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Diego de Sotomayor, acalorado y sudoroso, caminaba por las calles de Madrid a toda la velocidad que le permitían su larga zancada y su juventud, aún no había cumplido los treinta años. No salía de su asombro después de haber escuchado en confesión a quien ya era el difunto marqués de Saint-Aunais. El sacerdote se resistía a la tentación de correr, que era su mayor deseo en ese momento. Si no lo hacía era porque una persona de su dignidad estaba obligada a guardar las formas y la compostura debidas. Hubiese causado escándalo ver a un padre de la Compañía corriendo, con los hábitos remangados, como un pillastre cualquiera de los que pululaban por las calles y plazas de aquel Madrid enervado por los enfrentamientos de los llamados nithardistas y donjuanistas, remoquetes con los que se calificaban respectivamente a los partidarios de quien era el valido y su compañero de orden, y de don Juan José de Austria, hijo bastardo del anterior rey, habido con una comedianta llamada la Calderona.

Sus presurosos pasos le encaminaban hacia la Suprema. Le molestaba, por primera vez en su vida, el entretenimiento que suponía que muchos mozalbetes desocupados y algunas beatas con las que se cruzaba en su camino se acercasen hasta él para, en un acto de sumisión, besarle en la mano, que él mostraba con prisas e incomodidad. Sabía que en las circunstancias presentes y con las noticias que portaba era de suma importancia ganar los minutos. Al doblar la esquina de la calle que le conducía hasta la plaza de la Encarnación, que era su destino, clavó su mirada en un pasquín impreso. Hacía poco rato que lo habían pegado porque aún estaba fresca, empapando el papel, la mezcla de engrudo y goma arábiga que habían utilizado para fijarlo a la pared. A pesar de las prisas se detuvo para conocer su contenido. Conforme avanzaba en su lectura, contraído por la tensión y el esfuerzo, se enervaba aún más de lo que ya estaba. Lo que se decía en aquel panfleto era uno más de los ataques que los partidarios de don Juan lanzaban contra el padre Everardo:

A LA REINA DOÑA MARIANA DE AUSTRIA, NUESTRA SEÑORA, cuya vida guarde Dios muchos años.

Ha de saber Su Majestad que las maquinaciones del padre Everardo llegan a tales extremos de sinrazón que resultan difíciles de creer en persona de su condición. Su odio hacia quienes no comparten sus designios, que han puesto a esta Monarquía en la difícil coyuntura que al presente le abruma, se ha desatado en forma de destierros, prisiones y destinos poco honorables. Trata el teatino, por todos los medios a su alcance, de eliminar o de alejar de esta triste corte a todos aquellos que no estén dispuestos a someterse a sus designios y a la vesania de sus actos. Son los buenos y fieles vasallos de Su Majestad aherrojados con grilletes por decir la verdad. Son maltratados de palabra y de obra todos quienes osan disentir de sus decisiones, marcadas por la avaricia y la codicia que es la norma que dicta todos sus actos. Tiene el corazón de tal modo pegado a los talegos que no hay asunto, por mucho interés que el mismo represente y por mucha que sea la necesidad que su solución plantee, que no esté determinada por el afán avaricioso que marca todos sus actos.

Mientras los más esclarecidos vasallos de Vuestra Majestad gimen, vilipendiados en sus personas y en sus bienes, el padre confesor y sus amigos se enriquecen a costa de esta desgraciada y desangrada Monarquía, otrora espejo de cortes y al momento presente sumida en ruina tal que ni puede ser ponderada.

Habrá Vuestra Majestad de poner coto y remedio a tantos desmanes como al tiempo presente nos martirizan y aun amenazan, tomando aquellas disposiciones encaminadas a acabar con un estado de cosas que, de no ponerle solución, acabarán con las esencias mismas y aun la propia existencia de esta Sagrada Monarquía, cuya custodia y depósito dejó en vuestras manos la sacrosanta voluntad de Vuestro difunto esposo, el Rey Nuestro Señor, don Felipe el Cuarto, que gloria de Dios haya.

