XXII

EL FINAL DE BERTACHE Y DE SU PARTIDA

ALVARITO fue varias veces a visitar a Paco Maluenda, que estaba muriéndose en la buhardilla de la calle de los Vascos. El enfermo hablaba constantemente de la partida de Bertache y los últimos sucesos de la guerra.

No había que esperar en sus palabras un gran orden y concierto, porque la tisis y el alcohol habían debilitado su cerebro, y sus narraciones eran siempre descosidas y contradictorias.

Maluenda repitió algunas de las noticias que había dado antes a Álvaro y añadió otras nuevas.

La idea de aprovechar la terminación de la guerra apoderándose, por compra o por robo, de todo lo que tuviera algún valor para venderlo en Francia, se le ocurrió primeramente a García Orejón.

Orejón habló de antemano con algunos anticuarios de Bayona. Orejón pensaba utilizar las circunstancias, y robar descaradamente; pero Bertache se hallaba dispuesto, no sólo a robar, sino también a matar para enriquecerse pronto.

Según Maluenda, la Banda Negra debió de ensancharse, porque algunos oficiales y sargentos se hicieron cargo de lo que se trataba, y pidieron parte en el botín.

Probablemente, la banda se dividió y se subdividió. Entre los que anduvieron con Maluenda había varios castellanos: Marianito, Paquillo el Tuerto, el Greñudo, el Mangas y el Cura.

Entre los navarros estaban el padre Gregorio, Zorrarain, Marzana, Ezquerra y Chori, y entre los vascos, los dos del caserío de Iturmendi, Sosua, Muquizu, Charandaca y otros. Había también dos hermanos de uno de los refugios de cerca del monte Larrun, que vivían en el caserío Zarrateco Borda, que se unieron a la partida sin más objeto que comer.

Estos dos hermanos eran dos solitarios; a uno le llamaban Tricu (el erizo) y al otro Azaparra (la garra).

El caserío Zarrateco-Borda, muy abandonado y destrozado, estaba en un barranco oscuro. Los amos eran dos hermanos y una hermana, los tres solterones y los tres reñidos. A la hermana le llamaban en broma Mando Beltza (la mula negra). Era mujer decidida y valiente, la persona más enérgica de la casa; ella se quedaba con el dinero y no daba de comer a sus hermanos. Estos tenían que manejárselas a su modo y buscar la pitanza como pudieran.

El mayor de ellos, Tricu (el erizo), tipo de antiguo siervo, vestía siempre con harapos. Flaco, desastrado, tenía la cara sonriente y burlona, los ojos de un verde pálido. Sacaba algún dinero llevando leña; tenía algunas otras pequeñas industrias para ir tirando. Él y su hermano hacían una vida casi de animales: sin comer apenas, durmiendo sobre la hierba. El menor. Azaparra, era un vagabundo: tenía un perro maravilloso que le cazaba y le robaba gallinas en los caseríos. Los dos hermanos se unieron a la partida para poder comer.

La partida se divide

Orejón había pensado en establecer depósitos para reunir lo robado por la banda. Ya amontonados los objetos, y en algún carro, iban las cosas cogidas a la torre de Donamaria, de aquí a las del crucero de Echalar, luego al caserío del monte Larrun, y de este último se llevaba en mulas a la casa de Sara, donde ya todos los objetos estaban en seguridad.

Orejón fue el encargado de ir transportando de una parte a otra todo lo cogido y de clasificar y tasar con el judío de Bayona las telas, muebles y relojes, para irlos vendiendo más tarde.

Sin duda, la clasificación y la tasación no fueron muy del gusto de Bertache, porque al poco tiempo Orejón y él se manifestaron enemigos y tuvieron una hostilidad furiosa. La lucha entre García Orejón y Bertache fue enconada y violenta. Se insultaron en frío y se prometían una guerra a muerte. Fue una lucha parecida a la que se puede dar entre el pompilo y el alguacilillo, o a la de esa araña negra de las cuevas, que los naturalistas llaman la segestria pérfida, con el alacrán.

Orejón no era de los que ceden, y trataba desdeñosamente a Bertache, como a un farsantuelo, como a un comiquillo que quería darse aires de hombre temible.

En sus discusiones terció el Cura, y entonces Orejón cedió.

