LA ANARQUÍA EN EL CARLISMO
CUANDO don Carlos vio que Navarra y las provincias vascas no se alzaban en masa contra Maroto, echó mano de un expediente digno de Fernando VII, su excelente hermano, y fue declarar traidores a los batallones sublevados por su instigación, entre ellos el Quinto de Navarra.
Mientras tanto, mandaba emisarios a Echeverría y a los demás realistas fanáticos para que persistieran en su actitud hasta el completo triunfo, les decía.
Después todo se realizó sin orden ni concierto. Maroto hizo lo que no quería, ni esperaba, arrastrado por los acontecimientos; a Don Carlos le ocurrió algo parecido; los demás generales salieron del paso como pudieron.
La mayoría de las tropas estaban deseando la paz, y era imposible devolverles el fervor y el entusiasmo perdido por la guerra.
La noticia del Convenio de Vergara se supo en Bayona muy pronto. Un oficial inglés, de la escuadra de lord John Hay, la comunicó en San Juan de Luz, y corrió en seguida por el mediodía de Francia.
Días antes de saberse el Convenio de Vergara, se habló de los terribles desmanes que ocurrían en la línea del Bidasoa, producidos por el Quinto de Navarra y los otros batallones, mandados por Aguirre, don Basilio, el cura Echevarría, Salaverri, Suescum, Bertache y los demás oficiales y sargentos.
A medida que se conocían detalles de la escisión y de la descomposición del carlismo, no se sabía ya quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos. En Bayona, la confusión tomaba grandes proporciones.
Las insidias y las acusaciones eran constantes; de toda persona con algún relieve se decía que entraba en Francia con cajas y maletas llenas de onzas de oro. Se hablaba de carlistas, que iban a los Bancos a guardar sus fondos; de que muchos llevaban joyas y papeles para realizarlos en el extranjero. Esta era la voz popular.
El periódico La Moda, de París, hizo una caricatura del Convenio de Vergara. Se llamaba Gran carga de los cristinos, y debajo decía: «Maroto se ha rendido a las balas inglesas».
Los soldados de la reina, en la caricatura, con sus casacas y morriones, tenían al lado del cañón sacos llenos de dinero, en los cuales ponía un número y muchos ceros, y después piastras, porque los carlistas franceses y simpatizantes del carlismo no sabían siquiera la moneda que se empleaba en España, desconocimiento de las cosas españolas muy frecuente en Francia hasta en los hispanistas.
Desde que se vio la partida perdida, ya nadie tenía fe en Don Carlos, en sus generales o en sus ministros.
Todo el mundo aseguraba que el pretendiente era un hombre estólido, inepto, cobarde, irresoluto, sólo hábil para la intriga; algunos llegaban a afirmar que era un imbécil. A los generales se les acusaba de obtusos, de poco comprensivos y hasta de traidores. La suspicacia aumentaba por momentos. Se desconfiaba de todo. No se podía fiar de nadie; las exageraciones eran sospechosas; las moderaciones no lo eran menos.
Algunos escritores españoles han creído, por pura imitación de la literatura y de la historia francesa, que el ejército carlista era una especie de Vendée aristocrática, y no había tal. En el carlismo, los aristócratas tenían muy poca influencia. Menos que en el liberalismo. La aristocracia había perdido su prestigio por completo en España en la guerra de la Independencia, pues la mayoría de las grandes familias habían tomado partido por el rey intruso. Esto les había despopularizado.
El tradicionalismo español tenía un sello clerical y demagógico, más demagógico que el liberalismo, pero no aristocrático. El liberalismo español no se manifestaba muy liberal, era ordenancista, oficial, tendía al despotismo ilustrado.
El carlismo era la demagogia negra, la continuación de las turbas patrióticas de la guerra de la Independencia y de las hordas absolutistas de 1823. No hubo ningún caudillo aristócrata querido entre las masas carlistas. Zumalacárregui, Cabrera, Maroto, Villarreal, Merino, Gómez, Balmaseda; todos eran de la burguesía o del pueblo. Los Eguía, los Urbistondo, los Elío, aunque de clase más acomodada, no eran tampoco de la aristocracia. En el ejército isabelino había muchos más condes y marqueses que en el carlista.
En el País Vasco se dijo durante mucho tiempo que la guardia de Don Carlos era un plantel de aristócratas. Pura leyenda. La guardia real tenía una sección de infantes y otra de jinetes. En la guardia de infantería había gente de poca categoría social: el hijo mayor del sacristán de Mondragón, el del maestro de Segura, y muchos hijos de oficinistas del real, de empleados y de familias de menestrales, carpinteros, confiteros y labradores.