En la Villa y Corte de Madrid, a viernes,

18 días del mes de mayo del año de gracia de 1668

Con mal disimulada ira Diego de Sotomayor arrancó de un manotazo aquel libelo injurioso que los enemigos de su compañero de orden sacaban a la luz pública. Una calumnia más lanzada contra el padre confesor por quienes, llenos de envidia, no soportaban el encumbramiento al que lo había elevado su majestad. Su desabrido gesto no pasó desapercibido a un grupo de curiosos que, formando corrillo, había seguido con atención la actuación del jesuita. Cuando éste arrancó el papel fue saludado con una rechifla y algunos insultos dirigidos contra él, contra Nithard y contra la Compañía de Jesús.

—¡Fuera el teatino!

—¡Fuera el confesor!

—¡Fuera los teatinos! ¡Fuera, fuera!

—¡Viva el señor don Juan!

Diego de Sotomayor hizo una mueca despectiva, arrugó el papel en sus manos hasta hacerlo una bola y lo arrojó con furia contra el grupo. Aquel gesto estimuló las iras de los vociferantes, quienes pasaron de las palabras a los hechos. Uno de los presentes se agachó y tomando un canto del tamaño de su puño lo arrojó contra el jesuita, quien pudo esquivarlo. Pero la pedrada fue como una especie de señal para que los congregados se lanzasen en veloz carrera hacia el hijo de san Ignacio. Ahora, el sacerdote, olvidándose de formas y composturas, se arremangó la sotana y puso tierra de por medio, echó a correr sin parar hasta alcanzar el que suponía y, sin duda lo era, seguro refugio para su persona en la sede del Santo Oficio. Menos mal que la distancia que le separaba del edificio donde la Inquisición tenía ubicados sus servicios centrales no era mucha, lo que hizo que los esfuerzos del encorajinado grupo fuesen baldíos. Diego de Sotomayor cruzaba el dintel de la puerta de la Suprema cuando sus perseguidores se encontraban a menos de veinte pasos de distancia y hasta sus oídos llegaban nítidos los improperios con que le obsequiaban. La persecución no tuvo mayores consecuencias porque cuando aquellos individuos le vieron entrar allí, volvieron sobre sus pasos con rapidez, incluso mayor que la que habían empleado mientras perseguían su objetivo. Los miedos que inspiraba el temido tribunal eran tales que nadie en su sano juicio se atrevía a correr el riesgo de tener un encuentro con sus integrantes. Bastante lejos habían llegado en su agresión a un miembro de la poderosa Compañía de Jesús.

La paz y el sosiego que inundaban claustros, patios, galerías y dependencias del imponente palacio adonde Diego de Sotomayor había entrado se vio ligeramente alterada con su presencia. Su rostro demudado, su descompuesta figura y la agitación de que era presa contrastaban con la tranquilidad que ofrecían los grupos de familiares y otros miembros de la Inquisición que allí departían. Llamó la atención de la mayor parte de los presentes —aquellos que estaban allí para ver y ser vistos, más que para enfrascarse en profundas disquisiciones propias de la materia que les estaba encomendada— la intempestiva llegada del jesuita.

—¡Padre, tenéis mal aspecto! ¿Qué ocurre a vuestra reverencia?

—¿Os aqueja algún mal?

—¿Tenéis algún problema en el que podamos serviros de ayuda?

Hubieron de pasar algunos segundos hasta que el interrogado recuperó el resuello. Mientras lo hacía, uno de los presentes tuvo la feliz idea de acudir a por agua con que refrescar los ardores que aquejaban al recién llegado. Los demás aguardaban expectantes a que explicase su presencia allí en aquellas penosas condiciones, pues la imagen que presentaba era poco edificante y, desde luego, nada acorde con su dignidad y rango.

—¡Hay un plan para asesinar al padre Everardo!

Aquella afirmación dicha sin más preámbulos causó una verdadera conmoción. Primero hubo expresiones de perplejidad, luego la confusión fue generalizada. Todo se volvió exclamaciones, comentarios, preguntas.