La segestria, que ataca valientemente a grandes y feroces insectos, como las avispas, tiembla cuando en su agujero entra una hormiga, y huye entonces inmediatamente a otro refugio.

Orejón hizo lo mismo cuando terció el Cura. García Orejón había escogido un papel pasivo, porque tenía miedo a comprometerse; en cambio, Bertache se sentía a sus anchas y engañaba a los suyos, y todo lo que fuera moneda u objeto de oro, pensaba reservárselo para él solo, sin dar participación a la Banda Negra.

Con la separación de Orejón, muchos de los amigos de este piratearon por su cuenta y se formaron pequeños grupos con sus jefes.

La partida de Bertache evolucionaba rápidamente, asimilaba nuevos elementos, expulsaba otros, tenía los cambios de un organismo vivo, su metabolismo, como hubiera dicho un biólogo.

Los que formaban la cuadrilla de Bertache procedían completamente como bandoleros, y como bandoleros forajidos y desalmados asaltaban las casas por las puertas y las ventanas, forzaban a las mujeres, y al entrar en los caseríos, se ponían máscaras o se pintaban la cara con corcho quemado para que no les conocieran.

Martín Trampa, el hermano de Bertache, agregado a la partida, y un criado suyo, Malhombre, enfermo desde los palos que le dio Ollarra en el monte, registraban en las casas hasta los últimos rincones.

El botín de la banda llegó a ser muy grande; pero como la codicia del capitán no quedaba saciada, aún quería más. Había en la cuadrilla un comerciante al por menor, el Buhonero de Miranda.

Este hombre era muy entendido en el valor de algunas cosas, y Bertache le prometió hacer entre los dos un arreglo si el Buhonero trabajaba exclusivamente para él.

Los dos hermanos del caserío de Iturmendi reclamaron varias veces su parte, pero Bertache les daba largas, y a lo último se río de ellos y les dijo por toda contestación.

—Acordaos del Carnaval y del caserío Oyambeltz; no habléis demasiado si no queréis ir a la horca.

El capitán de la cuadrilla pensaba a veces que no tenía gente de confianza alrededor; que le convendría rodearse de algunos incondicionales y formar una guardia negra; comprendía que la iba a necesitar en aquellas circunstancias.

Sadismo

La Tiburcia andaba muy a gusto de capitana de bandidos; tenía arrestos y genialidad para mandar.

La Tiburcia sentía gran odio por las demás mujeres de la partida, sobre todo por María la Cañí, a quien pegó varias palizas terribles.

Como si el final de la guerra fuera el final del mundo y de la moral, la Tiburcia se entregó a todos los hombres que encontró al paso. Después de Bertache, el preferido fue Maluenda; luego un castellano, y, al parecer, alternaba estos amores pasajeros con el mozo mayor de Iturmendi. Al último fueron todos. El olor de la sangre parecía habérsele subido a la cabeza y trastornarle por completo. La sed de acción y de erotismo la había convertido en una bacante, en una furia. Era una Mesalina insaciable.

Bertache se cansó pronto de la Tiburcia y hasta le tomó asco, y no se anduvo con escrúpulos: la apartó y no la quiso llevar en sus excursiones. Si le hubiera estorbado mucho, hubiera sido capaz de matarla. Entonces ella, según aseguró luego, le dio un bebedizo al capitán y se las arregló para que lo tomase.

Este bebedizo lo preparó con una fórmula aprendida de una vieja amiga de su madre que tenía fama de bruja en el contorno. La droga estaba compuesta de polvos de polipodio seco, raspaduras de cráneo humano, recortadura de uñas de persona y muérdago de roble, cocido todo a la luz de la luna menguante.

Ella estaba convencida de que el bebedizo haría en Bertache un efecto terrible, y el efecto llegó, si no producido por el bebedizo, por la casualidad.

La casa de Zubieta

La partida de Bertache había desvalijado varias casas, violado muchas mujeres y atacado a hombres indefensos en medio del campo.

Llegaban como una banda de salvajes, entraban en las casas, abrían las puertas a tiros, descerrajaban los armarios y los cajones e iban metiendo en sacos todo cuanto veían.

A veces no se contentaban con robar, sino que hacían daño por gusto; dejaban abiertas las barricas de sidra o de vino, disparaban a las vacas o a los cerdos y, a lo último, pegaban fuego a la hierba seca o a la paja de maíz en los desvanes.

