XVIII

EFECTOS DEL SIMANCAS

EL Cuartel Real del Pretendiente se trasladó, el 1 de agosto, de Oñate a Tolosa.

Esta última villa la había elegido Don Carlos como punto estratégico para llevar a cabo la revolución apostólica, que tendría como fin echar a Maroto y a su partido del Poder, y elevar, en cambio, al Gobierno a los absolutistas puros.

Roquet, que volvía al Real de Don Carlos con los supuestos originales que demostraban la traición de Maroto y su filiación a la masonería, salió de Irún, y fue por Vera hasta Santesteban, y luego de aquí, por Leiza, a Tolosa.

En Leiza se vistió de cura, disfraz que solía tomar con frecuencia, y llegó a Tolosa el día 5.

Fue en seguida a ver al ministro de Hacienda, Marcó del Pont, que era entonces el hombre de confianza de Don Carlos, y que vivía en la plaza Vieja, en casa de los Idiáquez.

Marcó del Pont le recibió con grandes extremos.

—¿Trae usted los papeles? —le preguntó con ansiedad.

—Sí.

—Sería conveniente que se hospedara usted aquí conmigo.

—Donde usted diga.

—En esta misma casa se le preparará el alojamiento.

—Muy bien.

—Yo desearía que no hablara usted a nadie de su misión.

—No tenga usted cuidado, no hablaré.

—Tanto Su majestad como yo quisiéramos que este asunto se llevara con la mayor reserva, y, si no le molesta a usted, para evitar preguntas siempre impertinentes, convendría que no se viera usted en estos días con nadie.

—Pasaré encerrado el tiempo necesario hasta que ustedes me avisen.

Un lector de folletines

Marcó del Pont estaba hospedado en la casa de Idiáquez, y tenía allí sus oficinas. Marcó acompañó a Roquet hasta un cuarto alto, con unas arcadas y un balcón grande, que daba al río Oria y al puente de Navarra. Allí, Roquet se dispuso a matar el tiempo.

Pablo Roquet, llamado Juan Filotier, alias la Ardilla, alias la Dulzura, había pasado muchos años de su vida en la cárcel, y estaba acostumbrado a la existencia sedentaria del presidio. Era perezoso y gran lector de novelas, llevaba en la maleta los ocho volúmenes de las Memorias del diablo, de Federico Soulié, y pensó en entretenerse leyéndolas.

El 5 y el 6 de agosto, Don Carlos y Marcó del Pont estuvieron reunidos. Leyeron atentamente los documentos llevados por Roquet y mandaron varios correos de gabinete a los jefes y oficiales del ejército carlista de Navarra, Álava, Guipúzcoa y Vizcaya.

Era, sin duda, el aviso que daban el pretendiente y su secretario a los hombres de su confianza de que la traición de Maroto estaba plenamente confirmada y probada.

Durante aquellos días que estuvo encerrado Roquet en la casa de los Idiáquez, leyendo las Memorias del diablo, hubo mucho movimiento en Tolosa y grandes conciliábulos, sobre todo entre los antimarotistas.

Aviraneta había hecho que un dependiente de Orbegozo fuera a Tolosa, para que siguieran los pasos a Roquet y viese si se notaba en el pueblo la acción ejercida por el francés.

El dependiente de Orbegozo mandó a su principal un parte, que este comunicó a don Eugenio. Decía así: «Los días 5, 6 y 7 de agosto ha habido gran agitación en Tolosa, aunque no se ha sabido a punto fijo la causa; algunos aseguran que ha llegado un cura emisario, que está encerrado en casa de Idiáquez, con noticias muy graves de la traición de Maroto y de sus generales. Se añade entre los carlistas que, afortunadamente, el rey conoce los manejos del general masón y de sus secuaces, y que ha podido a tiempo impedirlos e invalidarlos. Respecto a ese francés Roquet, no se le ha visto por aquí».

