XXVII

EN LA TABERNA DE OCHANDABARATZ

LOS sucesos de casa de Chipiteguy dieron pábulo a muchas conversaciones en el pueblo. Una semana después se contó en Bayona cómo se había encontrado el cadáver de Frechón en el río, hacia la salida del Adour, y cómo lo trajeron en lancha y lo tuvieron en el depósito de cadáveres hasta enterrarle.

Le chocó a Alvarito que el juez no le llamara a él a declarar. No supo si habían visto o no en el cadáver alguna herida. A Castegnaux no le avisaron tampoco para nada.

Alvarito preguntó en varios sitios, y se enteró de que Patrich, el sepulturero, fue el encargado de enterrar al antiguo dependiente de Chipiteguy. Álvaro conocía a Patrich; últimamente le había pagado el entierro de Paco Maluenda. Sabía dónde encontrarle, y fue en su busca a la taberna de Ochandabaratz.

Estaba allí Bidagorri, con su pierna de palo; Patrich, el maestro de baile Cuyala y Barneche, el marino, con otro piloto bearnés que solía venir en una chalana por el río Adour.

Alvarito llamó al sepulturero, y le convidó a una copa.

—¿Al fin, encontraron ustedes a Frechón? —le preguntó.

—Sí.

—¿En el río?

—Sí, estaba en el Boucau, flotando hacia la barra; lo trajeron en lancha, y lo hemos tenido en el depósito veinticuatro horas. Se le ha hecho un entierro de segunda, muy decente.

—¿Cómo estaba el muerto?

—¿Cómo iba a estar? Hecho una porquería. Olía a perros.

—¿Tenía alguna herida?

—No. ¡Qué iba a tener!

—¿Pero usted le vio bien?

—¡No le iba a ver! Como le veo a usted.

—¿Le vio usted desnudo?

—Naturalmente, y el juez y el médico le vieron también. No era un espectáculo agradable. El viejo Frechón estaba hinchado y gordo, con el vientre abultado y verde. Lo que nos chocó es que llevara una medallita y un escapulario.

—Es raro. Él, que se las echaba de incrédulo y de volteriano.

—Vaya usted a fiarse de la gente.

—¿Y no tenía ninguna herida?

—Ninguna.

Alvarito, satisfecho con la noticia, dijo al sepulturero que convidaba a los que estaban allí a beber lo que quisieran.

Patrich se llenó de entusiasmo.

—Ahora vengo —dijo—. Tengo que dar un encargo en una funeraria; esperadme.

Una canción política

Bidagorri, Barneche, Cuyala y Ochandabaratz hablaron de las canciones que se habían cantado al final de la guerra carlista, y un chatarrero vasco, que estaba subido sobre una barrica, cantó esta canción:

Zori gaiztoan

agertu izan zen

Karlos kintoren kopeta.

Aseri zahar bat

balitz bezala

eduki dute aseta

orain Frantziara,

ihesi egin du

bazterrak zorrez beteta.

(En mala hora apareció la jeta de Carlos quinto. Como si fuera una zorra vieja, le han tenido harto de comida, y ahora se ha escapado a Francia, dejando deudas por todas partes.)

Esta canción produjo diversos comentarios en los comensales, según sus opiniones y tendencias. A Cuyala, maestro de baile, legitimista y tradicionalista, le pareció mal e irrespetuosa; pero, en cambio, Bidagorri la encontraba bien.

El bearnés de la chalana, protestando de esta relación que no comprendía, comenzó a recitar para sí mismo la canción de Gastón Phebus, muy popular en el Bearn:

Aquestes muntines

qui tan hautes sun

m’empechen de bede

mes amurs un sun.

Bidagorri, que sentía gran antipatía por el romanticismo trovadoresco de los gascones, entonó una copla de los Húsares de la Guardia:

Toi qui connais les hussards de la garde

connais-tu pas l’trombon du regiment?

Quel air aimable quand il vous regarde!

Eh bien, ma chère, il était mon amant.

Las fantasias de Patrich, el sepulturero

Al volver Patrich, y al enterarse de lo que se cantaba, se incomodó, sobre todo al oír los comentarios que se hacían.

—¡Qué tonterías! ¿Qué les importa a ustedes las cosas de la guerra ni las de Bearn? Allá ellos, que se arreglen como puedan los militares y los bearneses.