Mataron también a algunos soldados extranjeros para robarles, entre ellos a un oficial polaco.

Un día, poco después del Convenio de Vergara, al amanecer, la partida de Bertache avanzó hasta Zubieta. Se decía que había en el pueblo dos ricos tildados de liberales, en cuya casa guardaban dinero.

Zubieta es una aldea metida entre montes, con un caserío alrededor de la iglesia, cerca de un arroyo, el Ezcurra. Los de la partida registraron las viviendas de aquellos señores, que eran de las principales de la aldea.

Uno de ellos había escapado del pueblo y vivía en Pamplona. Por lo que se enteró Bertache, corría la voz de que este había metido sus papeles y su dinero en un bote grande de porcelana y lo había enterrado en el jardín.

Bertache se presentó en la casa y se encontró con que no había en ella más que una vieja, muy vieja, que tenía ochenta y tantos años, seca, como hecha de esparto, sin dientes; tan fuerte, que iba y venía y trabajaba como un hombre; y andaba seis o siete leguas en un día sin cansarse.

Bertache se presentó a la vieja y le explicó en vascuence que era indispensable que le dijera dónde su amo guardaba el dinero y los papeles. La vieja, al oírle, se echó a reír.

—Yo no sé —repuso— dónde mi amo ha guardado el dinero.

—Pues en el pueblo se dice que lo tiene en el jardín.

—Pues yo, como digo, no lo sé, y, además, si lo supiera, no lo diría.

Bertache y su gente quisieron obligar a la vieja a que confesara dónde estaba enterrado el dinero; la amenazaron, pero la vieja se río de sus amenazas como si no le asustaran lo más mínimo.

—Yo soy muy vieja —dijo—, y no me importa nada morir.

En el registro de la casa, Maluenda e Iturmendi dieron un trastazo a un espejo pequeño y lo hicieron pedazos.

—Es de mala suerte; vámonos —murmuró Bertache.

Bertache comprendió que nada podría contra la energía de la vieja que guardaba la casa, y no se ocupó de ella; mandó que sus hombres comenzaran a registrar el jardín y a cavar en él para ver si por casualidad encontraban el sitio en donde estaba enterrado el dinero. No lo encontraron.

Los fugitivos

Mientras unos registraban la casa, dos hombres subieron a la torre de la iglesia para otear desde allí si aparecían tropas, y otros dos se quedaron en el puente del Ezcurra.

Estos últimos vieron, por el camino próximo al río, en dirección de Ituren, cuatro jinetes que iban, al parecer, huidos. Se avisó inmediatamente al capitán.

Bertache y su gente abandonaron con rapidez la casa de la vieja, en la que ya no había probabilidades de encontrar nada, y, al galope, se acercaron a los cuatro hombres.

Iban estos a caballo y eran jefes carlistas, a juzgar por sus flamantes uniformes. Venían de la parte de Basaburúa menor. Se les dio el alto. Los carlistas supusieron, sin duda, que la partida de Bertache era una partida liberal, y, viéndose cercados, se entregaron.

Bertache les mandó bajarse de los caballos; después se les registró y se les quitó los uniformes. Para que no quedaran desnudos, Bertache les dio los trajes sucios y raídos de sus partidarios. De los jefes, el más viejo se resistió a desnudarse y se puso a luchar con dos de la partida. Uno de ellos, Mártolo, la agarró brutalmente por el pelo, que lo llevaba largo. Otro, el Bizco, sacó la pistola, se la puso en la sien y disparó. El jefe carlista cayó al suelo. Como se retorcía, le remataron, dándole en la cabeza un culatazo, y lo tiraron al arroyo. Los otros tres oficiales carlistas, despojados, huyeron por el monte a campo traviesa.

Hacía un día de verano, caliente, de viento Sur, pesado, con el cielo azul y el sol que ardía.

El robo de la ermita

Bertache y sus lugartenientes se vistieron con las levitas vistosas de los desvalijados y montaron en sus caballos. Así pasaron por Ituren, con su iglesia en un alto, y Elorriaga, con sus montañas rojas. Desde Elgorriaga tomaron a campo traviesa, porque pensaban que quizá en Santesteban estarían los liberales. Pasaron por la falda del monte Mendaur, y en una ermita que estaba abierta entró Bertache. Era una ermita pequeña, con una reja de madera y dos santos muy feos. Uno de ellos tenía un nimbo, al parecer, de plata. Bertache agarró el nimbo, lo torció con violencia y lo arrancó, y mandó que lo metieran en el saco donde se guardaban las rapiñas.