Uno de los presentes, un individuo enjuto y de facciones tan alargadas que rozaban la anormalidad, se acercó hasta el jesuita. Iba vestido de seglar y completamente de negro. Sin decir palabra, agarró con fuerza a Sotomayor por el brazo. Tenía una mano, que apenas era algo más que piel y huesos, rematada en unos dedos largos, afilados, sarmentosos. Era como una garra que había atrapado una pieza.

—¿Tenéis pruebas de eso que acabáis de decir? —la voz de aquel hombre sonaba grave y profunda. Una voz que le hacía a uno sentirse un juguete en manos de alguien que podía utilizarlo a su antojo.

—Así es. Tengo las pruebas de lo que acabo de decir.

—En ese caso seguidme —la voz del malencarado individuo, que ni siquiera se había molestado en presentarse, sonaba marcial, autoritaria. No había formulado una invitación, ni siquiera había planteado una posibilidad. Lo que había dado era una orden. Diego de Sotomayor trató de reaccionar:

—¿Quién sois vos para decirme lo que he de hacer?

La respuesta que recibió fue una mirada cortante. Parecía fulminarle con los ojos. Sin embargo, las palabras que salieron de su boca sonaron ahora suaves, hasta melifluas.

—Disculpad las formas, pero lo que habéis dicho es tan grave… Mi nombre es Pedro de Arista y soy familiar del Santo Oficio. ¿Tenéis la bondad de acompañarme, padre… padre…?

—Mi nombre es Diego de Sotomayor, de la Compañía de Jesús con residencia en el Colegio Imperial, y realizo trabajos propios de mi ministerio en la parroquia de San Ginés.

—Bien, padre Sotomayor, siendo tan grave lo que acabáis de decir y afirmando, como lo habéis hecho, que tenéis pruebas de ello, tened la bondad de acompañarme.

En aquel momento llegó el que había ido a por el agua. El jesuita, que bebió varios sorbos con estudiada moderación, agradeció el detalle. Después se compuso las vestiduras y acompañó a aquel individuo. Todos los presentes abrieron pasillo en medio de apagados murmullos.

El jesuita y el familiar ganaron rápidamente el claustro que rodeaba aquel patio, en el que se levantaban, poderosos y desafiantes, varios cipreses, y subieron por una amplia escalera de mármol rosa pálido, cuyas paredes estaban decoradas con enormes lienzos, todos ellos retratos de quienes habían sido inquisidores generales, máximos representantes de la institución que asentaba allí sus reales. Llegaron a la planta superior, cuyo suelo entarimado crujió bajo el peso de los dos individuos que con paso rápido y decidido, sobre todo el familiar, se dirigían hacia una antesala previa a un gabinete de trabajo, donde el inquisidor general recibía las visitas.

A lo largo del recorrido los dos hombres no cruzaron una sola palabra. Cuando llegaron a la antesala, donde había varias personas charlando apaciblemente para matar el tiempo hasta ser recibidos, el padre Sotomayor preguntó al familiar:

—¿Está aquí el padre Everardo?

A Pedro de Arista debió de parecerle una confianza excesiva la que se tomaba aquel jovenzuelo para referirse de tal forma a una personalidad como Nithard:

—Si os referís a su ilustrísima el señor inquisidor general, la respuesta es sí. Espero, además, que su ilustrísima —pronunció la palabra con énfasis— acceda a recibirnos inmediatamente. Tened la bondad de aguardar aquí. Será sólo un instante.

Los presentes saludaron con respetuosos movimientos al familiar. Éste, que apenas se dignó corresponder, se dirigió a un individuo de pequeña estatura que parecía ejercer funciones de portero, quien le recibió con una profunda reverencia. El padre Sotomayor pudo percatarse de que aquel individuo, de quien no tenía mayor conocimiento que lo que él mismo le había dicho, por causa del escaso tiempo que llevaba en la corte —apenas hacía un mes que había llegado a Madrid—, por sus ademanes y por la actitud que todos adoptaban ante él, sin duda era persona de gran autoridad dentro del Santo Oficio.

