos relacionados con la política. Su esposa, una mujer de buen ver y muy dada a las zalamerías, informó al alcalde, cuando fue requerida para que diese cuenta del paradero de su marido, de que se había marchado por la mañana a primera hora y que todavía no había regresado. Cuando el alcalde le preguntó acerca de si su esposo tenía costumbre de volver a una determinada hora, respondió que no, que incluso había noches en que no acudía a dormir a casa.

Al alcalde no dejó de llamarle la atención el poco interés mostrado por la esposa de Malladas ante el hecho de que la justicia le buscase e hiciese preguntas sobre su paradero. Aquella mujer se había limitado a dar respuesta a lo que se le preguntaba, sin inmutarse siquiera. Mayor extrañeza aún le produjo el hecho de que, en un momento determinado, la mujer le hiciese ciertas insinuaciones que el alcalde, persona severa y grave, rechazó con destemplanza.

Con los datos obtenidos, que no eran gran cosa, organizó un servicio de vigilancia en torno a la casa por si aquel sujeto aparecía, aunque albergaba serias dudas. Era del parecer de que al hidalgo aragonés también le habría alcanzado la noticia de lo dicho por Saint-Aunais y que habría puesto tierra de por medio porque don Pedro de Salcedo, que era el nombre del alcalde, cristiano viejo y persona cumplidora de sus obligaciones espirituales tanto para con Dios Nuestro Señor, como para con la Santa Madre Iglesia, estaba convencido de que un moribundo no miente jamás, y, en consecuencia, el marqués había dicho la verdad. El alcalde dispuso que se montase el servicio de vigilancia con toda la discreción que el caso requería, por si por un casual…

Durante las horas de vigilancia los alguaciles pudieron comprobar, primero con extrañeza y con cierto regocijo después, cómo dos sujetos, cada uno por su lado, llegaron a la casa y mediante señales convenidas de antemano, por lo que pudo colegirse de su actitud, les fue franqueada la entrada a la casa por la propia esposa de Malladas y, tras permanecer en ella cierto tiempo, salían de la misma sonrosados y sonrientes. Aquellos hechos dieron lugar a los más variados comentarios.

Era ya la caída de la tarde y el sol se acercaba a la línea del horizonte sin que el objetivo de las pesquisas hubiese dado señales de vida. El cansancio empezaba a apoderarse de los alguaciles que llevaban cerca de tres horas apostados en sus respectivos lugares. Don Pedro de Salcedo, que, escandalizado por la conducta de la esposa de Malladas, mataba el tiempo lo mejor que podía, empezaba a plantearse la posibilidad de desmontar el sistema de vigilancia establecido porque al cabo de media hora, poco más o menos, llegaría el toque de oración. Fue en aquel momento cuando el alguacil que tenía encomendada la misión de advertirle en caso de que el sujeto al que buscaban apareciese, llegó jadeando hasta donde se encontraba:

—¡Don Pedro, don Pedro! ¡Malladas viene hacia aquí! ¡Viene solo y al parecer confiado!

El alcalde se frotó las manos y mirando al cielo exclamó:

—¡Parece ser que nuestra espera va a tener su recompensa!

Luego se dirigió al que había traído la noticia:

—¡Que todo se haga según el plan previsto!

El alguacil se alejó rápidamente para poner en marcha el dispositivo establecido. Cinco minutos más tarde, a la entrada de su casa, cuando golpeaba en la puerta con el aldabón, Malladas fue rodeado por media docena de alguaciles. Don Pedro de Salcedo, con voz templada y autoritaria, le gritó:

—¡En nombre de su majestad, daos por preso, señor de Malladas!

El aragonés hizo un ademán de defenderse. Echó mano de la espada que colgaba de su cintura, pero hubo de desistir, dos aceros le apuntaban directamente a la garganta antes de que hubiese puesto su mano en la empuñadura.

—¿Se puede saber a qué viene todo esto? ¿Cuál es la causa de este desaguisado? ¿Por qué se me prende?

El alcalde se acercó hasta él y le desarmó personalmente. Desabrochó la hebilla del tahalí del que colgaba la espada y se la entregó a uno de los alguaciles:

—¡Se os acusa de haber envenenado al marqués de Saint-Aunais!

—¡Eso es falso! ¡No hay una sola prueba que pueda dar fe de eso que decís! —explotó Malladas.

—Saint-Aunais está muerto y ha confesado que vos le habéis envenenado.

—¡Maldito farsante! —se limitó a gritar el aragonés.