Entre los carlistas vascos era por entonces más frecuente que entre los liberales el firmar con el de, y esto, que nunca fue en el país señal de señorío, sino de procedencia, daba un leve matiz aristocrático a las listas de oficiales y soldados de Don Carlos.
En la guardia real de caballería había mozos de familias más acomodadas que en la de infantería; pero tampoco abundaban en ella los títulos ni los nombres que hubiesen sonado en la Historia.
Don Carlos quiso aplacar la insurrección de Vera y de los pueblos del Bidasoa, que él mismo había provocado. Fue a Lesaca, hizo que el cura de este pueblo llamara a Echeverría para conferenciar con él; pero Echeverría no le resolvió la cuestión, no tenía poder bastante en sus tropas, iba arrastrado por los soldados, y no pudo hacer nada.
Terció Elío, hombre de prestigio entre los navarros, que envió a algunos oficiales y a varios frailes para que aplacaran a las tropas de Vera y de Lesaca. Intervinieron también el general Ilzarbe y los comandantes Aldave y Lanz.
Elió envió desde Arizcun a Vera al padre Guillermo, partidario de Maroto, aprovechando un momento en que no estaba Echeverría. El padre Guillermo, que era un fraile transigente y poco fanático, arengó a los sublevados del Quinto de Navarra, pero no consiguió lo más mínimo.
Elió lo hacía todo al revés. Un fraile furibundo y truculento hubiese quizá arrastrado a aquella gente; pero un fraile racionalista y templado tenía todas las de perder.
Los sublevados, a los discursos y sermones de religiosos y laicos, contestaban con gritos de: «¡Abajo el cuartel real!». «¡Mueran los traidores!». Fue imposible salvar la situación.
Días después, Aldave, jefe de la línea de la frontera, previno al comandante Lanz, gobernador del puesto de Vera, que deseaba tener una conferencia con él para manifestarle las intenciones del general Elío, que había llegado a Lesaca.
Lanz pasó al punto de cita con dos oficiales del Quinto, y Aldave le dijo que Elío le había encargado pusiese en su conocimiento que tenía ocho batallones navarros de infantería y caballería y cuatro más de vascos que estaban prontos a pronunciarse contra Maroto, a condición de que Navarra y las provincias vascas quedasen independientes de España. Lanz y sus compañeros, asombrados, no aceptaron la proposición.
Elío se mostró en el último período de la guerra como la quintaesencia del cambio y de la versatilidad. Unas semanas antes de entrar en Lesaca, Marcó del Pont tuvo una conferencia con él en Lecumberri, y Elío le dijo que él se comprometía con sus ocho batallones navarros a llevar a Don Carlos hasta el ejército de Cabrera, en Aragón.
El pretendiente y sus consejeros estudiaron el proyecto, que les ilusionaba, y cuando pidieron un plan concreto a Elío, este dijo que la cosa era difícil, porque los navarros no querían salir de su país.
Toda la clerigalla dirigida por el padre Cirilo estaba reunida en Santesteban, esperando la solución de la cuestión carlista, para quedarse en España o meterse en Francia.
Comenzaban los carlistas del interior a acercarse a la frontera para escapar a Francia. Los batallones sublevados contra Maroto no obedecían a los jefes. Los codiciosos veían que se acababa la guerra, y querían agenciarse dinero de cualquier modo para vivir dentro o fuera de España.
El Quinto de Navarra, que hasta entonces había tenido fama de disciplinado y de incondicional, seguía cometiendo atropellos en Vera.
Los soldados se sentían presos de un encono furioso, y a los hojalateros, que iban buscando la salvación en la fuga, los trataban a baquetazos.
Los soldados carlistas en grupos, algunos con caballos y con carros, iban acercándose a la frontera. Venían frenéticos, descontentos, dispuestos a vengarse en el país por donde pasaban de lo que les sucedía.
Todos estos hombres, partidarios oficialmente de las viejas costumbres, de los viejos hábitos, se lanzaban prácticamente a un anarquismo faunesco y pánico y golpeaban sobre lo establecido como un ariete sin el menor remordimiento.
El carlista amanerado y prudente, sabihondo y pedantesco, se ha inventado un dogma cerrado e invariable, y este dogma invariable, esta proyección falsa de su espíritu, le parece más cierta que su propio espíritu, oscilante y cambiante.
Este carlista no veía la realidad, no quería verla, sino un mundo de lugares comunes, espectrales, históricos y académicos, y, sin embargo, iba dejando realidades, la mayoría de las veces sangrientas, allá por donde pasaba.
Aquella gente que se echaba sobre la frontera, sin dinero, sin ropa, sin zapatos, tenía que vivir, necesariamente, sobre el país.
Estos rezadores de rosario se convertían en perros de una jauría furiosa y hambrienta, que tenía la nostalgia de dar dentelladas a derecha e izquierda.