El portero escuchó con atención lo que Arista le susurró al oído, a la vez que afirmaba con movimientos de cabeza. Luego, sin perder un instante entró en el gabinete.

Para entretener la espera Arista sacó de uno de los bolsillos de su jubón una bolsa de fino tafilete, extrajo un cigarro y los adminículos para encenderlo, cosa que hizo con la facilidad propia de quien está habituado a ello. En pocos segundos una densa humareda surgió a su alrededor, como si alguien hubiese agitado un incensario, a la vez que un olor acre y un punto pestilente se extendió por la antesala. Algunos de los presentes tosieron de forma ostensible e incluso hubo quien se santiguó apresuradamente. Nada de ello pareció importar a don Pedro, que se dirigió a donde le aguardaba Sotomayor.

—Esta costumbre de fumar que ha venido de las Indias es una de las mejores cosas que nos ha traído el descubrimiento de aquellas tierras. A pesar de que algunos digan que es un vicio asqueroso y repugnante, que es malo para la salud e incluso una práctica un punto diabólica, lo cual es una paparrucha. Lo cierto y verdad es que serena los ánimos y tranquiliza el espíritu en momentos de agitación.

A Sotomayor por primera vez las palabras de aquel hombre no le sonaban ni a orden, ni a imposición, ni a amenaza solapada. Eran un simple comentario sobre un asunto que estaba en boca de las gentes y que desde hacía tiempo se prestaba a todo tipo de comentarios e incluso controversias, que habían dado a la estampa numerosos escritos a favor y en contra de aquella extraña costumbre, que cada vez lo era menos, copiada de los indios. Aunque la iglesia oficialmente no había efectuado ningún tipo de pronunciamiento, eran numerosos los prelados que habían hecho públicas ciertas disposiciones respecto a tan curiosa novedad. En algunas diócesis se había establecido la prohibición de fumar en el interior de los templos por causa de la humareda que producía, el olor que provocaba e incluso las toses y molestias a que daba lugar en muchas de las gentes que asistían a los oficios litúrgicos. Algún ordinario había ido más allá, en la dirección apuntada por Arista, condenando por su cuenta una práctica que había de estar relacionada con el Maligno como resultaba evidente de algo que permitía echar humo por la boca y las narices. En el extremo contrario se situaba un considerable número de clérigos que se habían aficionado a fumar.

Lo cierto y verdad era que aquel debate levantaba pasiones entre las gentes y que, pese a ciertas condenas como las aludidas, cada vez era mayor el número de quienes se aficionaban al tabaco, que se consumía de diferentes modalidades. Así, había quienes, como don Pedro de Arista, inhalaban los humos por la boca y los expulsaba por la nariz y la boca indistintamente. Otros lo hacían sólo por la nariz o la boca. Había quienes inhalaban por la nariz —que era el modo en que fumaban los indios— y lo expulsaban por ella o por la boca.

También se había extendido la práctica de masticar las hojas con las que se fabricaban los cigarros, eran las gentes de mar quienes se habían decantado por esta forma con preferencia sobre las otras, porque así lo aconsejaba la prudencia y las estrictas órdenes de los capitanes para evitar incendios a bordo. Algunos lo hacían porque de esa forma nada tenían que ver con humos e incandescencias, que era por donde se podía advertir la mano de Lucifer, experto en materias como aquéllas.

Apenas habían iniciado el familiar y el jesuita la conversación acerca del tabaco cuando el sujeto que oficiaba de portero se acercó a don Pedro y le comunicó algo en voz baja, pero que Sotomayor pudo oír, dada su proximidad:

—Su ilustrísima os recibirá de inmediato, don Pedro. Acompañadme, por favor.

Abandonaron la antesala donde se guardaba turno y fueron introducidos en un gabinete de pequeñas dimensiones, sumido en una suave penumbra porque no recibía más luz natural que la que le entraba por la puerta. Estaba iluminado por un velón en el que ardían las torcidas que, empapadas en aceite, asomaban por sus numerosos picos. La decoración de la habitación estaba marcada por la austeridad. Destacaba una cómoda de grandes proporciones y líneas sencillas sobre la cual había un crucifijo con el cristo tallado en marfil, cuyas formas se salían de la iconografía común del tema.