A pesar del gusto por las bufonadas, Patrich era hombre de gran soberbia; se sentía rival de los políticos y de los generales célebres. Probablemente, la misma fama de Napoleón le parecía una impertinencia.

Patrich, después de comentar con ironía agresiva los comentarios políticos que se hacían sin su permiso, en su centro, en el cenáculo que él animaba con el fuego sagrado de la inspiración, dijo que por una vez lo pasaba; luego cogió un plato viejo, lo rompió en varios pedazos, separó dos trozos, que ensayó como castañuelas, y, plantándose delante de Alvarito con aire insolente y provocador, cantó una canción donostiarra:

Nahi baduzue edo ez baduzue,

ez naiz isilik egongo.

Plaza zaharreko dama gazteak

ez dira monja sartuko.

(Qué queráis, o no queráis, no estaré callado. Las muchachas jóvenes de la plaza vieja no se meterán monjas.)

El estribillo de la canción era este:

Jea, jea, torito, jea

Ai ze toreadorea!

(Jea, jea, torito, jea. ¡Ay, qué toreador!)

—¡Bravo, Patrich! —gritó Bidagorri, que no había oído nunca esta canción, y que, sin duda, le parecía todo un hallazgo.

—¡Bravo, Patrich! —exclamaron los demás, entusiasmados.

Aprendieron los comensales de la taberna la tonada, y cuando llegaba el estribillo: «¡Jea, jea, torito, jea!», lo cantaban a coro entre carcajadas, exclamaciones y gritos.

Patrich, el jorobado, no sólo cantaba, sino que bailaba, y de una manera tan dislocada, tan extravagante y tan grotesca, que hacía morir de risa a los espectadores, sobre todo cuando se dedicaba a hacer suertes de toreo con un pañuelo grande de color, como si fuera una muleta.

Los espectadores pidieron que subiera a la mesa para poder verle bailar mejor.

Apolo y Dionisios

El maestro Cuyala, que, sin duda, no estaba muy conforme con el aire dionisíaco y el poco academicismo del sepulturero, subió también encima de la mesa, y cuando llegaba el estribillo de «¡Jea, jea, torito, jea!», hacía unos movimientos elegantísimos, que contrastaban con las violencias, furiosas y macabras del sepulturero. Eran dos estilos de toreo de salón, traducidos al francés: el báquico y el apolínico, el funerario y el versallesco.

Después Patrich, que guardaba siempre sorpresas, sacó a relucir una canción caricaturesca, medio gascona, medio vasca, que decía así:

Susenati di comprachi,

ca comprachi una perruca

que me cueste ma merruca.

Di bará con la condichion

reverv' isi

ma robati il corasi

esperenchibiurne

andré boliviurne.

Con el quequerrequé,

con el faindirulá.

Urranda mina, mineta,

ni vers par piur pena,

ni vers par piur pená.

—¡Aufa! ¡Aufa! —gritaron todos, después de alargar el último calderón de la canción extravagante con gran entusiasmo.

Todavía Patrich encontró un final para sus ejercicios musicales, casi más grotesco, entre vasco y gitano, que cantó con aire de fandango y tocando furiosamente las castañuelas. Era así:

Txurrunbin txurrunban txurrunbela.

Ai beti bizi bagina honela!

Kurruki kirriki karraka

honelakoak… dira banaka.

La canción, en lo que se podía entender, decía: «Ojalá viviéramos siempre así», y al final aseguraba que de este modo son todas, una a una.

Ante esta riqueza de canciones extravagantes y barrocas, el maestro de baile, Cuyala, se consideró vencido, y dejó que el sepulturero disfrutara en paz de su triunfo.

Patrich, después de su baile y de su contoneo macabro, se balanceó como una bailarina y concluyó, como era su costumbre, poniendo la cabeza en el suelo, dando una voltereta y quedándose sentado.

Alvarito pagó lo que habían bebido todos y se levantó para salir.

—¡Adiós, primo! —le dijo Patrich.

Alvarito salió de la taberna, y marchó, entre melancólico y contento, por el muelle de los Vascos y la orilla del Nive, hacia el centro de Bayona.

El día, de otoño, estaba triste; el agua del Adour, turbia y de color de barro; las gotas de lluvias saltaban y parecían hervir en la superficie del río, y el viento formaba pequeñas olas en el agua…