LA VERDAD DE DON FRANCISCO SÁNCHEZ DE MENDOZA
DON Francisco Xavier Sánchez de Mendoza llevaba, al terminar la guerra, desde que sus hijos trabajaban y ganaban dinero en abundancia, una vida espléndida en Bayona.
Don Francisco Xavier comía bien, fumaba abundantemente, iba a tomar café al Pequeño Suizo, y se encontraba en Jauja; pero le faltaba la comidilla constante de la guerra. Se estaba haciendo preocupado y distraído. No tenía ideales con que llenar su vieja cabeza hueca de hidalgo español, en donde las palabras sonaban como los grandes caracoles vacíos. Comenzaba a hablar solo y a hacer reflexiones sobre la vanidad de las cosas humanas. Tanta vanidad le sorprendía.
Uno de los amigos de don Francisco Xavier, el brigadier carlista García, había ido a vivir a Bayona, después del Convenio de Vergara.
Don Policarpo García, hombre de unos sesenta años, alto, esbelto, de pelo blanco, con los ojos claros y la cara rojiza, había sido sargento en América en tiempo del mando de Rodil, y no sabía explicar claramente por qué, al volver a España, había tomado partido por los carlistas. Don Policarpo hablaba con un aire sentencioso y doctoral. Al perorar, levantaba la cabeza y cerraba los ojos, de unos párpados finos como de piel de rana, y con los ojos cerrados estaba largo tiempo.
Don Policarpo era aficionado a los refranes. Estas máximas de sabiduría popular que, cuando no son vulgaridades, son extravagancias, producidas por la fuerza del consonante, le encantaban. Cuanto más absurdos los proverbios, le gustaban más. Así, decía con entusiasmo: «Por dinero baila el can, y por pan, si se lo dan. No hay sábado sin sol, ni moza sin amor, ni vieja sin dolor. La mujer y la gaviota, cuanto más vieja más loca». Si alguno le preguntaba si había visto bailar por dinero a algún perro, o no había visto algún sábado completamente oscuro y lluvioso, o si sabía que las gaviotas enloquecían al hacerse viejas, don Policarpo no se tomaba el trabajo de contestar.
Don Francisco Xavier, siempre respetuoso con todos los prestigios, cuando conoció al brigadier García, le sirvió de cicerone en Bayona. Juntos solían ir al Pequeño Suizo, y después a alguna tienda de la calle de España a charlar con los compatriotas.
Don Policarpo inspiraba en seguida confianza, y, a poco de conocerle, la gente le llamaba familiarmente don Poli.
Don Policarpo tenía muchas medallas y cruces; pero, como hombre sencillo e ingenuo, confesaba que se las había dado por amistad o por recomendación.
Las narraciones de don Policarpo eran casi siempre de este estilo:
El día 4 de abril de 1836 salimos por la mañana de Estella, con el batallón de Burgos, y llegamos al otro día por la tarde, a Viana. Descansamos allí, estuvimos quince días, y salimos para Peñacerrada, en donde pasamos dos meses y medio. De Peñacerrada volvimos a Estella, y de aquí fuimos a Oñate.
Don Policarpo había estado también en América, en el Perú; pero tampoco llegó a ver en la guerra americana más que eso: que salía de un pueblo y se entraba en otro. Unas veces a pie, otras a caballo o en coche y a veces en barco.
—¿Y las batallas? —se preguntaba don Francisco Xavier con angustia—. ¿Y las batallas, o es que en las guerras no habrá batallas?
Para don Poli, en la guerra no pasaba nada; donde ocurrían cosas extraordinarias era en plena paz.
—Aquí, en Bayona, hay muchos masones —le dijo una vez a don Francisco Xavier.
—¡Oh, sí, muchísimos! Dígamelo usted a mí, que los conozco muy bien.
—¿Sabe usted lo que me pasó a mí el otro día?
—No. ¿Qué le pasó?
—Pues, nada: que compré un queso en una tienda, y, al ir a partirlo, vi que tenía grabado un triángulo. Era un queso masónico. No cabe duda. Bueno; pues mi asistente ha visto el mismo triángulo en un panecillo. Estamos minados por la masonería.
—Es evidente.
—Aquí va a pasar algo muy gordo el mejor día.
Y don Policarpo cerraba los ojos y profetizaba siempre catástrofes, pero no decía nada en concreto. Se limitaba a afirmar vagamente:
—Esto está muy mal. No sabemos adónde vamos a parar. La sociedad se deshace. Vivimos sobre un volcán, Aquí viene algo muy gordo.
