XIX

AVIRANETA Y GAMBOA

LA introducción del Simancas en el Real de Don Carlos fue el motivo último de la guerra a muerte de los dos bandos carlistas: el apostólico, furibundo, intransigente, instigado subterráneamente por Don Carlos, y el marotista, con vagas tendencias liberales, dispuesto a pactar con los cristinos para huir de la violencia y del despotismo de los realistas puros.

Cuando se supo en Bayona que los carlistas fanáticos se habían levantado en Etulain contra Maroto y ocupaban la línea del Bidasoa, desde Vera e Elizondo, se temió que iban a cometer grandes desmanes; pocos días después se dijo que la anarquía del ejército sublevado era horrorosa, habían matado ya un gran número de personas y estaban en plena rebelión.

Gamboa, al saberlo, llamó al Consulado a don Eugenio de Aviraneta. El cónsul tenía noticias incompletas y exageradas de cuanto ocurría.

Don Eugenio explicó su intervención y la de su agente Roquet en el asunto. El cónsul quedó asombrado. Se le notó la sorpresa y, al mismo tiempo, la molestia que le producía el ver la eficacia de las maniobras del conspirador.

Repuesto de su sorpresa, dijo a don Eugenio, fingiendo indiferencia:

—Está bien. Convendría que redactase usted una nota en la que hiciera un resumen de todo cuanto me ha dicho para enviársela al Gobierno.

El gubernamental y el jacobino

Dos días después las noticias que se recibieron de España eran tan exageradas y tan terribles, que Gamboa llamó de nuevo al Consulado a don Eugenio.

—¿Qué ha hecho usted? —le dijo al verle, de sopetón, con la cara fosca y la mirada iracunda—: Esto es un crimen.

—Pues, ¿qué pasa?

—Pasa que, por su culpa, la sangre está corriendo a torrentes por las provincias vascongadas y Navarra.

—¡Bah! No será tanto; déjeles usted que se maten —contestó, sonriendo, Aviraneta.

—No, no; eso es criminal. Los sentimientos humanitarios de Europa están alarmados con estos sucesos.

—Pues es la única manera posible de acabar la guerra.

—Es una manera cruel, infame y sanguinaria.

—Yo, hoy por hoy, no veo otra. ¿Es que cree usted que con paliativos va a acabar una guerra así? Dejémonos de hipocresías.

—Yo no soy un hipócrita; pero no puedo ver con serenidad que corran torrentes de sangre española, aunque sea de los enemigos de la libertad y del trono de Isabel II.

—¡Bah! Sobra sangre, señor Gamboa.

—Usted es un revolucionario, un anarquista, un hombre sin corazón —exclamó el cónsul.

—Ese es siempre el reproche de los tímidos y de los egoístas. Esta degollina, que nunca será demasiado grande, puede ser el mal menor, señor Gamboa.

—Un hombre que produce y atiza el incendio que va a abrasar cuatro de las provincias mejores de España, es un desalmado.

—Esta sublevación no ensangrentará más nuestras provincias que lo que ha hecho ya la guerra civil.

—Es diferente —replicó Gamboa—. La guerra civil nadie la ha dispuesto. Ha surgido porque tenía que surgir. Era un hecho histórico que se venía preparando por el Destino. Esto, no; esto es una invención maquiavélica de usted.

—Una invención que me honra.

—No siga usted en ese tono, porque estoy dispuesto a denunciarle a las autoridades franceses para que le expulsen de este territorio, y yo manifestaré al Gobierno de aquí, como al de España, que la expulsión de usted es completamente merecida y justa.

—Muy bien. Veo que tiene usted muchas simpatías por los carlistas, señor cónsul —dijo Aviraneta con sorna.

—Los miro como personas y como españoles.

—Yo les considero, sencillamente, como enemigos.

—No tanto como para hacerles una guerra inhumana.

—Todas las guerras son inhumanas; ellos la han hecho lo mismo.

