FANTASMAS EN LA CASA
HACÍA ya más de un año que se había casado Manón. No se tenían noticias de ella. Alvarito seguía trabajando en el bazar de la señora Lissagaray. Era un buen empleado, cumplidor y puntual.
La madre y la hermana de Alvarito querían que el muchacho comiera con ellas en su casa y les acompañase; pero Chipiteguy, por su parte, suplicaba al muchacho que no le abandonara.
El viejo estaba muy débil y muy enfermo. Le había entrado gran cariño por Alvarito y quería muchas veces sincerarse con él y persuadirle de que no le hubiese convenido casarse con Manón, porque esta, a pesar de su gracia y de su encanto, tenía un carácter díscolo, desigual y caprichoso. Álvaro movía la cabeza con tristeza, convencido de que el argumento del viejo no tenía ningún valor.
Una tarde, al oscurecer, estaba Alvarito en compañía del viejo, cuando oyeron ruidos y luego un rumor como de voces en el patio.
—Es extraño —murmuró Chipiteguy—; está todo cerrado.
—Y, sin embargo, parece que anda gente.
—¿De dónde han podido entrar?
—No sé.
—A ver, llama a la Tomascha.
Álvaro llamó a la Tomascha, que se presentó con la Mazou. Estas no comprendían lo que podía papero era evidente que se oían ruidos.
—¿Qué hacemos? —dijo la Mazou.
—Avisadle a Castegnaux.
Avisaron al sargento, que subió al cuarto de Chipiteguy, y se le dijo cómo se habían notado voces y ruido de gente en el patio.
A pesar de su valor, el sargento se asustó, y, sin duda, como no tenía la cabeza muy fuerte, pensó si se trataría de brujerías.
—¿Tú te acuerdas de haber cerrado la puerta? —le preguntó Chipiteguy.
—Sí, lo recuerdo. Estoy seguro de que en el patio no había nadie cuando yo he cerrado la puerta que da al portal y la de la casa.
—Pues alguien ha entrado, aunque no se comprende de dónde.
Chipiteguy estaba asustadísimo, y Castegnaux no lo estaba menos.
Alvarito, que desde hacía tiempo se sentía valiente, dijo de pronto, con serenidad, que iba a ver lo que pasaba.
—Es una vergüenza que estemos así, asustados, quizá porque algunos gatos de la vecindad han entrado en el patio.
La Mozou afirmó que ella le acompañaría llevando el farol; el sargento Castegnaux no tuvo más remedio que decir que les seguiría.
La Mazou trajo una linterna sorda.
Alvarito encendió un fósforo, y con él la linterna, que tenía la criada; bajó la escalera, seguido por la Mazou y el sargento Castegnaux. Después abrió bruscamente la puerta que del zaguán daba al patio.
—¡Adelante! —exclamó—. Vamos a ver lo que hay aquí.
Avanzaron los tres. No parecía que hubiese nadie. Al pasear la luz por todas partes, entre los montones de chatarra, en un rincón hasta entonces tapado por calderas y planchas de hierro viejo, vieron una poterna, roñosa, abierta.
Al encontrar aquella entrada no sospechada por nadie, se detuvieron la mujer y los dos hombres, sorprendidos.
—¿Habrá subterráneos en alguna parte, además de los que aparecen en las novelas de Ana Radcliffe? —se preguntó Alvarito.
—¿Se conoce adónde sale esto? —dijo Castegnaux.
—Yo no lo había visto nunca —contestó Alvarito—; el patrón no sabía tampoco que existiera este paso.
—Pues, sin duda, por aquí han entrado los ladrones.
Castegnaux, que había visto que no existía misterio ni brujería, sino una comunicación subterránea, por donde habían entrado algunos probablemente a robar, recobró su presencia de ánimo.
—Hay que explorar este agujero —dijo.
—¿Usted va a entrar? —le preguntó Alvarito.
—Sí.
Castegnaux se metió en el agujero, bajó unos escalones, y encontró un paso subterráneo, resbaladizo y húmedo. Había, sin duda, una comunicación por debajo del nivel de la calle, que salía quizá al Adour, cerca del puente de barcas.
—¿Se puede andar por ahí? —preguntó Alvarito.
—En este trecho, sí. ¿Quiere usted entrar?
—Sí. ¿Por qué no?
—Entonces, vamos adelante.