—Lo han de coger los liberales —dijo con jactancia.

Al mismo tiempo de decir esto se sintió preocupado. De pronto le pareció que el santo a quien había quitado la corona le miraba, e instantáneamente desapareció su valor.

—¡A ver si este robo me va a dar mala suerte! —se dijo.

Hubiera sacado la corona del saco y la hubiera vuelto a poner sobre el feo y monstruoso santo de madera; pero ¿qué hubiera dicho la gente? Hubiera sido para él un desprestigio.

El padre Gregorio, el ex fraile, acostumbrado a una guerra ordenada, quería, sin duda, protestar de aquellos actos de bandidaje antirreligioso, pero no se atrevía.

Avanzó la tropa de Bertache hasta acercarse a la parte de Sumbilla, que está a la orilla izquierda del Bidasoa.

Sumbilla es una aldea que tiene dos barrios a ambos lados del río, unidos por un puente. El barrio de la orilla derecha es una calle en el camino real; el de la izquierda lo forman varias casas, la iglesia, el juego de pelota y el cementerio. De este barrio, en donde estaban Bertache y su partida, pensaron pasar al de enfrente, cruzando el río.

Lo hicieron así y, al salir al otro lado, encontraron un cochecito, en el cual iban dos señoras y un cura. Bertache les mandó parar, y comenzó a registrarles. Estaban haciendo el registro, cuando de una regata apareció un grupo de chapelgorris, con la boina roja y sin uniforme, y otro de peseteros de a caballo, que vestían pantalón amarillento y chaqueta gris.

—¡Los negros, vienen los negros! —gritaron los de la partida y los vecinos de las casas, asomados a las puertas y ventanas.

Eran los auténticos negros, porque al principio a los peseteros, que llevaban el uniforme muy oscuro, era a los que llamaban los negros.

Bertache y su gente se dispusieron a huir, y los liberales les soltaron una descarga cerrada.

La gente de Bertache sabía que tenía enfrente malos enemigos. Los peseteros, y sobre todo los chapelgorris, se batían siempre contra los carlistas con un gran entusiasmo y no cejaban en la pelea.

Uno de los de Bertache, el Bizco, se metió en una casa de Sumbilla. Estaba allí agazapado en el desván, cuando vio a los chapelgorris acercarse a registrarlo. Creyéndose descubierto, disparó. Entonces los chapelgorris hundieron la puerta y lo cazaron al Bizco, hasta dejarle agujereado como una criba a bayonetazos.

La persecución comenzó muy encarnizada. Los que iban a pie pudieron librarse mejor, escondiéndose en los bosques del camino; pero los que marchaban a caballo, como Bertache, y llevaban uniformes flamantes, fueron el blanco de los tiros de los liberales.

—El robo de la ermita me ha dado mala suerte —se dijo Bertache, sintiendo que estaba herido, primero ligeramente en la cabeza y luego en el muslo.

La mala suerte

En el camino notó que iba desangrándose; puso el caballo al galope, y en la iglesia, medio derruida, de San Tiburcio, se bajó. La herida de la cabeza no tenía importancia. La bala le había rozado el cuero cabelludo por encima de la frente, y le había cegado un poco la sangre, metiéndosele en los ojos.

La cabellera de Bertache se había empapado de sangre y formando una costra. La herida del muslo debía ser profunda. Se sentó a descansar. Eran las dos de la tarde. Soplaba el viento Sur, caliente y pesado. El sol estaba en el cenit, y venían ráfagas de aire abrasador.

Iba a curarse el muslo, cuando salió de una casa próxima un perrazo negro que se echó sobre él, le destrozó la ropa y le mordió en un brazo. A Bertache le entró un sudor frío; pudo sacar una pistola, apuntar y disparar a la cabeza del animal. El perro dio un salto y retrocedió, mostrándole los dientes. Bertache sacó otra pistola, disparó y le dio en el pecho. El perro se puso a gruñir y a mostrarle los dientes; Bertache, furioso por su mala suerte, cogió una piedra grande, se la tiró a la cabeza y dejó al perro muerto. Luego, tembloroso, se vendó el muslo como pudo, con un pañuelo grande de hierbas, y montó con esfuerzo a caballo.

