XXIV

SUEÑOS

POR aquellos tiempos, después de la muerte de su padre, Alvarito tuvo muchas pesadillas y sueños a cual más absurdo e insensatos.

Una vez soñó que marchaba por un altísimo viaducto de piedra. Andaba con alpargatas, porque había notado desde hacía muchísimo tiempo que en algunas partes con los tacones de las botas el suelo del viaducto se desmoronaba y se deshacía.

Este viaducto salvaba una hoz de un río fantástico, una hoz extraña, muy parecida a las del Cabriel, con rocas de todos colores.

Era de noche. Una noche tan clara, que parecía de día. Al final del viaducto, sobre una peña de la hoz, veía la silueta de una vieja enlutada.

—Ya está ahí —pensaba—; estoy perdido. ¿Por qué? No lo sabía.

La vieja tenía la cara tapada y le invitaba a seguirle. Él vacilaba un momento, pero se decidía al fin.

El camino, estrecho, se metía por una cueva húmeda y negra; la vieja entraba en ella; él iba detrás, subían y bajaban cuestas y escaleras, pasaban desfiladeros angostos, en los que soplaba un viento muy frío, y en donde, a lo lejos, se advertía una claridad de crepúsculo.

De pronto desembocaban en una plazoleta iluminada por la luz de la luna. Había en medio una casa grande, misteriosa, con una azotea adornada con jarrones; una casa parecida a la casa de juguete del bazar de El Paraíso Terrenal.

La mujer de negro abría la puerta de un jardincillo y, por una calle de mirtos, pasaban a la huerta. Era una huerta absurda, con unos árboles retorcidos y enanos y unos matorrales que parecían fantasmas.

La vieja subía por el tronco de una parra, con una rapidez y una agilidad de mono, a un balcón corrido de madera, lleno de musgo y con unas tablas agujereadas y podridas.

Alvarito hacía lo mismo con una gran facilidad.

A este balcón corrido daba una ventanita cuadrada. La vieja le invitaba a contemplar desde allí el interior. Alvarito miraba por ella a través de una cortina y veía un cuarto iluminado por una lámpara, y en él dos personas: un joven elegante y Manón, que apoyaba el brazo sobre su hombro; los dos en una actitud parecida a las figuras de una estampa vista por él hacía mucho tiempo en Bayona.

Alvarito lloraba de tristeza. El joven elegante miraba con furia a la ventana, y la vieja de negro desaparecía.

Cambio de decoración

De repente cambiaba la decoración. Se encontraba en un pueblo desconocido, en una feria que se celebraba en un arenal, al borde del mar.

Todo estaba lleno de puestos sucios, de casas viejas y destrozadas. Estas casas se hallaban surcadas por letreros confusos, que temblaban como si fueran llamas. En los alrededores se veían cestas podridas, hierros, papeles y basuras. En aquella barriada harapienta había una porción de gente que iba y venía con extraños disfraces.

Era una mascarada general, una feria de todo el mundo, en donde se vendía lo peor de todas partes: los harapos sangrientos de la guerra, la miseria, los parásitos, los monstruos, la sarna, las enfermedades…

Había una enorme fila de barracas con figuras de cera; la gente paseaba por delante, y los que transitaban por allí iban, en su mayoría, enmascarados. Algunos estaban disfrazados con elegancia, con caretas admirables, que imitaban la cara de los leones, de los osos, de los cocodrilos y de los lobos. Otros llevaban sobre la cara una arpillera sucia, con dos agujeros, como de máscara de disciplinante, a través de los cuales se veían unas pupilas inquietas y negras.

Alvarito buscaba una posada donde había estado antes en una ocasión, pero no la podía encontrar.

Entonces preguntaba a unos municipales, que luego veía que eran también unos muñecos llenos de serrín, con antifaces negros, y ellos le daban indicaciones; pero, a pesar de ellas, no encontraba la posada.

De pronto se topaba con un hombre parecido a su padre, de color de cera, con un antifaz pequeño en el rostro. El hombre hablaba con voz opaca y triste, y le mostraba una casa grande y decorativa, con un ancho portal.

—¿Qué casa es esta? —preguntaba Álvaro a aquel señor parecido a su padre.

—Es la casa de la señora de Lissagaray, una querida amiga nuestra. Podemos pasar, nos recibirá muy bien.

Entraban en el portal y comenzaban a subir una escalera soberbia, de mármol blanco, con una tira de alfombra roja en medio, sostenida por varillas brillantes de latón. Los criados, de casaca y calzón corto, saludaban, inclinándose hasta el suelo; pero entre ellos había algunos harapientos. En el rellano se veía un hombre cuidando de un niño enfermo, desnudo, amarillo e hidrocéfalo.

Al legar delante de una puerta, llamaban y preguntaban a una criada muy elegante, vestida de negro, con un peto y una cofia blanca, por la señora Lissagaray.

—¿A quién hay que anunciar? —decía la muchacha.

—Anuncie usted al señor Sánchez de Mendoza —contestaba el hombre parecido al padre de Alvarito con énfasis—. Somos muy amigos suyos.

Al poco tiempo volvía la criada y decía, con un aire displicente y desdeñoso, que su señora no conocía a los tales Sánchez de Mendoza, que había unos Sánchez, unos verdaderos pelagatos, que no tenían escudo de nobleza, ni aun siquiera barra de bastardía; que estos Sánchez vivían en una casa miserable de la calle de los Vascos, en Bayona, propiedad de un trapero, y, por último, que la señora de Lissagaray no quería tener relaciones con gente tan andrajosa, harapienta y poco distinguida.

Alvarito estaba espantado, humillado. Los criados de pantalón corto y casaca se reían de medio lado, tapándose la boca con los dedos. De pronto, Álvaro veía una escalera de caracol, que hasta entonces no había notado, y empezaba a bajarla tan de prisa, que tropezaba, caía e iba rodando por un desfiladero hasta que se despertaba.