—Vamos.
—Hay que tomar precauciones. Usted alumbra con la linterna, pero no constantemente; cuando veamos un trozo recto y sin aguajeros, avanzaremos, tanteando el suelo, a oscuras. Yo llevaré una pistola. Tome usted otra. No vaya a haber alguien que nos quiera dar un disgusto.
Alvarito tomó la linterna de manos de la Mazou, bajó unos cuantos escalones, entró en el subterráneo, y el sargento y él comenzaron a avanzar.
Siguieron treinta o cuarenta pasos, marchando con prudencia, tanteando en el terreno resbaladizo, mirando si había agujeros y echando la luz de la linterna a las paredes y al suelo, por si encontraban algún obstáculo o estaba alguien acechándoles.
En esto, en una vuelta, vieron una sombra blanca que huía.
—Quite usted la luz —gritó el sargento.
Alvarito tardó bastante en tapar el cristal de la linterna sorda con su portezuela de hoja de lata. Los dos hombres quedaron a oscuras. La sombra blanca se volvió y se vio que llevaba una linterna en el pecho.
—¡Al suelo! —dijo el sargento a Alvarito, poniéndole la mano en el hombro y empujándole para abajo.
El sargento y Álvaro se agacharon y se tendieron en la tierra.
La sombra blanca echó la luz de la linterna hacia ellos, buscando a sus perseguidores; sin duda no les vio, y disparó un tiro. Pasó la bala por encima del sargento y de Álvaro, y fue a incrustarse en el techo del subterráneo.
A la luz de la linterna y del fogonazo del arma de fuego, Álvaro creyó reconocer a Frechón, vestido de blanco, con barbas y bigotes postizos.
—¿Qué extravagancia será esta? —se preguntó.
—¿Hay herida? —preguntó el sargento en voz baja.
—Nada.
—La bala ha dado en el techo. ¿Qué hacemos?
—¡Adelante!
Siguieron avanzando. Frechón debía de alejarse corriendo. Se comenzaba a ver la salida del subterráneo, una ligera claridad oval, en la que se destacaba una sombra negra.
—¡Alto a la justicia! —gritó Castegnaux—. ¡Fuego!
Castegnaux y Alvarito dispararon al mismo tiempo, pero Alvarito disparó al techo.
El hombre, Frechón, lanzó un grito, quizá de rabia o quizá de dolor; se destacó claramente, con su traje blanco, en la claridad de la salida del subterráneo. Luego se le vio sacar el cuerpo hacia fuera y forcejear. Se oyó el ruido de un cuerpo que caía en el agua. Castegnaux se acercó con precaución a la abertura del subterráneo, que daba al río; ya no se veía nada.
Había sido todo aquello tan rápido, y tan parecido a muchas escenas de sus sueños, que a Álvaro le dejó una impresión más vaga y más irreal que sus pesadillas.
Alvarito y Castegnaux quedaron un momento inmóviles y sin saber qué hacer.
—Abra usted de nuevo la linterna —dijo Castegnaux.
La abrió Alvarito, y, tomando grandes precauciones para no resbalarse, avanzaron los dos hasta la salida misma del subterráneo, donde había una reja abierta, medio podrida. La abertura daba al río, a la orilla izquierda del Adour, antes de reunirse con el Nive.
Volvieron de nuevo al patio de la casa, donde les esperaba la Mazou, que se hallaba muy inquieta, porque había oído los disparos en el interior del subterráneo.
Alvarito fue a contar a Chipiteguy lo ocurrido, y, mientras tanto, Castegnaux marchó a avisar a la guardia del Reducto. Volvió poco después.
—He explicado al sargento de la guardia lo que ha pasado; este ha mandado dos gendarmes a que vigilen la orilla del río, cerca del puente de barcas, y a otros dos que vendrán ahora en seguida a registrar la casa.
Efectivamente, al momento llegaron estos; reconocieron primero el subterráneo, registraron minuciosamente el patio y los almacenes, y encontraron al antiguo mozo de la casa, a Claquemain, con un camisón blanco y la cara pintada de corcho quemado, escondido entre las figuras de cera del grupo de los Asesinos. Hubo una gran algazara al verle. Se supo la noticia en la calle, y los vecinos quisieron entrar a contemplar al antiguo criado vestido de mamarracho.