Sublevación

El 7 de agosto, por la noche, recibieron los comandantes Salaverri y don Leonardo Echeverría, del Quinto, y el capitán don José Suescum, de la compañía de tiradores del mismo, un confidente, enviado por Don Carlos, para que sus batallones se pronunciasen contra Maroto. Del 8 al 9 comenzó la sublevación del Quinto de Navarra en Etulain, a la que siguió la del once y el doce. El 8 de agosto se trasladó el general Zaratiegui con sus fuerzas a Etulain y a Burutain, con el fin de dominar la rebelión que se anunciaba. Zaratiegui no hizo nada. Muchos supusieron que Zaratiegui, que era amigo de Maroto, sabía lo que pasaba y que dejó hacer.

A la medianoche se sublevaba el Quinto de Navarra, y los oficiales Bertache, Orejón, Salaverri, Suescum y otros, puestos al frente, daban los gritos de: «¡Viva el rey! ¡Muera Maroto! ¡Abajo los traidores! ¡Abajo el cuartel real! ¡Fuera los hojalateros!».

La compañía de tiradores que había llegado con Zaratiegui a Etulain, y que formaba la guardia del general, se sublevó igualmente y marchó a reunirse con el Quinto de Navarra. Todas las tropas de Etulain y de Irurzun abandonaron sus posiciones.

Los sublevados se dirigieron al Baztán y ocuparon los pueblos de la línea del Bidasoa, hasta Vera, en actitud levantisca. A Zaratiegui no le molestaron, por ser del país y considerarle como un hombre benévolo con los soldados y poco palaciego.

Se dijo entre los sublevados que el obispo de León, Gómez Pardo, Echeverría, Cabañas el padre y otros muchos apostólicos, volverían a formar una Junta, que constituirían después un Gobierno con los realistas, y ascenderían a los suyos expulsando a los marotistas.

Bertache escribió a Aviraneta desde Elizondo, contándole lo ocurrido, y envió también varias cartas para el coronel Aguirre y otros oficiales y capitanes del Quinto de Navarra, que estaban expulsados en Francia, diciéndoles que podían entrar en España para unirse y ponerse al frente de los rebeldes.

Opinión de ex presidiario

Unos días después, Roquet volvió tranquilamente de Tolosa a Bayona y fue a visitar a Aviraneta, a quien contó muchas cosas interesantes de Don Carlos y de su gente.

El señor Roquet espió por los rincones de la casa de Idáquez, habló con empleados y con criadas, y sacó de todo ello una historia bastante sucia de los acontecimientos, pero más humana de la que se daba como verdadera.

El francés, entre lectura y lectura de las Memorias del diablo, de Soulié, había interrogado con habilidad a la gente de la casa de Idiáquez, y se había enterado de muchas más cosas que si hubiera andado como un zarandillo por el pueblo. Naturalmente, el antiguo presidiario todo lo veía muy negro y muy tortuoso, y los móviles de las acciones de los unos y de los otros le parecían muy bajos. Para él, los motivos ideológicos tenían poca importancia, y explicaba las acciones de los unos y de los otros por el odio, la codicia, la envidia, la intriga, la pasión y el homosexualismo.

Viaje de Gabriela

Gabriela, a caballo, hizo presurosamente el viaje de Elizondo a Urdax, en cuyo pueblo fronterizo estaba de guarnición el Doce de Navarra, que se sublevó contra Maroto al saber la noticia que llevó la Roncalesa, de que todos los batallones vasconavarros estaban pronunciados.

De Urdax, la muchacha se dirigió, por Zugarramurdi y Echalar, a Vera. Habló con el comandante Lanz, le contó lo ocurrido, y el comandante reunió la guarnición, que constaba de una compañía del Once de Navarra y algunos soldados de otros regimientos. Se reunieron las tropas en la plaza. Lanz las arengó desde el balcón del Ayuntamiento, habló de la traición de Maroto y acabó vitoreando a Don Carlos, a la Iglesia y a los Fueros.

Los gritos se corearon con entusiasmo por las tropas y por el vecindario. Todos, al parecer, creían cándidamente que el sublevarse contra Maroto era como ganar la guerra.

Mientras en el pueblo se verificaban estas manifestaciones realistas, Gabriela marchaba a dormir a la posada La Corona de Oro. Llevaría un par de horas acostada, cuando el comandante Lanz la mandó llamar.