—Aguardad aquí, que enseguida vendrá su ilustrísima.

Apenas habían pasado un par de minutos cuando por una puertecilla interior apareció la figura de Everardo Nithard, confesor y valido de la reina, doña Mariana de Austria, miembro de la Junta de Gobierno e inquisidor general. Su figura era alargada y ofrecía un perfil adusto que sus partidarios relacionaban con el ascetismo que presidía su vida. Iba tocado con un bonete negro de cuatro picos. A primera vista parecía persona más ligada a teologías y cuestiones del espíritu, que apegada a las cosas terrenales. Sus picudas cejas y la finura de sus labios, apenas una línea esbozada en el rostro, señalaban un carácter enérgico y fuerte, incluso una voluntad indomable. Usaba bigote y perilla a la moda, y ésta parecía ser su única concesión a las mundanas cosas que eran habituales en la corte, donde desempeñaba un preponderante papel gracias a la confianza que en él había depositado la regia penitente a quien dirigía en su conciencia y vida espiritual desde que llegara a España, siendo una niña de poco más de quince años para contraer matrimonio con su tío el rey Felipe IV, que le triplicaba la edad.

El inquisidor saludó con estudiada cordialidad a don Pedro, al que estrechó la mano. Le produjo cierta extrañeza encontrarse allí con un miembro de su orden con quien no había tenido trato. Nithard, habituado a lances como aquél, que la vida cortesana le planteaba con frecuencia, hizo un comentario ligero:

—Vuestro rostro me es vagamente familiar, padre… ¿padre?

—Soy el padre Diego de Sotomayor, hace pocos días que he llegado…

El valido no le dejó terminar, extendió su mano y el joven hijo de san Ignacio la besó con respetuosa disposición.

—Y bien, don Pedro, ¿qué es eso tan urgente que habéis de comunicarme y que no admite ningún tipo de demora?

—El padre Diego de Sotomayor dice tener pruebas fehacientes de la existencia de un plan cuyo objetivo es asesinar a vuestra ilustrísima.

Cuando Nithard escuchó aquellas palabras un ligero temblorcillo le sacudió el cuerpo. Transcurrieron varios segundos hasta que con cortesana disposición invitó a sus dos visitantes a tomar asiento en unos sillones frailunos:

—Tomen asiento vuesas mercedes porque el asunto tal y como lo habéis formulado requiere de la necesaria meditación. ¿Desean vuesas mercedes algún refresco?, ¿agua de canela?, ¿leche aromatizada?, ¿alguna infusión?

Sin esperar a que hubiese respuesta a su invitación, Nithard agitó varias veces una campanilla de plata que había sobre una mesita auxiliar. Estaba claro que quien necesitaba algún tipo de reconfortante era él. Al instante apareció un criado en actitud solícita.

—¿Qué tomarán vuesas mercedes? —preguntó de nuevo el inquisidor.

—Agua fresca, si es posible —señaló el familiar.

—También yo —asintió Sotomayor.

—Agua, pues, para todos —sentenció Nithard.

Cuando el criado se hubo retirado fue el valido quien inició la conversación:

—Veamos qué es lo que tenéis que comunicarme acerca de tan extraordinaria noticia. Como vuesas mercedes comprenderán estoy vivamente interesado en conocer todo lo que se sepa acerca de este asunto, así como todos los detalles posibles.

Arista miró a Sotomayor y, sin decir palabra, le indicó que era él quien tenía que hablar. El joven jesuita, un poco desconcertado, comenzó a relatar los acontecimientos que hacía poco rato había vivido:

—Veréis, ilustrísima, esta mañana fui requerido en la posada de la Estrella para asistir a un moribundo que pedía confesión. Se trataba del marqués de Saint-Aunais…

—¿Saint-Aunais, decís? —preguntó Nithard, que parecía hacer memoria.