Aquella tarde en casa de don Bernardo Patiño tuvo lugar una reunión relacionada con las escandalosas declaraciones del marqués. Era don Bernardo persona de edad, de porte noble y bonachón, caballero del hábito de la orden de San Juan, que ejercía en la corte como secretario y hombre de confianza de don Juan José de Austria. Vestía de negro invariablemente y siempre lucía en su pecho la venera de su orden. Su fidelidad a don Juan, que era total y absoluta, venía determinada no sólo porque éste era gran prior de la orden a la que pertenecía, sino por la estima personal que le tenía. Estaba convencido, como tantos otros de sus contemporáneos, de que era la única persona capaz de hacer frente con éxito a los graves problemas que tenía planteados la monarquía.

A primera hora de la tarde, después del almuerzo y de una ligera siesta, no más de media hora, que en don Bernardo era un ritual de tan obligado cumplimiento como la cotidiana asistencia a misa en la iglesia del convento de los padres Agustinos, había recibido a don Pedro de Arista, familiar del Santo Oficio, quien aquella misma mañana le mandó recado de que había de verle con urgencia porque tenía que poner en su conocimiento un asunto de suma importancia. Arista era uno de los espías que configuraban la tupida red que tenía extendida por todas partes.

Patiño lo recibió con complaciente amabilidad:

—Mi buen don Pedro, siempre es un placer veros. Tomad asiento, tomad asiento.

Don Bernardo le indicaba uno de los dos sillones gemelos, tapizados en piel, que había en la estancia donde lo recibió.

Una vez sentados, Arista le dijo muy serio:

—Prestad mucha atención a lo que voy a referiros. Es posible que hayan llegado a vuestros oídos algunos comentarios, pero sé algo que es necesario que conozcáis —don Pedro ponía énfasis en cada una de sus palabras.

—Supongo que os referís a los rumores que circulan en torno a las afirmaciones hechas por el señor marqués de Saint-Aunais sobre un plan para acabar con la vida del valido.

—En efecto, de ello se trata. Ignoro lo que habrá de verdad en todo este asunto, pero Nithard ya está informado al detalle. Esta mañana llegó a la sede del Santo Oficio un jesuita, de nombre Diego de Sotomayor, que fue quien asistió a Saint-Aunais en el último trance. Yo mismo, barruntando que poseía información de primera mano y que deseaba transmitírsela al inquisidor, decidí acompañarle hasta su presencia.

Don Bernardo hizo varios movimientos de asentimiento con la cabeza:

—Habéis hecho bien, muy bien.

—Lo primero que he de poner en vuestro conocimiento —Arista se sentía animado por los gestos de Patiño— es que, a lo largo de la conversación, la actitud del inquisidor fue de permanente recelo ante cualquier cosa relacionada con el difunto. Llegó al extremo de plantearse si el tal Saint-Aunais, incluso a las puertas de la muerte, era capaz de mentir con tal de dejar abierta una intriga.

—No me extraña —le interrumpió don Bernardo—, Saint-Aunais era un sujeto de cuidado. Había engañado a Nithard ¡y también a nosotros! en varias ocasiones.

—Cuando el jesuita —continuó Arista— le indicó que el moribundo afirmaba que el veneno que le estaba matando se lo había suministrado Malladas, el inquisidor no pudo contener una exclamación de sorpresa.

—Tampoco eso me extraña —le interrumpió de nuevo don Bernardo—, Malladas vino a Madrid de la mano de Nithard, quien le confirió un empleo de cobrador de rentas que no estaba mal remunerado. A cambio de ello había de ejercer también funciones de espía y colaborador suyo. Sé de buena tinta que el teatino le pagaba generosamente esos trabajos cuando los resultados obtenidos eran valiosos para sus intereses. Pese a todo, Malladas gastaba sin tasa ni medida, de tal forma que ni el sueldo y los gajes de su oficio ni los ingresos extraordinarios que recibía por la vía que os he dicho eran suficientes para satisfacer sus necesidades. Se ha aficionado a la buena ropa, a los lujos en el adorno, a las carrozas, al juego y a las mujeres. Su matrimonio es una pura farsa y su mujer, que le acompaña en el despilfarro, obtiene ingresos comerciando con su cuerpo. Esta actitud no es vista con malos ojos por Malladas, que con tal de conseguir unos ducados sería capaz de cualquier cosa, incluida, como os he dicho, la prostitución de su esposa.

—¡Vamos, don Bernardo, que es un cornudo complaciente! —exclamó Arista.