Al principio, Claquemain no quiso decir nada, pero, viendo que no adelantaba la menor cosa con el silencio, confesó de plano.
A Chipiteguy le dijeron que bajara al patio para oír la declaración.
—¿Así, que usted confiesa que ha venido aquí a robar? —le preguntó el gendarme.
—Sí, hemos venido Frechón y yo —masculló con aire de mal humor Claquemain—. Queríamos ver si nos apoderábamos de un tesoro que este viejo tiene enterrado en la bodega, y que nos pertenece tanto como a él, porque entre los tres lo sacamos de Pamplona.
—¿Y por dónde han venido ustedes? ¿Por ese subterráneo?
—Sí.
—¿Y usted no sabía, señor Chipiteguy, que había esa comunicación de la casa con el río? —preguntó el gendarme al dueño.
—Yo, no.
—Frechón lo sabía —dijo Claquemain—, porque un guarda de Consumos le había contado que hacía ya muchísimo tiempo se había hecho contrabando llevando fardos en barcas por la noche hasta cerca del puente, y pasando por el subterráneo a la casa. El guarda parece que miró dos o tres veces, marchando en un bote por la orilla para encontrar la comunicación desde fuera; pero, como no la vio, supuso que estaría cerrada, y, como no tenía grandes ventajas en ello, lo dejó. Frechón insistió más. Abrió la puerta del patio, que parecía de un sumidero y que estaba oculta desde hacía años por un montón de chatarra y de latas, bajó por unas escaleras al subterráneo, y vio que este salía al río por una abertura que tenía una verja medio podrida, tapada con maderas y con hierbajos.
—¿Y por ahí han pasado ustedes? —preguntó el gendarme.
—Sí, por ahí hemos pasado —contestó Claquemain.
—¿Y a qué viene este disfraz?
—Esto se le ha ocurrido a Frechón; ha dicho que, viéndonos así, con túnicas blancas, nos tomarían por fantasmas.
—Ese hombre siempre ideando majaderías —dijo el viejo Chipiteguy, a quien las ocurrencias de su antiguo dependiente indignaban por el aire falsamente genial y de mala literatura que tenían.
—A pesar de esto —siguió Claquemain—, él lo ha echado todo a perder, porque ha venido borracho, y, al entrar en la bodega, ha dado un grito de susto. Yo le he preguntado en voz alta lo que le pasaba. Nuestras voces son las que se han debido oír en la casa.
—¿Y por qué ha sido el susto? —preguntó el gendarme.
—Porque Frechón ha tomado por personas a dos figuras de cera —contestó Claquemain.
Al parecer, al grupo de los Asesinos, a quien Álvaro cambió de sitio días antes, se les cayó la tela de saco que los cubría, y Frechón, sorprendido al verlos, se asustó.
—Siempre majadero ese hombre —exclamó Chipiteguy.
Claquemain insistió en que él y Frechón habían bebido de más. Sabía, sin duda, que esto era una circunstancia atenuante.
Entraron los gendarmes en el patio y en el almacén para comprobar lo dicho por Claquemain y seguir sus pasos. Efectivamente, el Asesino joven, con su puñal en la mano, y el Voceador, que gritaba envuelto en su paletó gris, estaban al descubierto al caérseles la arpillera que les tapaba. Además, Alvarito les había cambiado de sitio, lo que explicaba la sorpresa de Frechón, y más si este se encontraba borracho, como aseguraba Claquemain.
Por la mañana, los gendarmes llevaron a Claquemain, convenientemente atado, a la guardia del Reducto, y de allí lo condujeron a la cárcel.
Uno de los gendarmes pidió a Alvarito que fuese con ellos y les mostrara hacia dónde estaba la abertura del subterráneo que daba al río.
Entraron los dos gendarmes y Alvarito en una barca, y tardaron bastante en encontrar la salida del subterráneo.
Cerca flotaba la lancha abandonada en la cual fueron, sin duda, Frechón y Claquemain a escalar la casa. Frechón no apareció. Álvaro supuso si habría caído al río; cabía la posibilidad de que se hubiese salvado nadando hasta acercarse al puente o ganando la otra orilla; pero lo más probable es que se le hubiese llevado el agua.
Alvarito, en los días posteriores, tuvo gran interés en que se encontrara a Frechón. Temía haberle matado del pistoletazo que disparó, a pesar de que estaba seguro de haber tirado al techo del subterráneo.