XXX

EL DESTINO TRISTE DE UNA FIGURA DE CERA

POCO después de la boda de Alvarito, Marcelo, el sobrino de Chipiteguy, se casó con Paquerette Recur.

El matrimonio fue el motivo del final pintoresco de una de las figuras de cera de Chipiteguy. Aquella figura había ido a parar a casa de la maldiciente y temible señorita Bizot, a quien se la habían ofrecido. Esta señorita era partidaria del refrán que dice que en el tomar no hay engaño. La figura que le regalaron no se sabía si era de la Brinvilliers o de madama Roland; no tenía más que el busto, y este se hallaba un poco maltratado por los Curtius de la época y por los demás explotadores de la ceroplastia.

La señorita Verónica Bizot gozaba fama, al parecer merecida, de mala, de chismosa y de cruel. La señorita Bizot, cuando tenía criada, era alguna muchachita de pocos años, a quien prometía cosas fantásticas y a la que pegaba y no pagaba.

Se decía que a veces los vecinos tenían que ir, alarmados, a la casa de la Bizot al oír gritos, y se encontraban a esta que zarandeaba violentamente a la muchacha o le tiraba de los pelos. La Bizot era, además, de mala y cruel, despótica, soberbia y supersticiosa.

La Bizot estaba, al parecer, enamorada de Marcelo, el sobrino de Chipiteguy, y cuando supo que este se casaba con Paquerette, sintió avivarse profundamente su odio por la vaporosa señorita de Recur.

Maniobras de la Bizot

La indignación la hizo dejar de frecuentar algunas tertulias, para no ver a los recién casados.

Ella y su amiga Nené fueron por entonces a vivir a una casa pequeña, aislada, de la misma calle de la Carnicería Vieja, cerca del Rempart Lachepaillet, sitio retirado, al lado de un prostíbulo, donde la Nené podía recibir, sin que nadie se enterara ni se escandalizara, a sus viejos amantes.

La casa era sórdida, de ladrillo, con la pared decorada con entramado de madera negra y el tejado en forma de piñón; estaba entre otras más altas; tenía delante un jardín enlosado, sombrío, con una fuente y un rosal trepador, que en primavera daba rosas pálidas, como anémicas. Todo el jardín estaba lleno de musgo por la humedad y la sombra. El jardincillo comunicaba con un patio oscuro próximo a la muralla.

Al piso principal fue a vivir la Nené, con su padre y dos criadas, y en el piso alto, en unos cuartuchos abuhardillados, con una cocina, se instaló la señorita Bizot.

La casa de la Bizot era húmeda, sombría y baja de techo. Lo único que tenía menos malo era un balcón corrido hacia el patio. La solterona puso unos tiestos con enredaderas, y pensó que aquel balcón sería un pequeño jardín romántico como el de Jenny l’Ouvriére.

A la Bizot jamás se le ocurrió que por aquel lado, húmedo y oscuro, que daba a un patio con ventanillos pequeños, pudiese haber alguien que la estuviese observando, y, sin embargo, hubo unos ojos que la contemplaron con curiosidad lo que hizo la solterona durante una temporada.

Verdad es que las maniobras de la vieja señorita no dejaban de tener interés. Estos ojos eran los del grabador Meyer, amigo de Aviraneta.

Un día Meyer fue a la buhardilla de su casa, donde guardaba papel, y vio con asombro que la Bizot hacía una serie de operaciones misteriosas con una figura de cera. El grabador se agazapó para mirar y tomó unos gemelos para ver con más detalle.

Pequeña erudición

Las maniobra que hacía la solterona constituían una clásica operación de magia, frecuente en los tiempos medievales: un levantamiento de figura; la misma operación que hacía el astrólogo florentino Cosme Ruggieri en tiempo de Catalina de Médicis; la que hizo el conde de Etampes contra el de Charolais, ayudado por un fraile negro, y la que practicaba también Leonor Galigay, la mujer de Concini.

Esta operación, el levantamiento de figura, Vultus, era ya conocida en la antigüedad.

El jurisconsulto francés I. Bodin, nacido en Angers, que hizo en el siglo XVI, un libro bastante curioso, titulado La demonomanía de los brujos, casi tan sabio como las Disquisitionum Magicarum, de Martín Del Río, y el Malleus Malleficorum, del padre Spraenger, habla con frecuencia del encanto practicado por figuras de cera, estatuas fatales cuya eficacia se ha defendido hasta en nuestros tiempos.

El señor Bodin, quejándose a cada paso de la lenidad con que se trataba en su tiempo a brujos y a brujas, examina el sortilegio hecho por levantamientos de figura.