Primero, el espejo roto; luego, el robo de la ermita, las heridas y el perro. Tenía una racha de mala suerte.

Al paso, llegó a un caserón que había a la derecha del camino, cerca del crucero de Echalar. Se detuvo, porque no podía más.

La casa, grande, de piedra sin revestir, con ventanas y dos puertas en arco, era uno de los puntos de depósito de la banda.

La mujer del caserío le recibió con suspicacia y no le acogió amablemente.

Bertache le dijo que era amigo de la casa, y que él, con otros, tenía allí un depósito de muebles.

—¿Y qué es lo que quiere?

—Estoy herido —dijo Bertache—; deme usted un cuarto donde pueda encerrarme. Con estas cosas de la guerra tiene uno tanto miedo a los amigos como a los enemigos.

La mujer le llevó a una habitación grande. Era una sala blanqueada, con vigas en el techo, con muebles amontonados, mesas largas talladas, arcas y sillones de cuero. Esta estancia tenía una puerta vieja y una ventana sin cristales que daba al camino. Ni la puerta ni la ventana cerraban bien.

Bertache preguntó a la mujer si no tenía algún rincón seguro.

—En el desván hay un cuarto.

—Bueno; vamos al desván.

Bertache subió renqueando las escaleras, suspirando y quejándose.

El cuarto que había en el desván estaba limitado por una pared nueva, hecha de escoria y mortero, y tenía una puerta fuerte y una tranca. No había en él cielo raso, y se veían las vigas y las tablillas, donde se sostenían las tejas.

La ventana, alta, daba a un maizal. Bertache diputó el cuarto como seguro. El suelo era de madera de roble, vieja y apolillada. Bertache pidió agua a la mujer, se lavó la sangre y la herida y se vendó como pudo. Luego se encerró en el cuarto y echó la tranca.

Pensó en esconder su tesoro en un agujero del suelo, y también sobre una viga transversal. Allí no irían a cogerlo; pero ¿y si comían las ratas los papeles? Decidió guardarlo todo entre los jergones. Se quitó un cinturón lleno de monedas, de relojes, anillos y cadenas de oro; sacó de un bolsillo interior una cartera con billetes de Banco, franceses y españoles, y fue escondiéndolo todo entre la paja de maíz. Luego se tendió en la cama.

—¿Por qué habré robado en esa ermita? —exclamó varias veces con angustia—; eso me ha traído la mala suerte.

Al día siguiente, en medio de la fiebre, Bertache oyó que preguntaban por él. Era la voz del hermano mayor del caserío Iturmendi. Bertache, con gran suspicacia, pensó que no sería por amistad, sino, probablemente, por registrarle la ropa y sacarle el dinero que les había quitado a ellos.

La segunda noche estaba Bertache en la cama, quejándose y lamentándose, con una lamparilla al lado, encendida, en una mesa, cuando notó que alguien empujaba la puerta e intentaba meter la mano por el resquicio, quitar la tranca y abrir. Bertache amartilló la pistola, y, arrastrándose y apoyándose en las paredes, se acercó a la puerta, y por el hueco vio en la sombra a Ignacio, el de Iturmendi, armado con un hacha y con una máscara en la cara.

Al grito terrible que dio, acudió la patrona, y el de Iturmendi, o su sombra, echó a correr. No pudo comprender Bertache si lo que había visto era la realidad o la visión de su cerebro, debilitado y enfermo; pero el recuerdo de la figura del hombre de Iturmendi, con el hacha en la mano, le sobrecogió durante largo tiempo.

La patrona le quiso tranquilizar, y en parte lo consiguió.

Al volver a la cama, el herido tocó en el jergón, para ver si estaba su bolsa y su cartera en su sitio. Allá estaban. Más tranquilo, volvió a tenderse.

Durante el día la fiebre solía bajar, y entonces la falta de agua, el calor, la sed, que le devoraba, y las moscas le hacían lamentarse tristemente a Bertache.

Muchas veces pensaba si le habrían hecho algún maleficio.

De pronto su suerte cambiaba, y todo le salía de una manera adversa; todo era misterioso y tenía un aire de algo determinado y fatal.

