MÁS SUEÑOS
PASADO este suceso, Alvarito tuvo una época de gran nerviosidad; se despertaba temblando, asustado, y padecía una serie de pesadillas a cual más extravagantes.
Una de las veces soñó que se hacía muy pequeño, como Gulliver en el país de los gigantes, y andaba por una casa que le parecía enorme, y encontraba moscas gigantescas, y se subía a los juguetes del bazar de la señora de Lissagaray, y daba la vuelta a la esfera de un reloj agarrado a su minutero.
Muchos de esos sueños, sin que por su carácter fueran espeluznantes, le producían siempre gran terror.
Casi todas las pesadillas se caracterizaban porque partían de un supuesto absurdo e inverosímil, y seguían con una gran precisión en los accidentes, contrastando lo disparatado del fondo con lo completamente lógico, natural y posible de los detalles.
—Quizá sea así toda mi vida —pensaba a veces Alvarito al despertar.
Una de aquellas noches de inquietud soñó que andaba paseándose por la plaza del Castillo, de Pamplona, con Chipiteguy.
Iba después con él a la calle del Carmen a corregir unas estampas viejas, cuando alguien le decía en voz baja:
—Aquí hay un hombre escondido en la buhardilla.
La noticia, sin saber por qué, le producía gran inquietud y espanto. Subía decidido unas escaleras, hasta el desván; la puerta estaba cerrada, no había llave. Entonces él, con un clavo torcido, improvisaba la llave.
Ya iba a abrir el desván, cuando veía que, a pocos pasos, en otra puerta entornada, por la rendija, le miraba un hombre alto, grueso, de barba negra, algo parecido a Frechón.
Entonces notaba rápidamente que era un grave peligro permanecer allí. No sabía por qué. Y se montaba en el pasamanos de la escalera, como los chicos, e iba deslizándose y bajando un piso y otro piso; pero el hombre grande y de barba negra advertía todos sus movimientos.
Poco después se presentaba uno de la Policía, subía las escaleras y se echaba sobre el hombre alto y barbudo, y le prendía; pero, al cabo de un momento, aparecía otro igual, y después otro, y, por último, toda la escalera se llenaba de hombres altos y barbudos.
Entonces, Álvaro salía de su casa, echaba a andar y veía que el hombre de la barba negra le seguía y le miraba, unas veces a través de una reja de un jardín, otras por en medio de un grupo de soldados o por entre el follaje de unos árboles.
Álvaro, furioso, le esperaba, le daba un puñetazo en la cabeza, le tiraba al suelo con gran facilidad y seguía adelante.
Entonces pensaba que lo mejor que podía hacer era marchar a Bayona, y se le ocurría preguntar el camino a la gente.
A una familia, vestida de luto, con chicos y chicas, todos muy tristes, se les acercaba y les preguntaba con gran finura:
—¿Quieren ustedes decirme si es este el camino de Bayona?
La familia, al oírle, echaba a correr en todas direcciones, gritando, con la boca abierta, tropezando unos con otros, presa del mayor terror.
—Pues sí que es una gente amable y cortés —se dijo Alvarito.
En esto se le acercó un viejo vestido de negro, con una sonrisa muy falsa, que le hizo muchas ceremonias, y le habló confidencialmente:
—¿Sabe usted? Estas gentes le tienen miedo, porque dicen que usted es el que ha matado a Frechón de un tiro de pistola.
—¿Y cómo lo saben? ¿Quién se lo ha dicho?
—Todo el mundo lo sabe.
Alvarito sintió una gran antipatía por aquel viejo zalamero, y estuvo a punto de atacarle.
Se iba acercando a Bayona con una rapidez inconcebible.
—No creía yo —se dijo Alvarito— que así, de paseo y sin cansarse, se pudiera ir de Pamplona a Bayona tan rápidamente.
A ratos se le ocurría la idea de que estaba soñando.
En esto, en una ventana alta, apareció la silueta de un hombre que empezó a saludarle, a hacer muecas y señales de burla, de cómico asentimiento. Era el hombre de la barba que se parecía a Frechón.
Alvarito sacó una pistola, y quiso disparar, pero no pudo; entonces cogió el arma, la tiró a la ventana, y, al esfuerzo que hizo, se despertó.