El aire pánico iba corriendo por el país y enloqueciendo a los soldados.
Siguiendo por aquel camino hubieran eclipsado las fechorías y atrocidades que cuenta Lope García de Salazar de los banderizos vascos en su libro las Bienandanzas e Fortunas, y con un poco más hubieran llegado a un frenesí y a un horror de aquelarre o de sábado brujeril.
La partida de Orejón y de Bertache recorría el país de un extremo a otro, llevándose impunemente todo lo que encontraba.
El Once de Navarra avanzó desde Echalar a Vera para obrar en combinación con el Quinto, y se instaló en los caseríos del monte de Santa Bárbara, acechando el paso de los fugitivos. Los del Once destituyeron a su coronel, don Ciriaco Gil Caballero, por inútil, y mandaban los sargentos.
El Quinto de Guipúzcoa, que ocupaba la línea de Vera a Oyarzun, mandado por Ibero, se unió a la insurrección.
Don Basilio quiso obrar en ordenancista; al llegar a Vera, desde Sara, envió a un agustino, el padre Huertas, para que fuese al Real de Don Carlos y le dijese que estaba a sus órdenes.
Don Carlos contestó de una manera ambigua, y don Basilio fue, como todos, haciendo una porción de cosas que no quería. A lo último, se unió con el general Guibelalde, y pensó que entre ambos podrían dominar la situación; pero, no sólo no la dominaron, sino que estuvieron ambos en un caserío de Vera a punto de ser fusilados.
Guibelalde y don Basilio quisieron aplacar con razones y después con amenazas a los rebeldes: sujetar a los Bertache y a los García Orejón; pero estos se impusieron en seguida, dieron orden para que los dos generales fueran presos, y estuvieron en capilla y los sacaron a la carretera para ser fusilados. Unos frailes que mandó Echeverría consiguieron su perdón a fuerza de ruegos, de súplicas y de promesas.
Don Basilio tuvo que pagar su rescate y dejar en las manos de los sublevados todo su dinero, que no era poco. Los rebeldes ya no hacían caso ni de curas ni de frailes. El terror era cada vez mayor en el país; en los pueblos las gentes no salían de su casa y en los caseríos, los labradores se atrincheraban en los rincones del desván, y allí estaban anhelantes, asustados, esperando que pasara la mala racha.
Nadie se decidía a viajar, y solamente en caso de necesidad muy apremiante iban a sus visitas los médicos, los curas o los notarios.
La anarquía reinaba en los restos del ejército carlista. Entre Endarlaza y Biriatu, las personas que venían huyendo dijeron en Francia que habían visto varios cadáveres en el camino, entre ellos cuatro de mujeres, algunos de soldados carlistas y uno de un cura.
A un intendente llamado Riaza y a un oficial castellano los mataron a la entrada de Vera. Al carlista Aldasoro, de Plasencia, le quitaron el dinero y le dieron una tanda de palos.
La viuda de Maturana, la poetisa, la autora del Canto a la luna, tuvo que arrodillarse delante de los oficiales y sargentos del cura Echeverría, y ofrecer todo su dinero y sus joyas para salvar a sus hijas, y a ella misma, que estuvieron a punto de ser violadas de una manera nada lunática.
Algunas compañías con tropas fieles se unieron a Elío en la línea del Bidasoa, y se acuartelaron en Arizcun; pero el general no pudo conseguir nada; su situación era muy difícil. Primero dijo que iba a atacar a los rebeldes; luego añadió:
—Si ataco a los sublevados, estamos perdidos; si no los ataco, también. Elío, Goñi y Zaratiegui no tenían prestigio. A unos se les consideraba marotistas. De Elío se decía que era fuerista, casi separatista.
Echeverría, siguiendo el ejemplo de los Bertache y García Orejón, quizá inducido por sus lugartenientes, se lanzó a robar como un capitán de bandidos, y todo carlista rico que pretendió pasar a Francia por Vera tuvo que inclinarse ante las horcas caudinas del canónigo, y dejar su tributo en dinero o en especie.
Trescientas o cuatrocientas personas de las más influyentes en el carlismo, entre ellas una nube de curas y frailes, sin duda poco partidarios del martirio, pasaron como pudieron por Vera y sus alrededores, gateando por las regatas, marchando de noche por los senderos, poniendo a salvo la preciosa existencia y algunos cuartos.
Entre esta gente que ganó la frontera, estaban la viuda y los hijos de Zumalacárregui, la familia de Guibelalde, los O’Donnell carlistas, el duque de Granada, el marqués de Narros, el ex ministro Cabañas, la marquesa de Santa Eulalia, el padre Gil, doña Pilar Fulgosio, los jesuitas de Loyola y otros muchos. Todos tuvieron que pagar su tributo y dejar algunos pelos en la gatera, porque los Bertache del Quinto y el Once de Navarra no se andaban con bromas.