El miedo no era en él ya vago, sino positivo, inmediato, y una oleada de terror pasaba por sus nervios; la fiebre no cesaba, la herida estaba cada vez peor, los escalofríos eran cada vez más fuertes.

Sus ideas se iban haciendo confusas, pesadas y absurdas; si intentaba ponerse en pie, las piernas no le sostenían bien, y tenía la cabeza caliente, sobre todo alrededor de los ojos, y le zumbaban horriblemente los oídos.

Solía tener constantemente sueños horribles. Uno de los más frecuentes era este. Se encontraba en una taberna en donde había una porción de hombres, la mayoría soldados y campesinos, hablando y jugando, cuando notaba que un perro oscuro andaba por entre las piernas de los parroquianos.

—No quiero bromas —gritaba él—. ¿De quién es ese perro?

La gente de la taberna le miraba sin comprenderle, y el perro pasaba de un lado a otro, con la cola entre las piernas y los ojos brillantes.

Todas las noches, en el delirio, a Bertache se le aparecían visiones. Los amigos, las mujeres, y, principalmente, los muertos, se le presentaban en rondas a mirarle o a sonreírle. Tales ronda iban capitaneadas casi siempre por el brigadier Cabañas, que venía muy pulcro, con su uniforme de general, y le contemplaba con una amable sonrisa.

Entre los recuerdos de personas vivas, solía aparecer casi siempre la imagen inexpresiva del santo a quien había robado el nimbo en la ermita de Sumbilla. Veía al santo de madera delante de él, que le hacía reflexiones vulgares, con una voz suave. Entonces el herido se tapaba la cara con la sábana y el santo se transformaba y le hablaba con voz tonante.

No era remordimiento lo que sentía Bertache, sino miedo, terror; la idea de que había entrado en una vena de mala suerte, que le llevaría tan lejos que le haría perder la vida.

Abandonado

Por la misma casa del crucero de Echalar, mientras Bertache estaba encerrado y herido, pasaron María la Cañí y su padre. El padre había robado unos caballos y algún dinero, y pensaba escapar a Francia acompañado de su hija y del Chicuelo, el novio de María la Cañí.

Tres días enteros pasó Bertache solo y sin que nadie le acompañara en el cuartucho del desván, abandonado, con el delirio que le llenaba el cerebro de visiones y de fantasmas. Desde allí avisó al pueblo de Almándoz a su hermano; pero este no llegó; Martín Trampa había ido a Francia; Malhombre tampoco pudo acudir, estaba muriéndose en la aldea.

La familia de Bertache había tenido que dejar Almándoz al entrar en la aldea las tropas de los chapelgorris; Bertache no tenía a nadie a quien recurrir, y se veía rodeado de enemigos. El Bizco, su único amigo, pensaba que lo habían matado en Sumbilla. Los que pasaban a verle le oyeren a Bertache hablar en su delirio de un santo que le miraba constantemente y llorar y gemir y pedir perdón. Por las mañanas estaba todavía algo despejado, pero por las tardes y por las noches perdía el conocimiento.

Los frailes

Al quinto día de estancia allí se presentaron varios oficiales carlistas que volvían a Vera. Uno de los oficiales aconsejó a Bertache el que se hiciera trasladar hasta Vera, en donde podría asistirle algún cirujano. Ellos irían con él.

Bertache aceptó, y pagó a cuatro soldados para que le transportaran en una camilla. Guardó su dinero y sus riquezas en el pecho. Los camilleros tardaron más de dos horas en llevar a Bertache hasta Vera y le condujeron a una casa cerca del puente de San Miguel. Bertache llegó desangrándose, con una fiebre altísima, medio muerto.

La dueña de la casa hizo que le llevasen a una alcoba pequeña que daba al río, y dijo al oficial que recomendó a Bertache que cuando pasara el cirujano le llamara para que viese al herido.

El cirujano no apareció; únicamente fue a verle un fraile capuchino, que tenía la pretensión de saber medicina; pero, al ver que el herido tenía el muslo inflamado y una fiebre espantosa, no se atrevió a hacer nada.