—No hay que contestar con la ley del talión.

—Usted, señor Gamboa, estuvo en América durante el reinado de Fernando VII, ¿no es cierto?

—Sí.

—Ya se conoce.

—¿Por qué?

—Si usted hubiera estado, como yo, perseguido, acorralado por los absolutistas en diferentes épocas, no hablaría usted como habla.

—Nada legitima lo que usted ha hecho, Aviraneta.

—¿Cómo que nada legitima? Lo legitima todo. ¿Es que es usted, por ventura, carlista bajo el manto de empleado y servidor de la reina Isabel II?

—Todo el mundo sabe la firmeza de mis convicciones liberales. Yo siempre he sido fiel a mis ideas.

—Yo, no. Siempre he buscado, por el contrario, ser infiel a las ideas y a las personas. La fidelidad me ha parecido una estúpida virtud. Yo seré fiel a mi palabra, al compromiso que he jurado cumplir; pero a las ideas, ¿por qué?, a las personas, ¿por qué? Yo no me he comprometido con ellas. Las puedo seguir o no seguir; afirmar o negar, según me parezcan buenas o malas. Si hay motivo para ser infiel, está bien el serlo, si no lo hay, se comprende, por lo menos, la posibilidad y se la explica uno.

—Sus ideas me repugnan.

—Mis convicciones liberales son tan fuertes, o más fuertes que las de usted.

—Yo no acepto en esto comparaciones.

—Usted me ha insultado gravemente, señor cónsul. Ese es el pago que recibo por los servicios que he prestado a la causa de la libertad. Dígame usted por escrito todo cuanto me ha dicho de palabra; a todo contestaré detalladamente; publicaremos la acusación y la defensa, y veremos a quién dan la razón los españoles liberales, si a usted o a mí.

—Usted es un terrorista, un jacobino, un hombre que no repara en medios.

—Usted es, en cambio, el eco del clamoreo de los carlistas de Bayona y de los legitimistas franceses, que ven que su tinglado se viene abajo. Son ellos los que comentan la alarma y exageran las noticias.

—¿Para qué?

—Porque tienen amigos y parientes en los dos campos carlistas y quieren que el partido absolutista no se descomponga.

—Usted cree que todo el mundo es un intrigante como usted.

—Yo lo que no tengo es hipocresía. Quiero el fin y quiero los medios. Lo que he hecho yo, la intriga que he preparado para la escisión del carlismo, la he llevado a cabo con el conocimiento previo del Gobierno de la reina. El remedio es duro, pero no he visto otro.

—¡Qué dirá la Historia de procedimientos así! —exclamó Gamboa.

—¡Psch! La Historia no se enterará. Además, ¡hay tantas clases de historia! Hay la historia para uso del delfín, ad usum Delphini, y hay la historia pomposa y falsa para los reyes y la historia para los diplomáticos, que es casi siempre chismografía, y la historia para los lacayos y la historia para los políticos. Hay la historia elocuente de Tácito y Tito Livio y la historia humana de Herodoto y la historia escandalosa, como la de Procopio, y la historia dinámica, como la de Maquiavelo y las anécdotas para cortesanos, como la de Brantome, y la de soldados, como la de Bernal Díaz del Castillo, y las historietas, como las de Tallemant de Reaux. ¿Sabe usted los que han dicho los marotistas y Maroto de la causa de su desprecio por Arias Teijeiro?

—¿Qué han dicho?

—Que lo despreciaban porque era el mignon del rey.

—No quiero oír cosas semejantes. No las quiero oír —y Gamboa paseó de arriba abajo por la sala del Consulado.

Explicaciones

Tras de un momento de silencio, Gamboa preguntó:

—¿Usted cree que las noticias que vienen de Navarra serán exageradas?

—Creo que sí. Pero, como le digo a usted, no sentiría que se degollasen.

—Con eso no se resolvería nada.