—En efecto, ilustrísima, afirmaba haber sido envenenado y pedía confesión. Según sus propias palabras el veneno le fue suministrado en el chocolate al que le invitaron unos individuos con los que se había citado en el mesón del Moro. Según dijo, fue envenenado por negarse a participar en un plan urdido para acabar con la vida de vuestra ilustrísima…

El valido se removió inquieto en su sillón. En aquel momento el criado entró portando una bandeja con una jarra y tres copas de cristal finamente labrado, sirvió agua y preguntó:

—¿Desea vuestra ilustrísima alguna otra cosa?

—Nada más, puedes retirarte. Cierra la puerta al salir.

El criado abandonó la estancia silenciosamente mientras el propio Nithard ofrecía las copas a sus interlocutores.

—Don Diego, cuando gustéis, podéis continuar.

—Como decía a su ilustrísima, aquellos individuos, según Saint-Aunais, tenían un plan para asesinaros. Eso fue lo que en el último trance ha confesado ese desgraciado.

—¿Conocéis los nombres de los individuos que, según Saint-Aunais, le habían suministrado el veneno? —preguntó el inquisidor.

—Me facilitó el nombre de uno de ellos. Al parecer no conocía al otro.

—¿Y quién era el sujeto conocido?

—Se trata de un hidalgo aragonés apellidado Malladas, ilustrísima.

—¡Malladas!

—Fue casi un grito lo que salió de la boca de Nithard, quien de forma casi instintiva se puso en pie. Arista y Sotomayor también se levantaron. Este último le preguntó sorprendido:

—¿Le conoce vuestra ilustrísima, por un casual?

—Claro, claro que le conozco, y precisamente por eso me resulta extraño que se trate de esa persona.

Nithard, pese a lo reducido de la estancia, paseaba inquieto de un lado para otro y murmuraba entre dientes:

—No es posible, no puede ser.

Arista le preguntó:

—¿Cree su ilustrísima que todo esto no es sino una patraña del marqués de Saint-Aunais?

Nithard se tomó cierto tiempo para responder, mientras Sotomayor daba claras muestras de nerviosismo.

—Saint-Aunais era un intrigante, Dios Nuestro Señor le haya acogido en su santo seno, que nunca tuvo escrúpulos para jugar con barajas diferentes. A veces estuvo con don Juan y a veces con nosotros, dependiendo del contenido de la bolsa de ducados que cada cual pusiera en sus manos. Incluso llegó a mantener un doble juego en función de sus intereses. ¡Puedo aseguraros que no es persona de fiar!

—Pero, señor, estaba en trance de morir —indicó con voz temblorosa el padre Sotomayor.

—Se nota que sois muy joven aún, mi querido don Diego, y también que no conocéis a la persona que habéis asistido en el momento de expirar. Saint-Aunais hubiese sido capaz de vender su alma al mismísimo diablo.

Al escuchar aquella exclamación el joven sacerdote se santiguó apresuradamente:

—Su ilustrísima, tal vez, convendrá conmigo en que en el momento de la muerte no se suele mentir y, por otra parte, ¿qué beneficio podría obtener el moribundo mintiendo con una afirmación como la que ha hecho?

—Podría tratarse de la venganza de un embaucador como era el marqués. Hay que conocer al personaje… —Nithard se detuvo un momento, en sus ojos brilló una luz, como una revelación—. Por cierto, don Diego, ¿estáis seguro de que el marqués ha fallecido?

El jesuita pareció encogerse al escuchar aquella pregunta y, tras un instante de vacilación, afirmó con contundencia:

—Puedo jurar a vuestra ilustrísima que cuando salí de la posada de la Estrella era un cadáver y que instantes antes le había oído en confesión y administrado los santos óleos.

—¿Dijo en confesión lo del plan para asesinarme y la implicación de Malladas? —preguntó Nithard con cierta inquietud.

