XXVI

MÁS SUEÑOS

PASADO este suceso, Alvarito tuvo una época de gran nerviosidad; se despertaba temblando, asustado, y padecía una serie de pesadillas a cual más extravagantes.

Una de las veces soñó que se hacía muy pequeño, como Gulliver en el país de los gigantes, y andaba por una casa que le parecía enorme, y encontraba moscas gigantescas, y se subía a los juguetes del bazar de la señora de Lissagaray, y daba la vuelta a la esfera de un reloj agarrado a su minutero.

Muchos de esos sueños, sin que por su carácter fueran espeluznantes, le producían siempre gran terror.

Casi todas las pesadillas se caracterizaban porque partían de un supuesto absurdo e inverosímil, y seguían con una gran precisión en los accidentes, contrastando lo disparatado del fondo con lo completamente lógico, natural y posible de los detalles.

—Quizá sea así toda mi vida —pensaba a veces Alvarito al despertar.

Los hombres de la barba negra

Una de aquellas noches de inquietud soñó que andaba paseándose por la plaza del Castillo, de Pamplona, con Chipiteguy.

Iba después con él a la calle del Carmen a corregir unas estampas viejas, cuando alguien le decía en voz baja:

—Aquí hay un hombre escondido en la buhardilla.

La noticia, sin saber por qué, le producía gran inquietud y espanto. Subía decidido unas escaleras, hasta el desván; la puerta estaba cerrada, no había llave. Entonces él, con un clavo torcido, improvisaba la llave.

Ya iba a abrir el desván, cuando veía que, a pocos pasos, en otra puerta entornada, por la rendija, le miraba un hombre alto, grueso, de barba negra, algo parecido a Frechón.

Entonces notaba rápidamente que era un grave peligro permanecer allí. No sabía por qué. Y se montaba en el pasamanos de la escalera, como los chicos, e iba deslizándose y bajando un piso y otro piso; pero el hombre grande y de barba negra advertía todos sus movimientos.

Poco después se presentaba uno de la Policía, subía las escaleras y se echaba sobre el hombre alto y barbudo, y le prendía; pero, al cabo de un momento, aparecía otro igual, y después otro, y, por último, toda la escalera se llenaba de hombres altos y barbudos.

Entonces, Álvaro salía de su casa, echaba a andar y veía que el hombre de la barba negra le seguía y le miraba, unas veces a través de una reja de un jardín, otras por en medio de un grupo de soldados o por entre el follaje de unos árboles.

Álvaro, furioso, le esperaba, le daba un puñetazo en la cabeza, le tiraba al suelo con gran facilidad y seguía adelante.

Entonces pensaba que lo mejor que podía hacer era marchar a Bayona, y se le ocurría preguntar el camino a la gente.

A una familia, vestida de luto, con chicos y chicas, todos muy tristes, se les acercaba y les preguntaba con gran finura:

—¿Quieren ustedes decirme si es este el camino de Bayona?

La familia, al oírle, echaba a correr en todas direcciones, gritando, con la boca abierta, tropezando unos con otros, presa del mayor terror.

—Pues sí que es una gente amable y cortés —se dijo Alvarito.

En esto se le acercó un viejo vestido de negro, con una sonrisa muy falsa, que le hizo muchas ceremonias, y le habló confidencialmente:

—¿Sabe usted? Estas gentes le tienen miedo, porque dicen que usted es el que ha matado a Frechón de un tiro de pistola.

—¿Y cómo lo saben? ¿Quién se lo ha dicho?

—Todo el mundo lo sabe.

Alvarito sintió una gran antipatía por aquel viejo zalamero, y estuvo a punto de atacarle.

Se iba acercando a Bayona con una rapidez inconcebible.

—No creía yo —se dijo Alvarito— que así, de paseo y sin cansarse, se pudiera ir de Pamplona a Bayona tan rápidamente.

A ratos se le ocurría la idea de que estaba soñando.

En esto, en una ventana alta, apareció la silueta de un hombre que empezó a saludarle, a hacer muecas y señales de burla, de cómico asentimiento. Era el hombre de la barba que se parecía a Frechón.

Alvarito sacó una pistola, y quiso disparar, pero no pudo; entonces cogió el arma, la tiró a la ventana, y, al esfuerzo que hizo, se despertó.