Esta constante vaguedad de los pronósticos siniestros llegó a fastidiar a don Francisco Xavier, que hubiera deseado que su dilecto amigo especificara algo más. Como don Poli no especificaba, don Francisco Xavier empezó a sentir un poco de desdén por su heroico compañero, el brigadier García.
Un día de otoño, don Francisco Xavier, al salir de noche, del Pequeño Suizo, donde había divagado, con mayor o menor amenidad, con su amigo don Policarpo, al dirigirse a su casa, se sintió sofocado, se quitó la capa, y, con ella bajo el brazo, estuvo largo tiempo sentado en el pretil contemplando el río con sus aguas mansas y negras.
Al entrar en su casa sintió escalofríos, y, por la mañana, un dolor de costado lancinante.
Pasó el día y la segunda noche sin dormir, con fiebre, tos y dolor de cabeza, y estuvo muchos días inquieto y delirando.
Don Francisco Xavier creía tener grandes conocimientos de Medicina; pensaba que las flores de malva y otras hierbas por el estilo eran de gran eficacia; así que él mismo decía a su mujer la dosis de cocimiento que le convenía en cada instante.
En vista de que no se curaba, se llamó al médico, y este dijo que el enfermo se encontraba muy grave y en peligro de muerte. Ni la mujer ni los hijos de don Francisco Xavier habían sospechado la gravedad del mal.
En los días y en las noches, bien largos y tristes, que pasó Sánchez de Mendoza en la cama, no hizo más que hablar confusamente de escudos, de blasones, de su árbol genealógico, de sus amigos encopetados en el campo de la política y de la aristocracia, entre ellos el obispo de León, el señor de Corpas, el marqués de Lalande, el marqués de Hautpoul y el príncipe de Lichnovsky. El mismo don Policarpo tenía, sin duda, poca categoría, al lado de aquellos señores, en la memoria de don Francisco Xavier.
De pronto, al agravarse más en su dolencia, Sánchez de Mendoza se puso huraño y sombrío. Afirmó, más que nunca, la existencia de la humana vanidad; pasó una mañana y una tarde mirando a los dibujos ridículos del papel de la pared del cuarto sin decir palabra, y, al anochecer, llamó a su hijo y le pidió que se sentara a su lado.
A Álvaro le chocó que su padre hubiera cambiado de fisonomía: tenía la cara desencajada, la expresión aguda, sutil, de tristeza y de inteligencia.
—Alvarito, hijo mío —murmuró, sin poder hablar por la fatiga—, tengo que decirte una cosa.
—Diga usted.
—Tengo que decirte…, Alvarito…, que todo esto de la nobleza de mi familia…, de la alcurnia de los Sánchez de Mendoza…, está inventado por mí.
—¡Cómo! ¿Pero es posible? —preguntó su hijo.
—Sí; no es necesario que se lo digas a nadie…, pero es verdad. Yo no comprendo la locura que he tenido durante tantos años… Ha debido de ser una cosa enfermiza…, una mascarada carnavalesca de mi alma… Te lo digo para que no tengas escrúpulo en trabajar donde sea, como hasta ahora, y en sostener a la familia… Has sido un buen hijo, demasiado bueno para como yo te he educado.
—No, padre.
—Sí; yo no te he inculcado más que necedades… Yo he vivido como un holgazán, como un parásito a vuestra costa.
—Usted también ha trabajado como ha podido.
—Me quieres consolar, y te lo agradezco mucho, Álvaro… En este momento, para mí el mayor consuelo es decir la verdad… He sido un inútil.
—No, no.
—Sí, he sido un inútil… Y no se me ha ocurrido más que inventar mentiras.
—Es usted muy severo para con sí mismo, padre.
—Severo, no; justo nada más… He sido un mentiroso, un embustero ridículo.
—¿Así que nuestra familia no es de la aristocracia? —preguntó Alvarito para sacarle del tema doloroso de su holgazanería que mortificaba al enfermo—. ¿No tenemos parientes condes y marqueses?
—No —contestó el enfermo con energía.
—¿No tenemos escudos?
—No.
—¿Y el árbol genealógico?
—Falso, completamente falso —murmuró el enfermo con saña.
—¿Y la barra de la bastardía?
—También falsa.
—¿También falsa? Y, sin embargo, eso le hacía sufrir a usted de verdad.