El padre Sotomayor enrojeció, poniéndose como la grana:

—No revelaría ni por todo el oro del mundo lo que se me confiase en confesión. Habéis de saber que antes de confesarse había dicho a todos los presentes que le había envenenado el tal Malladas, quien utilizó para ello el chocolate del desayuno por negarse a participar en el plan urdido contra la vida de vuestra ilustrísima. Lo único que puedo deciros es que en el acto penitencial ratificó lo mismo que había afirmado poco antes.

Arista, que continuaba fumando con aplicación y llenaba de humo la pequeña sala en que mantenían la reunión, volvió a preguntar al inquisidor:

—¿De qué conoce su ilustrísima al tal Malladas?

Nithard miró a don Pedro con cierta dureza, como reconviniéndole por su curiosidad.

El familiar captó el sentido de aquella mirada y comentó a modo de excusa:

—Mi pregunta sobre la posible relación de su ilustrísima con Malladas sólo pretende alcanzar alguna vía de conocimiento acerca de la confesión realizada por Saint-Aunais.

—No esperaba yo que hubiera otra intención en vuestra pregunta, mi querido don Pedro —comentó Nithard con cierta sorna. Luego, dirigiéndose a su joven compañero de orden, comentó—: No tengo palabras para agradeceros, mi querido hermano, vuestros desvelos hacia mi persona y vuestro interés en todo este enojoso asunto. También mis más efusivas gracias a vos —se dirigió a Arista— por vuestra celeridad y energía. Muerto Saint-Aunais, creo que lo adecuado es localizar a Malladas y para ello lo más conveniente será no perder un instante. Voy a disponer todo lo necesario para que ese individuo sea interrogado.

Nithard dio por terminada la reunión:

—Tenéis nuestra autorización para retiraros.

Arista hizo una leve inclinación de cabeza como saludo de despedida, pero Sotomayor pidió con voz entrecortada:

—Hay algo más que vuestra ilustrísima habría de saber, pero es algo que sólo puedo revelar… revelar a vuestra ilustrísima, sin… sin ningún testigo —el jesuita estaba azorado.

Nithard le sacó rápidamente del apuro:

—Don Pedro, ¿seríais tan amable de dejarnos un momento a solas?

—¡Cómo no, ilustrísima! —Arista a duras penas podía contener su cólera, pero no tenía otra opción. Con gesto contrariado salió de la habitación, dejando una estela de humo tras de sí.

Al quedar solos los dos compañeros de orden, Nithard, que se había mostrado envarado con la presencia del familiar, pareció relajarse. Sotomayor se percató de que la presencia de aquel individuo era poco grata al valido. Tampoco a él le gustaban sus maneras.

Nithard le invitó a sentarse e hizo un expresivo gesto con las manos dando a entender que se encontraba en disposición de oír aquello que tenía que contarle en secreto. Sotomayor vaciló un instante y luego en voz baja, como temiendo escucharse a sí mismo, dijo:

—Hay algo más en este asunto…

El valido, que vio la duda reflejada en sus ojos, le animó con voz suave:

—Sosegaos, hermano Diego y, si creéis que debo saber eso que queréis decirme, hacedlo tranquilamente.

—Verá, su ilustrísima… es que… es que lo que tengo que contarle no fue dicho por Saint-Aunais para que fuese escuchado por los presentes, como lo relativo a su envenenamiento por Malladas. Esto sólo me lo dijo a mí y… y…

—¿Y? —Nithard trataba de ayudarle.

—Y no sé, ilustrísima, si la revelación que me hizo forma parte del secreto de confesión. No lo sé, no lo sé —el jesuita se cubrió el rostro con las dos manos.

—Tranquilizaos, Diego, tranquilizaos —Nithard se levantó y al posar suavemente una mano sobre el hombro de su joven compañero de orden comprobó la tensión que soportaba. Tomó la copa en que había bebido el joven jesuita y se la ofreció:

—Un sorbo no os vendrá mal.