Algunas familias que tenían relaciones con los liberales salieron por Irún. La señorita de Arce, camarista de la princesa de Beira, y algunas amigas suyas, pasaron por Behovia.
Otros, enterados de cómo las gastaban los sublevados de Vera, tomaron por el camino de Velate, y luego se dirigieron hacia Francia por el alto de Berdaraz a coger Urepel o los Alduides.
Al mismo tiempo que en la línea del Bidasoa, los carlistas se dedicaban a saquear y robar; las partidas de chapelgorris de Sainz, Elorrio, Zubeldía y Noain aparecían en Velate, e iban avanzando y fusilando a todo carlista que cogían con las armas en la mano.
Días después, el general Jáuregui aparecía en las proximidades de Vera, y el Quinto y el Once de Navarra se metían en Francia, en donde eran desarmados.
La sublevación de los batallones carlistas contra Maroto, seguida al poco tiempo del Convenio de Vergara, produjo una gran confusión en el elemento director del partido en Bayona.
Se sospechó que todos los generales eran traidores, y que estaban vendidos a los ingleses y a Espartero. Se dijo que un centinela carlista de la guardia real llegó a llamar traidora y falsa, cara a cara, a la princesa de Beira, mujer de Don Carlos, a la salida de Vergara, y hasta amenazarla.
Se afirmaba que la de Beira era marotista. A pesar de que ella dijo repetidas veces que Maroto era enemigo acérrimo suyo, pues quería que su marido y ella abdicasen en su hijo, nadie lo creyó.
A esta princesa le aconsejaron que fuese a Vera para buscar la protección de los antimarotistas, y ella dijo que no, porque temía que la asesinaran.
El señor Velasco, marido de doña Jacinta de Soñanes (alias la Obispa), fue al cuartel real, que por entonces estaba en Lecumberri, donde defendió calurosamente, en presencia de Don Carlos, al cura Echeverría y a don Basilio, por haberse sublevado contra Maroto. Al parecer, los del cuartel real insultaban y ponían como un trapo a los realistas puros.
Se enzarzó la discusión entre los que rodeaban al pretendiente, y terció don Bruno Villarreal, que amenazó con fusilar al marido de la Obispa, a pesar de ser este hombre de tan gran cabeza. Todos los días se exponía un proyecto distinto y casi siempre disparatado, que, naturalmente, no se realizaba. El pretendiente tenía uno; su mujer, otro; el infante Don Sebastián, otro, y, además, tenían proyectos Elío, los realistas, los fueristas, los sargentos y los soldados.
El viejo general Eguía, que estaba dispuesto a aceptar el Convenio, recibió de mala manera a varios soldados y oficiales de los batallones de Castilla, que, después de desarmados en Vergara, fueron a Elizondo, y pidieron incorporarse de nuevo a las filas carlistas.
Eguía les trató de desertores, de hombres sin palabra y sin honor, les amenazó con el bastón y añadió que a todo oficial convenido en Vergara que se pronunciase contra Maroto lo mandaría fusilar. Era don Nazario Eguía un ordenancista furioso, y siempre había considerado el fusilamiento como el mejor medio para implantar la disciplina y hacer marchar a la gente derecha.
Todos los perspicuos del partido: el padre Cirilo, Valdespina, don Juan Bautista Erro, Otal, Ramírez de la Piscina, el brigadier Montenegro, cuando vieron el mal cariz de los acontecimientos, se metieron en Francia sin despedirse de su amado Don Carlos.
A la salida de Urdax para internarse en Francia, se dijo que Elío y el infante Don Sebastián tuvieron algunas palabras agrias. Se afirmó que Elío jugaba con dos barajas. Era, indudablemente, el general navarro un hombre frío, apático, poco efusivo, arbitrario. Se dijo también que Villarreal, que tenía un gran odio contra la guardia de Don Carlos, la mandó colocar cerca de la frontera, en sitio donde los cristinos la pudieran diezmar fácilmente.
Desde Elizondo, el brigadier Real, y no como dijeron Zabala, fue a pedir permiso para que Don Carlos pudiese entrar en Francia.
Al general Espartero no le pareció bien aprovecharse de las circunstancias, y en este trozo corto de Urdax a la frontera francesa no quiso atacar a los carlistas, y dejó que salieran las tropas enemigas sin castigarlas.
Harispe, el mariscal francés, se lo hizo notar al verse con él.
—¿Qué quiere usted? —le contestó Espartero—. Eran españoles como los míos, ¿para qué matarlos?