—Sé que desde hace varios días —le dijo— nuestra gente, don Basilio, el coronel Aguirre, el canónigo Echeverría y varios oficiales más del partido realista puro están en Sara esperando el momento de pasar la frontera.

—¿Y qué quiere usted que yo haga?

—Yo creo que sería conveniente que usted, que ha presenciado los sucesos de Navarra con sus propios ojos, fuese a ver inmediatamente a esos jefes.

—¿Y qué les digo?

—Les dice usted que se presenten aquí en seguida y se pongan al frente de los rebeldes; yo tengo el temor de que la anarquía se va a desencadenar de una manera terrible.

—Bueno. Entonces, ahora mismo voy.

Lanz indicó a cuatro soldados y a un cabo para que acompañasen a Gabriela por el monte, hasta dejarla en la frontera.

Gabriela, en su mulo, salió de Vera con su escolta, llegó a Sara, preguntó por la rectoral, entró en ella, vio al cura y le contó lo que había visto. Le dijo cómo traía cartas de algunos oficiales sublevados y el recado del comandante Lanz para los generales apostólicos.

—Ahora iremos a verlos —dijo el presbítero. Gabriela y el cura salieron de la rectoral y se acercaron a una borda en donde se hallaban los jefes realistas ocultos.

El cura de Sara les contó lo que ocurría, y después Gabriela explicó con detalle todo cuanto había sucedido en el campo carlista.

La noticia produjo gran entusiasmo en los apostólicos. Pensaron, sin duda, que dominaban la situación. Gabriela les explicó con detalles lo ocurrido en Etulain, en Elizondo, en Urdax y en Vera, y dijo cómo había dado tres mil pesetas a Bertache y otras tres mil a Orejón para el pronunciamiento de los soldados carlistas. Estuvo bastante hábil, y no dijo que estas pesetas se las habían entregado a ella.

Don Basilio y Aguirre cogieron a Gabriela y la levantaron en alto, gritando:

—¡Vivan las mujeres valientes! ¡Viva la Roncalesa!

—Esta mujer ha salvado la situación —añadieron todos.

Después, el cura Echeverría sacó un bolso verde, de seda, contó tres mil pesetas en onzas, se las entregó a Gabriela y le regaló otras mil.

—Esto, sin perjuicio —añadió el cura— de que el rey Don Carlos te dé una pensión vitalicia cuando ocupe el trono de España, cosa de la cual no se olvidará, porque yo me encargaré constantemente de recordárselo.

En la fonda de Iturri

Gabriela se despidió de los realistas, que la saludaron con entusiasmo, montó en su mulo, se dirigió camino de Bayona, fue a la fonda de Iturri, llamó a don Eugenio y le contó lo ocurrido.

—Yo te voy a dar otras mil pesetas —le dijo Aviraneta—, que con las cuatro mil que has sacado en esta expedición, te servirán de dote para casarte con Bertache.

—Muchas gracias —murmuró ella—; pero mi matrimonio no lo veo claro.

—Pues, ¿por qué?

Gabriela explicó a don Eugenio cómo Bertache, su novio, estaba enredado con una tabernera y con una gitana.

—Ahora no hay que hacer mucho caso —dijo Aviraneta—; se cuentan cosas que no son siempre ciertas, o, por lo menos, son exageradas.

—No, no; eso es verdad; hay otra cosa igualmente mala o peor.

—¿Qué?

—Que Bertache y Orejón y otros forman una partida de bandidos, y están robando y matando por todas partes.

—Sí, no me choca. Y esa noticia sobre Bertache de que está enredado con la tabernera y la gitana, ¿es cierta?

—Completamente cierta; el mismo Orejón me lo dijo.

—¿Y qué vas a hacer? —preguntó Aviraneta.

—Con Bertache he acabado; ahora esperaré aquí. No tengo ganas de volver a mi pueblo.

El mismo día en que Gabriela llegó a Sara, pasaron la frontera los jefes apostólicos antimarotistas que habían estado allí refugiados. Unos se dirigieron a Vera; otros, a Elizondo; otros se quedaron en Urdax y en Zugarramurdi.

El propósito suyo de mantener y dirigir la rebelión salió completamente fallido.