El agua pareció tranquilizar un poco a Sotomayor, era víctima del cúmulo de tensiones soportadas aquella mañana. Nithard comenzó a hablarle de forma reposada, como si tuviera delante a un alumno a quien había de transmitirle una cuestión de índole académica:

—Es lógico, mi buen amigo, que seáis presa de la congoja que os invade si tenéis la duda de que podéis faltar al secreto de confesión. Pero precisamente la existencia de la duda es la mejor garantía que poseéis para dar reposo a vuestro espíritu. Porque en caso de duda hemos de resolver mediante la reflexión. ¿Me permitís que os ayude en ese ejercicio?

Sotomayor asintió con un movimiento de cabeza.

—¿El asunto en cuestión es un pecado o una falta cometida por vuestro penitente y confiada a vos para que le fuese perdonada su culpa?

—No, ilustrísima, no se trata de un pecado, ni de una falta.

—Quiere decir eso que la cuestión no forma parte de aquella materia que, estricto sensu, en opinión de cualquier canonista, sería objeto de confesión penitencial.

—Así es, ilustrísima.

—En ese caso, mi querido don Diego, estamos en presencia de una cuestión que no requería ni de atrición ni de contrición.

—Cierto, ilustrísima.

—Por lo tanto, ese secreto que parecéis compartir sólo vos y el marqués de Saint-Aunais no formaba parte del secreto de confesión.

—Vuestro razonamiento es impecable, ilustrísima, pero ese secreto que yo conozco me fue revelado en el acto de la confesión.

—¡Igual que podía haberos contado una anécdota o un chascarrillo! —comentó Nithard un punto enojado.

—Pero no se trataba ni de una cosa ni de otra, ilustrísima.

—Precisamente por ello, mi querido amigo —el inquisidor trataba de recuperar el sosiego—, es por lo que le estáis dando una importancia que no tiene. Porque, decidme, si hubiese sido una cuestión baladí, ¿os estaríais planteando las dudas que tenéis?

—Ciertamente no, ilustrísima.

—Reflexionad, pues, en ello. Por otra parte, y una vez despejada la duda de si era o no materia de confesión ese secreto que guardáis —Nithard daba ya por resuelto el asunto—, habréis de considerar el daño que puede evitarse si reveláis su contenido y si no lo hacéis. Ésa es una cuestión moral que no debéis perder de vista. Quiero deciros con ello, mi querido amigo —Nithard utilizaba toda su experiencia cortesana—, que podría caer sobre vuestra conciencia el peso de las consecuencias de vuestra decisión sobre la revelación del contenido de ese secreto. Y, por último, ¿os dijo el moribundo que lo que os contaba, fuera de confesión porque no se trataba de pecado ni de falta, os lo transmitía bajo secreto?

—No, ilustrísima, el señor marqués no me pidió ningún compromiso de secreto al revelarme lo que me dijo. Es más, tengo la vaga impresión de que deseaba que se supiese aquello que ponía en mi conocimiento.

—¡Alma de Dios! ¡A qué aguardáis entonces para confiarme qué es ello!

—Creo que su ilustrísima tiene toda la razón. Pero comprenderéis que en las actuales circunstancias —Sotomayor trataba de justificar su actitud— desee que en mi conciencia no quede un asomo de duda. Después de vuestras reflexiones no las albergo; además, el conocimiento que su ilustrísima alcanzará con ello será de gran utilidad no sólo para su persona, sino también para asuntos relacionados con la política de esta monarquía.

—Os escucho, pues.

—Malladas, ilustrísima, era un mero instrumento del plan, un peón del mismo. Lo que voy a revelaros es el nombre de quien está detrás del plan urdido para asesinaros.

Los ojos de Nithard brillaron de forma especial:

—¿De quién se trata?

—Se trata de… Se trata de don Juan José de Austria. Él es el inductor de toda esta trama.

A Nithard se le dibujó una sonrisa en el rostro:

—Os agradezco infinitamente la información que acabáis de facilitarme. Ahora podéis retiraros y estad siempre en disposición de que pueda localizaros, por si necesitase de vuestro testimonio —se puso en pie y alargó la mano para que fuese besada por el joven sacerdote, quien, tras depositar el ósculo, abandonó la sala silenciosamente.