—Yo creo que se resolvería todo. Supongo que las noticias son exageradas. A todos los legitimistas de aquí les duele que el partido carlista desaparezca; exageran el peligro, por ver si encuentran medios de salvarlo.

El cónsul debió de reflexionar; paseó de nuevo de arriba abajo por su despacho y llegó a serenarse y a sonreír.

—No debe tomar usted al pie de la letra todo lo que le he dicho en medio del acaloramiento que me han producido estas noticias. Es muy posible, como usted dice, que los sucesos se hayan exagerado. Por otra parte, me consta que es usted un buen liberal y un buen patriota.

Don Eugenio, considerándose victorioso, no quiso vengarse del cónsul devolviéndole insulto por insulto y acusación por acusación. Estuvo un momento dispuesto a echar en cara a Gamboa sus negocios oscuros de suministros al ejército, hechos en complicidad con los banqueros Lasala y Collado, pero se calló. Ya llegaría el tiempo en que pudiera hablar.

Discusión

Aviraneta se sintió político y prudente; las circunstancias eran graves y había que marchar con astucia y seguir el plan trazado con serenidad y con tino, sin fijarse mucho en los detalles, ni en tiquismiquis de dignidad.

—Vamos, señor Gamboa, hablemos claro —dijo.

—Yo no oculto nada.

—Usted está en el grupo de los progresistas.

—Sí.

—Yo soy un liberal indefinido. Dígame usted con franqueza qué es lo que ustedes desean, qué clase de Gobierno pretenden para España. ¿Cómo quieren ustedes que acabe la guerra civil?

—Yo, por mi parte, hubiese querido el triunfo militar definitivo, completo, de las armas liberales, por su superioridad técnica —murmuró Gamboa.

—¡Ah, yo también! Pero eso no depende de la razón, sino de la fuerza.

—El Estado debía tener la superioridad técnica.

—Debía…, pero no la tiene. La superioridad técnica sería admirable; ¿pero es que vamos a creer que el que tiene la razón tiene la fuerza? ¡Qué ilusión! Uno puede tener razón y buenos puños; puede tener razón y puños débiles; lo mismo sin razón se puede tener fuerza o no tenerla.

—No estoy conforme. Esos son casuismos.

—Cierto que los liberales tenemos la fuerza del Estado —siguió diciendo Aviraneta—; pero los carlistas tienen la fuerza del pueblo. Nuestra gente está en el campo desamparada, perdida, sin alojamiento, ni lumbre, ni pan; los carlistas tienen la protección del aldeano, de los curas, de las mujeres y de los chicos. Les pasa, no en tan gran escala como a nosotros, los guerrilleros, en tiempo de la guerra de la Independencia. Nosotros teníamos el país íntegro en nuestras manos; ellos lo tienen casi íntegro en las suyas. Contra ellos hay que luchar a traición, con todos los medios.

—No. Eso no.

—Será indudablemente muy bonito —siguió diciendo Aviraneta, como hablándose a sí mismo— poder mover el molino con aguas claras y limpias; pero no hay corriente bastante, y hay que utilizar las aguas sucias y turbias. Yo acepto esta colaboración de la letrina; a lo que no llegaré nunca es a la hipocresía y a la mentira de afirmar que lo sucio es limpio y lo deletéreo puro.

—Le he dicho a usted que no soy hipócrita. Utilicemos sólo lo puro.

—Imposible. Seríamos derrotados. Somos la minoría; María Cristina nos traiciona y se entiende con Don Carlos; la mayor parte de España está en contra nuestra; en casos así, todos los procedimientos son buenos.

—Para mí no debe haber más procedimiento bueno que el que se ha seguido en esta última época: mejorar el ejército, depurarlo, hacer que el pueblo liberal tenga confianza en sus generales y en sus jefes.

—Muy bien; pero no la tiene. Mire usted los versos que han corrido hace meses.