En la casa próxima al puente de San Miguel, donde quedó Bertache, había alojados varios frailes capuchinos y unos oficiales. Los capuchinos eran del convento de Vera, y pensaban que, acabada la guerra, podrían volver a él. Estos viejos capuchinos habían visto el convento suyo sin tejado y con señales de incendio, y se lamentaban de que les hubiesen destruido la biblioteca y los manuscritos.

Por lo que algunos contaron, les habían dicho que quizá en un caserío próximo, llamado Botinea, quedarían los libros. Uno de los frailes había ido a la cuadra y al desván del caserío, y había visto sus queridos libros de Teología y de Mística rotos, hechos pedazos, manchados por el estiércol de las vacas y la suciedad de las gallinas.

Los oficiales que estaban en la casa pensaban entrar en Francia pocos días después, y pasaron la noche, unos jugando a las cartas y otros cantando y tocando la guitarra. Un sargento, al salir de la sala donde jugaban, llegó por curiosidad al cuarto que daba al río, en el que se encontraba Bertache, y, al verle muerto, le registró y le quitó la cartera y la bolsa, y salió escapado.

Equivocación macabra

Al día siguiente, uno de los oficiales preguntó a la patrona:

—¿Y el herido?

—Ya se murió.

Vieron el cadáver en el camastro, y se marcharon a la calle.

—Este era Bertache —dijo uno.

—¡Ah, sí! Un punto fuerte de Quinto de Navarra —añadió otro—. Uno de los que asesinaron al brigadier Cabañas.

—¿Así, que era hombre de peligro?

—Un canalla.

Esta fue toda la oración fúnebre que le dedicaron.

Uno de los oficiales, al salir a la carretera, vio a un capuchino del convento, y se acercó a él.

—Oiga usted, padre —le dijo—. Aquí tenemos un compañero muerto; si quisiera usted venir a rezar por él.

—Iré dentro de un momento —contestó el fraile—, porque me han llamado a otra parte donde hay un moribundo.

El fraile se presentó en la casa próxima al puente al anochecer; entró en el cuarto donde estaba Bertache, se arrodilló y se puso a rezar.

Los oficiales, en la sala próxima, jugaban a las cartas. Serían las cuatro de la mañana cuando el fraile comenzó a dar gritos.

—¿Qué pasa? —preguntaron los oficiales.

—Este hombre no está muerto. Se mueve —exclamó el capuchino.

Los oficiales, extrañados, se miraron unos a otros con asombro. Uno de ellos, más decidido, levantó el paño negro que cubría el cuerpo, y, en vez de encontrar el cadáver de Bertache, se vio un sargento francés carlista, con una cara redonda y roja y unos bigotes rubios, que se les quedó mirando con ojos soñolientos.

—¿Eh, qué pasa? —preguntó.

—¿Qué hace usted aquí? —le dijeron los oficiales.

—¿Cómo, qué hago? Estoy durmiendo. ¿Es que no se puede dormir?

Por la tarde, poco después de salir los oficiales, se había presentado un cirujano, y, al ver al muerto, ordenó que le sacaran de allí y lo llevaran a enterrar.

Al comenzar la noche, llegó el sargento francés de la parte de Echarri-Aranaz, cansado de la fuga. El hombre tomó un vaso de aguardiente, y se le subió a la cabeza.

Vio la cama vacía, se echó en ella, y quedó profundamente dormido.

La dueña de la casa, no enterada de que habían sacado el cadáver, se acercó a la cama, y echó encima del cuerpo del francés, creyendo que era el de Bertache, una tela negra.

Aclarado el caso, y, a pesar de su carácter macabro, produjo risa en todo el mundo.

La Tiburcia y la Gabriela

Dos días después, Gabriela, a quien habían escrito la muerte de su novio, se presentó en Vera, y quiso recoger el cadáver y enterrarlo. Le contaron en la casa próxima al puente cómo sacaron el cuerpo de Bertache al amanecer y le llevaron en un carro hacia Endarlaza. Gabriela fue a Endarlaza, un pequeño barrio sombrío en un desfiladero, con un puente, un fortín y dos o tres casas, en donde se alojaba por entonces una compañía de chapelgorris. El teniente dijo a Gabriela que hacia el alto de Montoya llevaban enterrados algunos muertos carlistas.

En el sitio en que el Bidasoa se estrecha, Gabriela vio agujeros cavados en la tierra.

