ALVARITO Y SU BODA
ALVARITO, después de la muerte de Chipiteguy, fue a vivir con su madre y con su hermana a la avenida de Boufflers, a casa de la señora de Lissagaray.
Desde entonces, Dolores, su hermana, comenzó a hablarle constantemente de Rosa; quería convencer a Álvaro de que debía pretenderla. Él se resistía, y aseguraba que Rosa no querría casarse con un hombre pobre como él.
—Pero tú ya no eres pobre —replicaba Dolores.
Dolores comprometió a Alvarito con la muchacha de tal manera, que tuvo que dar explicaciones.
Álvaro dijo a Rosa que no era verdad que su familia fuese aristocrática; su padre había creído que tenían genealogía ilustre y blasones; pero, al parecer, esto era un error.
A Rosa, la confidencia le pareció tan cómica, que pensó si Alvarito se estaría riendo de ella.
Álvaro añadió que él mismo había llegado a pensar muchas veces que tendría que heredar una fortuna de su familia, pero no había tal. Él era un pobre que no pasaría de ser empleado toda su vida. Su único capital era el que le había dejado Chipiteguy. Lo de la fortuna le parecía cosa seria a Rosa; pero afirmó con insistencia que el dinero no le preocupaba y que teniendo para vivir no deseaba más.
Dolores volvió a la carga con Alvarito constantemente y a todas las horas. Era una estupidez lo que hacía; una muchacha guapa, buena, de posición, no se encontraba, ni mucho menos, a la vuelta de una esquina. Bien veía Alvarito que Rosa no le rechazaría, y, al último, hizo su petición; fue aceptado y se fijó el día de la boda para la primavera próxima.
¿Vendría Manón a la boda? ¿No vendría? Esto le preocupaba mucho a Alvarito. Ya deseaba que no viniera. Rosa tampoco quería que llegara su prima. Pensaba que con su belleza, con su prestancia, le eclipsaría a ella por completo.
La boda fue muy elegante. Estuvieron todos los parientes y amigos. La familia de Lissagaray, la de Alvarito, los D’Arthez, Aviraneta y la condesa de Hervilly.
Hubo gran banquete, con brindis, y después baile. Rosa era feliz; Alvarito parecía asombrado y preocupado.
Unos días después, Álvaro tuvo un sueño, que fue el último en que figuraban los muñecos de cera. Marchaba paseando por el muelle del Adour, un día de otoño, de nubes pesadas; el cielo, de oro y de carmín, se reflejaba con sus esplendores en el río. En la orilla comenzó a ver todo un ejército de figuras de cera, tipos descascarillados, con una estúpida sonrisa, ojos de cristal y pelucas despegadas.
Al verlos, a Álvaro le entraba una terrible cólera contra los muñecos, y, montando en un caballo blanco, iba furioso hacia ellos con un mandoble, y empezaba a sablazos a diestro y siniestro, rajaba, hendía, destrozaba. Los hombres de cera, con las cabezas abiertas, le miraban, sonriendo con una estulta satisfacción.
Después de esta sarracina, todos los restos iba echándolos al río, que quedaba tan lleno de pelucas y bigotes postizos, que, comprendiendo lo mucho que estorbaban, tenía que cogerlos con un palo y pegarles fuego en la orilla.