Patiño asintió con la cabeza y continuó:

—Pese a todo esto, cada vez han sido mayores sus necesidades y apremios. Acabó apropiándose de parte de las rentas que cobraba por cuenta de Su Majestad, por cuya causa se le abrió un proceso que todavía está dando tumbos. Si aún no le han empapelado es porque el nombre de Nithard, que ha sido su protector, también saldría malparado. La decisión que el valido tomó fue privarle del empleo y alejarle de su persona. Los ingresos que hoy tiene Malladas proceden de las fornicaciones de su mujer, que ejerce en su propia casa. El muy cabrito se marcha a primera hora y no regresa hasta la caída de la tarde para facilitarle el oficio. Sin embargo, en las últimas semanas, según los informes que me han llegado, se había producido un cierto acercamiento entre el valido y Malladas porque la información que le suministraba era de gran interés para su ilustrísima y con su alejamiento esa fuente se había secado.

Arista, a quien no sorprendía el caudal de información que tenía Patiño, aunque el conocimiento de ciertos detalles no dejaba de llamarle la atención, retomó su exposición:

—Lo que acabáis de contarme tal vez sea la explicación de la actitud de sorpresa que embargó a Nithard cuando supo que era Malladas quien le había propuesto al marqués participar en un plan cuyo objetivo era acabar con su vida. Pero habéis de saber que hay algo más. El padre Sotomayor pidió quedarse a solas con Nithard para informarle de alguna cuestión de importancia relacionada con este asunto.

—¿Sabéis de qué se trata?

—Sí, lo sé, aunque el inquisidor me invitó a abandonar la estancia donde tenía lugar aquella conversación.

Don Bernardo frunció el ceño:

—Conozco de vuestras conexiones dentro de la tupida red que posee el Santo Oficio y por tanto no me extraña que poseáis canales de información privilegiados, pero… pero…

—Todo es cuestión de amistades, de relaciones y de… de dinero.

—¿También oyen las paredes del Santo Oficio? —preguntó malicioso Patiño.

—¿Acaso ignora vuesa merced las posibilidades que abre una buena bolsa?, ¿acaso me equivoco?

—¡Por ventura que no, don Pedro, por ventura que no!

Patiño se levantó con cierta dificultad y se dirigió a un bargueño ricamente labrado de uno de cuyos cajones sacó un bolso de fino cuero repleto de monedas. Con un gesto muy elocuente se lo entregó a Arista, quien se levantó para recibirlo entre sus manos con una sonrisa obsequiosa.

—¿Qué fue lo que escucharon las paredes del Santo Oficio?

—El joven jesuita, que tenía graves dudas de conciencia, acabó informando al inquisidor de que en el último extremo de toda la trama está la figura de don Juan.

Don Bernardo no pudo contener un gesto de contrariedad:

—¿Estáis seguro de esto que acabáis de decirme?

—Completamente.

—¿Cómo es que el jesuita podía afirmar una cosa como ésa? —preguntó Patiño, mientras se mesaba la barba.

—Se lo dijo Saint-Aunais.

—¡Por supuesto que se lo dijo Saint-Aunais! ¡No podía ser de otra forma! Pero… pero ¿sabéis si el marqués lo decía porque así se lo hubiese manifestado Malladas?

—Eso, don Bernardo, he de suponerlo. Pero parece ser que el marqués no tuvo otra vía de información que ese hidalgo aragonés.

Patiño, después de agradecer a Arista la información que le había suministrado, le requirió para que le tuviese al corriente de todo aquello que llegase a su conocimiento en relación con ese asunto. Ya se despedía el familiar cuando comentó de pasada, como si no tuviese importancia:

—Esta misma tarde se ha reunido la Junta de Gobierno. Han tomado la decisión de prender a Malladas.

La furia asomó a los ojos del caballero sanjuanista:

—¡Por los clavos de Cristo, Arista, cómo es que no me habéis dicho eso con anterioridad!

Toda la prestancia de su figura y la enorme presencia de ánimo de que don Pedro de Arista solía hacer gala se esfumó como por ensalmo. Palideció en un instante y un ligero temblor agitó sus manos:

—Habéis de perdonarme, don Bernardo. No sabía… no sabía que…

Patiño apenas hacía caso a sus disculpas:

—Salid por la puerta de atrás y ¡despabilad, don Pedro!, ¡despabilad! ¡Hay que tener perspicacia suficiente para saber discernir a primera vista el grano de la paja, y aquí el grano es esa orden de detención que pesa sobre Malladas! ¡Esperemos que no sea demasiado tarde!

Don Pedro de Arista abandonó la estancia, sabedor de que en aquellos momentos lo mejor era poner tierra de por medio. Hasta sus oídos llegaban los gritos de don Bernardo, que no paraba de llamar a sus hombres y de impartir órdenes.

—¡Antón, rápido, rápido! ¡Que has de llevar recado urgente!

—¡Andrés, ven aquí enseguida! ¡Aaandréees! ¡Aaandréees! ¿Dónde se habrá metido este holgazán?