Al parecer, después se removieron de nuevo, y se veían huesos al descubierto. Un campesino dijo a Gabriela que los perros vagabundos desenterraban los muertos para comérselos. A medida que había muertos en el campo, los perros vagabundos iban haciéndose antropófagos. Se decía, aunque quizá era mentira, que con este canibalismo, los perros eran mucho más feroces.

Gabriela sacó la deducción de que el cadáver de su antiguo novio había sido comido por los perros.

Al volver a Vera, Gabriela se encontró con la Tiburcia y los dos hermanos del caserío Iturmendi. A la Tiburcia le habían salido manchas rojas y granos en la cara y en la frente, que le daban un aire repulsivo y feroz. Aquella mujer, roja y pustulosa, parecía un verdadero aborto del infierno. La Gabriela y la Tiburcia se encontraron. Hablaron las dos y discutieron y riñeron; la una, seca, dogmática, orgullosa, valiente, atrevida, con una manera de ser hombruna; la otra, procaz, insultadora y salvaje.

Al saber la Tiburcia que la Gabriela era la antigua novia de Bertache, comenzó a insultarla y a burlarse de ella.

—¿Así, que eres tú la que quería casarse con Bertache? ¡Ay, qué risa! —gritó la Tiburcia, dándose una palmada en el muslo.

—¡Sucia! ¡Puerca! Te debían ahorcar —gritó Gabriela.

—Ven tú a ahorcarme, con tu pelo rojo. Yo sí que te voy a estrangular a ti.

—¡Asquerosa! ¡Vieja! ¡Podrida!

—Sí sí; pero Bertache ha sido mi querido. Ahora vete a buscarlo. Se lo han comido los perros. Yo le di un bebedizo para que se muriera y tuviera mala suerte.

Gabriela estaba dispuesta a echarse sobre la Tiburcia: pero esta sacó unas tijeras, y hubiera atacado a su rival a no ser por García Orejón, que estaba presente en la riña, y que le dio un garrotazo en la mano, que la inutilizó.

Gabriela se marchó inmediatamente a Francia; estuvo en Bayona algún tiempo, y luego, meses después, según se dijo, se casó con un indiano, y fue a vivir a California.

Los Iturmendi

Al anochecer de aquel día, una porción de gente que había pertenecido a la partida de Bertache, entre ellos los dos hermanos del caserío Iturmendi, el cura Macorra, Maluenda y otros muchos, entraron juntos en Francia.

El mayor de Iturmendi, que sospechaba desde hacía tiempo que Maluenda le había espiado la noche del crimen de Oyambeltz y denunciado a Bertache, se sintió presa de una gran cólera hacia él, y, al verse en la frontera, le atacó y le dio un bayonetazo en la espalda. Le curaron al herido como pudieron, y le dejaron en una casa de Urruña.

Unos días más tarde, a Iturmendi el mayor le dio un ataque de locura furiosa, y hubo que llevarle al hospital de Bayona.

El hermano menor avisó a su familia, y luego se escapó a América. El viejo de Iturmendi y su hija fueron a Bayona.

La muchacha pensaba que lo que ocurría a su hermano era un castigo de Dios por el crimen cometido en Oyambeltz. Horrorizada y amedrantada, fue a confesarse con un cura carlista de Elizondo, emigrado en Bayona, y le contó todo.

El cura le convenció de que ella debía sacrificarse y sufrir por los pecados de sus hermanos, y le indujo a que entrara monja. Él conocía al capellán de un convento de Arizcun y le escribiría.

Efectivamente, escribió; poco después le contestaron, y el viejo de Iturmendi llevó al convento a su hija.

Muerte lenta

Hay en Arizcun, aldea del valle del Baztán, un convento bajo la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles, fundado por el ilustrísimo señor don Juan Bautista Iturralde, marqués de Murillo, gobernador del Consejo de Hacienda, y de la señora doña Manuela Munárriz.

Este convento de monjas franciscanas recoletas ocupa el lugar mismo del palacio de los fundadores, que se derribó para erigir la iglesia.

Este convento, que no deja de tener cierta magnificencia, es de los más tristes y sombríos que pueden verse. En las junturas de las piedras de la fachada nacen los líquenes y los musgos. Todo da impresión allá de soledad, de ruina y de muerte.

A este convento triste fue a enterrar la juventud y a consumir su vida la hija del caserío Iturmendi.