UNOS días después, Manón fue a vivir con sus hijos a un hotel de los alrededores de Bayona. Si no había perdido completamente su belleza, ya no tenía la vivacidad y la frescura de antes.
Manón se dedicó a educar a sus hijos y a leer constantemente.
Se mostraba seria, triste e insociable. Rosa no se sentía ya celosa, y Álvaro pudo hablar con Manón largo rato. Álvaro vio que hubiera podido casarse con ella, pero la suerte lo había dispuesto de otra manera.
Álvaro seguía sintiendo casi el mismo entusiasmo que en su juventud.
Por entonces tiraron la casa del Reducto. Alvarito recogió los papeles, muebles y estampas de Chipiteguy y los llevó al hotel de los alrededores de Bayona.
Manón colocó los cuadros, las estampas y los muebles de su abuelo en su casa de campo, que era grande y tenía hermosos salones. El sol de la tarde daba en estas salas, y entraba hasta el fondo de los cuartos.
La luz se descomponía en los prismas y colgantes de cristal de las arañas del techo y pintaba magníficos arcos iris en el papel, en el suelo y en el asiento de las sillas de viejo damasco.
Álvaro, entonces sentía una gran melancolía, como si estuviera delante de la vida pasada, y como si el sol, pálido, iluminando los marcos dorados, de un dorado sin brillo, y los terciopelos ajados de los sillones, iluminara sus ilusiones marchitas.
Manón no tenía un retrato de su abuelo. Si lo hubiese tenido, lo hubiera puesto. Pero allí estaban los muebles, los libros, los cuadros y las estampas de la casa del Reducto, donde había pasado la infancia.
Álvaro se sentía allí mejor que en su casa. Tenía buena amistad y cariño por su mujer, por Rosa; pero su entusiasmo seguía siendo Manón. A veces estaba tentado del deseo de confesárselo.
Un día, sobre todo, la tentación fue mayor. Era en el jardín de la casa de campo de Bayona, una tarde de otoño, de viento Sur, que le recordó a Alvarito la vez que estuvo con Manón y Rosa, hacía ya muchísimos años, en el castillo de Urtubi.
Los árboles, muy altos, que daban hacia la carretera, iban quedando rojos y amarillentos; hacia el lado de España se extendía azul la cadena de los Pirineos.
El jardín vibraba con el viento seco, con un aire de alucinación; el cielo se mostraba lleno de nubes rojas, los heliantos brillaban al sol y llegaban oleadas perfumadas de heno…
Manón habló del viejo Chipiteguy con cariño y con entusiasmo, lamentándose de que por su excesivo amor le hubiese desviado a ella de su destino natural.
Álvaro estuvo a punto de confesarle que le seguía queriendo lo mismo que antiguamente; pero, al ver a los hijos de Manón, se contuvo.
Álvaro no había caído en el egoísmo del matrimonio, pero sentía la responsabilidad de ser padre. De los chicos de Manón, uno de los varones, se parecía al vizconde; otro de los chicos y la niña mayor eran casi iguales a su madre.
Esta niña, ya de trece años, tenía gran cariño por su tío Álvaro, como le llamaba, y él, al contemplarla, recordaba a Manón en el esplendor de su juventud.
Cuando Álvaro llegó a la vejez, en vez de hacerse indiferente y egoísta, como la mayoría de los viejos, se hizo más sentimental.
Solía hablar a sus hijos y a sus sobrinos de cómo había vivido en su juventud y de sus primeras impresiones en casa de Chipiteguy. Al hablar del trapero, muchas veces se conmovía y le solían saltar las lágrimas.
Zarauz, Casa de Narros, septiembre 1927.