Aviraneta sacó un papel del bolsillo y leyó una décima que decía así:

Loor a los generales

que a la batalla nos guían;

sólo en España podrían

llevar el nombre de tales.

En riscos y matorrales

ven la facción apostar,

mándanos luego atacar

y ábrennos mil sepulturas

por ganar unas alturas

y volverlas a dejar.

—En todas partes hay descontentos. Eso no significa nada —dijo Gamboa.

—No significaría nada, es cierto, si fuera un síntoma aislado; pero no lo es. ¿Cree usted que a mí, liberal, no me hubiera gustado la victoria absoluta y completa de nuestras armas?… Pero hay que ver si la cosa es posible o no lo es. De ahí que se haya hecho camino la idea que yo he lanzado el primero, la idea de un convenio.

El liberalismo

—En último término, aceptaremos el Convenio siempre que deje íntegras las conquistas del liberalismo —murmuró Gamboa.

—¿Cuáles? ¿Estaremos todos conformes en eso? ¿Qué es para usted el liberalismo? —preguntó Aviraneta.

—Yo veo el liberalismo en el régimen constitucional y en el reinado de Isabel II.

—Bien. Ese es el liberalismo español actual, práctico; pero fuera de ese, hay otro liberalismo universal, más importante: la filosofía, la razón, el libre examen.

—Ese no se debate ahora.

—Ese se debate siempre. ¿Qué me importaría a mí de Isabel II si con su reinado no hubiera posibilidad de vivir con más libertad que con el reinado de ese estúpido Carlos? Mi liberalismo es libertad de pensar, libertad de movimiento, lucha contra la tradición que nos sofoca, lucha contra la Iglesia…

—Es usted un ateo.

—No sé…, quizá. Aunque fuera uno deísta y creyera en Dios y en el diablo; después de que hablara Dios, le diríamos al diablo: «Ahora, hable usted». Alguna vez podía tener razón.

—Usted no la tendría nunca con esas impiedades.

—Ustedes la tendrán. Yo supongo lo que pasará en España con los liberales de aquí. Conozco el país y a la gente.

—¿Qué pasará?

—¿Qué pasará? Que se pondrán todos a defender con entusiasmo las formas, lo que es accidental, lo que es accesorio: el Parlamento, la democracia, técnicas y técnicas para que pueda farolear la clase media… Lo que es esencial, el espíritu, el humanismo, eso no lo defenderá nadie. Nuestros generales se movilizarán por ambición y pasaremos del despotismo burocrático de la monarquía absoluta a las dictaduras militares. Espartero me da miedo.

—¿Miedo?

—Es una manera de decir. A mí no me da miedo nada.

—¡Qué ridícula jactancia! —murmuró Gamboa.

Un plan

—En esta situación, yo, por mi parte, lo que deseo es que se derrame la menos sangre posible —dijo de pronto Gamboa.

—¿Tendrá ese mismo deseo el general Espartero? —preguntó Aviraneta.

—Sí, seguramente.

—¡Hum! ¡Qué sé yo!

—¿Lo duda usted?

—Lo dudo. No conozco a Espartero más que por lo que me han hablado de él. Le tengo miedo, como le he dicho a usted antes. Parece que es un hombre a quien le gusta la guerra y la aventura. Es militar y jugador. Es difícil que desee la paz.

—Pues la desea fervientemente.

—Yo lo dudo. A él, como a todos los generales que le rodean, le gustaría dar grandes batallas para lucirse. Desde hace algún tiempo no hay militar de alta graduación que no aspire a ser un Bonaparte.

—A pesar de ello, yo estoy convencido de que Es-partero es un buen liberal, y que quiere que acabe la lucha sangrienta, para ver si se puede hacer próspera la situación de España.

—¿Naturalmente, por la dictadura?

—No lo creo.

