XXXI

AÑOS DESPUÉS

ALVARITO y Rosa tuvieron varios hijos. Dolores siguió en su tienda, trabajando cada vez más. A la muchacha se le ofrecieron algunas proposiciones de matrimonio de conveniencia, pero las rechazó. Quería casarse únicamente por amor. Dolores era cariñosa y se dedicó a cuidar de sus sobrinos, que sentían por ella gran entusiasmo.

La madre de Alvarito estaba entregada a la iglesia; vivía muy bien, como no había vivido nunca: sin inquietudes ni apuros.

Varios años después del matrimonio de Alvarito apareció Manón en Bayona. Volvía de París. La vizcondesa de Saint-Paul estaba muy guapa, muy elegante, con la prestancia de una gran señora. Tenía tres hijos, la mayor una niña de ocho años.

Manón se manifestó desengañada, desencantada, con muy poco entusiasmo por todo.

El vizconde de Saint-Paul era, al parecer, un hombre mundano, que gastaba el dinero y no se cuidaba de ella.

—Que gaste nuestra fortuna —dijo una vez Manón—, me parece muy bien; no en balde se ha casado con la nieta de un trapero. Que sea un egoísta, un fatuo, me parece también bien; ahora, que haga poco caso de sus hijos, me parece mal; porque los tontos también suelen querer a sus hijos.

Alvarito, al encontrase con Manón, sintió renacer de nuevo su entusiasmo amoroso por ella; pero disimuló tan bien, que su misma mujer no lo notó.

Manón tenía indudablemente deseo de hablar a solas con Álvaro, de explicarse y de sincerarse; pero Rosa no se separaba un momento de su marido, y aunque la vizcondesa pretendió hablar varias veces con Álvaro, Rosa se las arregló para impedirlo, y Manón volvió a París sin llegar a tener explicación alguna con su antiguo adorador.

Cinco años más tarde

Cinco años más tarde, Álvaro recibió una carta del vizconde de Saint-Paul, el marido de Manón. En esta carta, el vizconde le rogaba que fuera a París a hablar con él de asuntos de familia.

Álvaro enseñó la carta a su mujer y a su suegra, y las dos accedieron a que hiciera el viaje.

Alvarito marchó a París. Al llegar, le esperaba en la estación un criado con un coche, que le llevó a una casa de la orilla izquierda del Sena en el faubourg Saint-Germain. El entrar en la casa, un ayuda de cámara le acompañó a un cuarto elegante, donde pudo lavarse y arreglarse, y después a una sala, en la que encontró a Manón, sentada en un sofá con aire de desafío y de abatimiento, y a su marido, el vizconde, paseándose por el cuarto, con el aspecto de un hombre furioso y soberbio.

Se trataba de que Manón y su marido querían separarse.

—Le estábamos a usted esperando con impaciencia —dijo el vizconde.

—Usted dirá —repuso Alvarito.

—Esta mujer quiere enfurecerme —exclamó el vizconde—; tiene una correspondencia con un hombre que es su amante.

—No es verdad —exclamó Manón—; no es mi amante, pero puede llegar a serlo.

—Esta mujer no tiene vergüenza.

—Si usted tiene queridas, yo puedo tener amantes.

—No sé cómo me contengo —gritó el vizconde—, no sé cómo no la mato.

El marido se acercó a ella con el puño cerrado. Álvaro se levantó para defenderla, y ella se irguió al mismo tiempo, radiante de orgullo y de cólera. Entonces el marido retrocedió.

Comenzó de nuevo la discusión, que sin duda en ellos era habitual. El vizconde afirmaba que tenía pruebas de la mala conducta de su mujer y que la separaría de sus hijos. Manón replicaba que mostrara las pruebas, y afirmaba que de ninguna manera se separaría de sus hijos.

—Al proceso y al escándalo —añadió ella—; no me importa nada la opinión y; lo que sé es que no dejaré a mis hijos.

—Se exasperan ustedes uno a otro —dijo Alvarito—; si ustedes quieren, yo intentaré el arreglo. Hablaré primero con uno y después con el otro, y haré lo posible para que lleguen ustedes a un acuerdo.

Efectivamente; Alvarito conferenció varias veces con marido y mujer, intentó suavizar las asperezas y llevó el asunto a una solución decorosa.

Manón y el vizconde quedaron de acuerdo en separarse amistosamente. Ella se llevaría los hijos a Bayona, él seguiría en su casa de París, administraría la fortuna y pasaría a su mujer una pensión. Cuando los hijos fueran mayores irían a París.

Para no dar que hablar a sus amistades, se diría que ella estaba enferma y que necesitaba cambiar de aires. El marido aceptó las condiciones que propuso Alvarito en nombre de Manón.

Inmediatamente de arreglar el asunto, Alvarito volvió a Bayona y contó a su mujer y a su suegra lo ocurrido. Las dos encontraron que había obrado muy bien, con gran discreción y acierto.