Así se expresa en el prólogo de su libro:

«Y aun Platón, aunque fue gran personaje, como que ha sido calificado de divino, cuando comienza a discurrir sobre las acciones de las brujas que él había diligentemente investigado y examinado en el undécimo libro de las leyes, dice “que es cosa difícil de persuadir a muchos que se burlan de ello que los brujos usan imágenes de cera, que ponen en los sepulcros, en las encrucijadas, entierran bajo las puertas, y por encantos, encantamientos y otras operaciones hacen cosas maravillosas”. Nuestras brujas —añade el jurisconsulto angerino— no han estado en Grecia ni leído a Platón para hacer imágenes de cera; pero, por conjuros que practican, matan a las personas con ayuda de Satán, como se ha comprobado en infinitos procesos, y entre ellos el de las brujas de Alençon y el de Enguerrand de Marigny, que estaba fundado en imágenes de cera conjuradas, por medio de las cuales se quería matar al rey».

Después, el buen señor Bodin, a pesar de ser un francés humanitario, se queja de que no se matase y quemase vivas a las brujas, y recuerda en el libro segundo de su obra, además de los casos citados en el prólogo, otros: el de un gentilhombre que fue decapitado en París y a quien se le encontró una imagen de cera con la cabeza y el corazón agujereado; el de las tres imágenes de cera, con el nombre de la reina de Inglaterra, que se hallaron en Francia, en un estercolero, y el caso de Duffus, rey de Escocia, que estuvo enfermo de languidez, hasta que se supo que unas brujas de Moravia, enemigas del rey, tenían una estatua de cera con el nombre de este, sobre lo que derramaban un líquido misterioso. Cogidas las brujas y quemadas vivas, para mayor gloria de Dios, el rey recobró la salud.

Como se ve, la señorita Bizot tenía precedentes en sus operaciones mágicas.

El vultus ineficaz

La Bizot colocó la figura de cera que había pertenecido a Chipiteguy en un velador, puso sobre ella una manteleta, un sombrerito, y hasta un letrero en la frente, en el cual podía leerse el nombre de Paquerette Recur.

Unos días después, una noche de luna, Meyer presenció una ceremonia como de bautizo, en la que la solterona echaba agua con una concha sobre la cabeza del busto de cera. Probablemente era agua bendita sacada de la iglesia.

Al día siguiente, el grabador vio que en el sitio del corazón la figura tenía hundida una larga aguja. Así estuvo el busto durante una semana. El grabador contó lo ocurrido a algunos amigos que fueron a su casa, y después divulgaron las operaciones mágicas de la solterona.

La noticia corrió por todo el pueblo, y muchos llamaron a la casa la casa del encanto.

La solterona no se enteró, al principio, de que la gente hablaba y se burlaba de ella; luego más tarde, se lo dijeron de viva voz y por carta. La solterona era antipática en todas partes.

Un mes después, en vista, sin duda, de que Paquerette no enfermaba ni se moría, la solterona volvió a pinchar la figura con un cuchillo y la chamuscó con una vela encendida. El muñeco, con el calor, tomó un aspecto verdaderamente terrible y asqueroso.

La Bizot esperó una semanas más el efecto del levantamiento de figura, pero este efecto no se notó. Al revés, Paquerette, después de casada, no seguramente a consecuencia del Vultus, se remozó y al año tuvo un niño.

La Bizot pareció más vieja, y hasta le salió una erupción en la cara y una inflamación en los ojos. Sus operaciones mágicas, divulgadas por el pueblo, hicieron que la gente se riera de ella y que nadie quisiera recibirla en su casa.

La Bizot, enferma de los ojos, fue a la fuente próxima al río Nive, que hizo brotar, según la tradición pública, San León; pero esta agua milagrosa a ella no le hizo ningún efecto y quedó más fea que nunca.

Poco tiempo después, el padre de la Nené murió, y esta muchacha tomó una actitud honesta y recogida; comenzó a vestir siempre de negro y fue pretendida por el herbolario Joliveau, que sabía que era rica.

La Nené, al parecer, vaciló; puso condiciones, se sintió muy pudorosa y remilgada y, a lo último, se decidió a casarse con el Bello Becerro y a hacerse dueña de la herboristería, tan peligrosa, según Frechón. En la vecindad y en el pueblo se comentó mucho el que la Nené fuera a la boda con traje blanco y corona de azahar.

—¡Qué descaro, qué falta de vergüenza! —decían las mujeres de la vecindad.

—¡Psch! —replicaba algún filósofo—. Eso, qué importa.

Marcharon los recién casados en un coche engalanado, con el cochero y el lacayo de librea, y el cochero con un ramo blanco en el látigo.

Joliveau y la Nené formaron un matrimonio modelo y casi respetable, sobre todo en orden de ahorro y de economía.

La fama del herbolario siguió siendo ambigua, y cuando murió el antiguo relojero y minero Doyambére, el hombre de las minas y de los tesoros, a quien tenía acogido en la casa, se dijo con insistencia que Joliveau le había envenenado con sus hierbas.

La Bizot lloró al ver a la Nené que marchaba a la iglesia a casarse. Se le iba la única manera de comer y de tomar postres gratis. La solterona siguió viviendo miserablemente en el cuartucho de la casa próxima a la muralla, que algunos chuscos, y en vista del fracaso de las operaciones mágicas intentadas por la Bizot, llamaron, no la casa del encanto, sino la casa del desencanto.