—Todo Gobierno revolucionario se tiene que convertir en seguida en dictatorial y en despótico de un modo casi automático. De la misma manera las masas tradicionalistas se hacen finalmente anárquicas. El Gobierno, sea el que sea, llama al despotismo, como la masa, sea la que sea, atrae la anarquía.

—No estoy conforme.

—Pero dejemos esto; es una digresión teórica. ¿Tiene usted bastante confianza con Espartero para proponerle un plan de campaña qué en quince días concluya con la facción con la pérdida de poca gente?

—Confianza para proponerle el plan, la tengo; ahora, que lo acepte o no lo acepte, es otra cosa.

—¿Cuándo podría usted enviarle un correo?

—Mañana por la mañana.

—¿A qué hora?

—A las ocho.

—¿A las siete puedo venir a leerle mi plan?

—Sí.

—Pues a las siete en punto estaré aquí.

—Muy bien; le esperaré.

Aviraneta fue a la fonda, se metió en su cuarto y estuvo largo tiempo dando vueltas arriba y abajo, pensando y cavilando.

—Espartero no aceptará mi plan —se dijo—. Si lo acepta, nadie querrá creer que yo lo haya preparado. Si se tratara de un hecho leído en una historia, y ocurrido hace doscientos años, les parecería natural y lógico; pero de una cosa actual… dudarán. Pero esto es lo de menos. Vamos a trabajar, a poner en claro las ideas.

Aviraneta estuvo largo rato estudiando el mapa de Navarra y de Guipúzcoa; hizo dos o tres itinerarios, escribió varios borradores, explicando su plan, compulsando los datos, y se acostó, después de llamar al mozo y de encargarle que le despertara a las seis de la mañana.

Al levantarse se vistió, leyó sus borradores, hizo un rápido resumen y fue inmediatamente al Consulado. El plan no tenía más que una página. Se trataba del movimiento, que, según Aviraneta, debía hacer el ejército liberal. Este movimiento consistía en un avance a marchas forzadas desde Tolosa y Vergara a la orilla del Bidasoa y al valle del Baztán por diferentes puntos.

Don Eugenio leyó su cuartilla al cónsul y explicó el movimiento militar que debía de hacerse en el mapa, calculando las distancias de pueblo a pueblo y las probabilidades de aprovisionamiento.

Gamboa oyó la explicación un tanto preocupado, asintiendo la mayoría de las veces.

—Indudablemente —parecía pensar por su expresión y su actitud—, este es un hombre de gran talento natural.

Al concluir sus explicaciones, Aviraneta dijo:

—Yo creo, amigo Gamboa, que usted, que ha podido comprobar cómo el Simancas ha encendido la guerra intestina entre los carlistas y ha presenciado otros hechos creados por mí, verá usted ese plan como una cosa factible. Yo pienso que está bien concebido, que es el único que se puede emplear en este momento, y que debe usted enviárselo al general Espartero para que lo examine.

—Se lo enviaré; no tenga usted cuidado.

—Estoy seguro de que si sigue mis indicaciones al pie de la letra, los resultados serán positivos y acertaré, como he acertado en el Simancas.

—¡Al pie de la letra! —exclamó Gamboa, profundamente molesto por la frase—. La petulancia y el orgullo le pierden.

Aviraneta estuvo largo rato en el Consulado, y vio cómo Gamboa enviaba el plan con un correo a España.

La sequedad de Gamboa con don Eugenio se convirtió durante los días sucesivos en amabilidad; y más cuando vio, con sorpresa, que Espartero, por coincidencia o por haber leído el plan que le habían mandado desde Bayona, siguió punto por punto las indicaciones de Aviraneta.

Gamboa dijo a don Eugenio que iba a mandar al Gobierno una comunicación especificando sus aciertos y sus méritos; pero luego la aplazó, y, a lo último, no la hizo.

Pasados algunos meses, el decir que alguien había colaborado en el final de la guerra y en el Convenio de Vergara, era ofender al general Espartero y a sus amigos.