—Sí; era una ilusión, una majadería, una impostura… Ahora no me lo explico… No comprendo por qué he inventado esas necedades… Si he encontrado buenas gentes, ha sido entre la clase humilde; tipos como Chipiteguy, tu protector… En cambio, entre los ricos y los aristócratas, no he conocido más que soberbios, vanidosos…, majaderos… como yo… Y, sin embargo, ya ves…, no he pensado más que en ellos.
—Es extraño —dijo Alvarito.
—Esto ha sido una enfermedad del espíritu, que se cura demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde, por qué?
—Porque, hijo mío…, esto ya no tiene remedio.
—No diga usted eso.
—Es la verdad; no pasaré de esta noche.
—¡Bah! No tenga usted aprensión.
—No es aprensión. Estoy seguro. No pasaré de esta noche.
La madre de Alvarito, que había entrado en la alcoba, al oír la última frase de su marido, comenzó a llorar. El enfermo le pidió perdón varias veces.
—¿Perdón de qué? ¿Por qué? —preguntó ella, sollozando.
—Pido perdón —exclamó él mirando al techo— porque he sido inútil y perjudicial para la familia; todos os habéis sacrificado por mí, y yo no he hecho más que ser un charlatán y decir mentiras.
La madre de Alvarito quiso convencerle de que no era verdad lo que decía; de que había sido siempre un marido excelente y un buen padre de familia.
El enfermo movía de cuando en cuando la cabeza, con un ademán negativo, al hablar su mujer, y afirmaba, siempre con violencia, su holgazanería, su charlatanería y su instinto de mentira.
—Déjele usted, madre —exclamó Alvarito—, déjele usted que descanse. Y no trata usted de convencerle de lo contrario que piensa.
Por la noche, el buen hidalgo empezó a ponerse torpe y soñoliento, y por la mañana se fue, dejando un hueco grande en la familia.
Cuando murió, la madre y la hermana de Alvarito abrazaron a este llorando. Alvarito no estaba tan conmovido como ellas.
Se le hizo al hidalgo un buen entierro, que, de poderse enterar en el otro mundo, le hubiera dejado satisfecho; y se siguió adelante, como se sigue siempre en la vida.
A los pocos días de la muerte de su padre, Álvaro sintió como si una perspectiva nueva se abriera ante sus ojos.
Los conceptos hidalguescos, con los cuales había vivido, tuvo que olvidarlos y abandonarlos, como la serpiente deja su piel en el camino.
Su padre había sido un iluso. Ahora comprendía que pudiese hablar de algunos poblachos de la Mancha con entusiasmo y considerarlos más ricos y mejores que las grandes ciudades antiguas y opulentas.
Alvarito llegó a tener durante algún tiempo la impresión de que lo confesado por su padre al morir era una fantasía, un sueño. El mejor día iba a despertar y a encontrarse con que no había nada de verdad en lo dicho por su padre: que era cierto que los Sánchez de Mendoza seguían siendo hidalgos y que gravitaba sobre ellos desde tiempo inmemorial el peso de la barra de bastardía.
La exoneración de la familia no produjo en Álvaro más que sorpresa. Le pareció algo absurdo, algo pintoresco que podía servir también de capítulo en La nave de los locos, el viejo libro ilustrado con estampas alemanas guardado por Chipiteguy.
Alvarito, a base de las ideas falsas de su padre, se había creado un carácter noble. Ya veía que su caballerosidad y su integridad de espíritu no podían pretender tener un antecedente familiar, aristocrático, de herencia; pero esto no era obstáculo para que él se sintiera un perfecto caballero, un hidalgo capaz de sacrificarse por el ideal y de rechazar toda acción baja e innoble.
¿Por qué habían de ser más caballeros, desde un punto de vista de nobleza moral, aquellos que tenían antepasados conocidos, que los que procedían de una masa humana oscura y anónima? ¿Qué valía tener antepasados conocidos si estos no se habían distinguido más que por ser bajos, miserables y serviles?
Alvarito tendió a pensar que la única superioridad posible era la del espíritu y la de la virtud, y él creía poseerla en proporciones modestas.
Después de la muerte de don Francisco Sánchez de Mendoza, Rosa Lissagaray y su madre ofrecieron a la viuda un cuarto en su casa de la avenida de Bufflers. La viuda aceptó con reconocimiento. Dolores compró algunos muebles, arregló la casa con comodidad y con cierta elegancia y fue a vivir a ella con su madre.
Alvarito no quería acercarse demasiado a Rosita, y dijo a su hermana que era imposible para él abandonar a Chipiteguy, y siguió viviendo con el viejo.