Disolución

El ejército carlista en Navarra y en todo el País Vasco se deshacía, se convertía en hordas, en una serie de partidas de ladrones y de forajidos.

Ya la rebelión triunfaba, y, como un río salido de madre, como una enorme avalancha, se desbordaba, arrastrando todo lo que encontraba a su paso; el contagio se extendía con la fuerza expansiva de una peste, y lo que había sido un ejército ordenado se transformaba en una serie de bandas de ladrones y asesinos, que comenzaban a asaltar las casas, a detener a los viajeros, a robarles y a matarles.

Entre estas bandas, la de Orejón y la de Bertache, como mejor organizadas, eran las que sacaban más producto a la situación.

A los pocos días de aquel movimiento, la disciplina estaba tan rota y relajada, que nadie obedecía a los jefes, y los más audaces, los más desvergonzados, eran los que mandaban.

Al principio, los sublevados de Vera gritaban:

—¡Vamos al cuartel real, y acabemos con los infames marotistas, con los hojalateros y con la camarilla!

Luego, ya no tuvieron más planes que robar y llevarse todo lo posible.

Ninguno de los cabecillas que partieron de Sara para dirigir el movimiento apostólico fue capaz de contener la rebelión en unos límites políticos. El más hábil de todos, el más astuto, era quizá don Basilio, pero no tenía condiciones de vigor para imponerse.

Don Basilio Antonio García, ex colector de bulas de Logroño, hombre entonces de unos cincuenta años, había dirigido una de las expediciones carlistas que, como todas ellas, se distinguieron por su fracaso.

Don Basilio no gozaba fama de valiente; era hombre inculto, rapaz, se le achacaba ser un tanto envidioso e hipócrita; pero no cabía duda que se distinguía por su astucia y por su instinto de la intriga. Tenía también cierto sentido humorístico; se decía de él que cuando en alguna acción un jefe subalterno se quería lucir y echárselas de valiente, y se adelantaba del lugar en que estaba don Basilio, este solía gritarle:

—¡Eh, usted, joven, más atrás! ¡A mi rabo! ¡A mi rabo!

Cuando don Basilio hizo la expedición en compañía de Balmaseda, concluyeron los dos jefes insultándose violentamente, acusándose de intrigantes, ladrones y de farsantes.

Respecto a don Juan Echeverría, no era militar, sino canónigo. Cierto que se puede ser canónigo y militar, como el cura Merino era militar y cura; pero Echeverría era más canónigo que hombre de guerra. Don Juan se había pasado la vida en el campo del pretendiente asistiendo a fiestas y a banquetes, echando discursos, furibundos y truculentos, en los campos y en los púlpitos; interviniendo en la secretaría, y hasta en la cocina, del Real de Don Carlos; pero nunca había dirigido unas tropas ni tenía condiciones para ello.

Echeverría, al verse al frente de los sublevados, publicó una proclama que terminaba así: «Seis meses de oscuras intrigas y de incesantes ataques han conseguido, al fin, violentar la voluntad soberana, y desde aquel tiempo la guerra derrama, más que nunca, sus furores sobre nuestro territorio. A vosotros, vascongados y navarros, está reservada la gloria de salvar a nuestro rey, a su causa y a nuestro propio país. Un momento basta. Corred, y os acompañará en vuestra heroica empresa, Echeverría».

Zaratiegui publicó inmediatamente, para que sirviese de correctivo a la del canónigo, otra alocución, dirigida a los baztaneses, firmada en Etulain, en la que decían que «algunos miserables voluntarios, seducidos por un cobarde, habían desertado de las filas de la lealtad y del campo de la gloria, para cubrirse con la ignominia y la vergüenza de los traidores».

Maroto, a su vez, contestó a la alocución de Echeverría, extrañándose de que el canónigo diera este golpe mortal al carlismo, y se insultaron el general y el cura, llamándole el uno al otro indigno sacerdote, y el otro calificándole de traidor e infame.

Respecto de Aguirre, era un impulsivo, inconsciente, alcohólico, un hombre algo parecido a Bertache, con menos talento, con muy poca energía y con un fondo vesánico, casi de loco. Aguirre no hizo nada más que beber y hablar.

Ninguno de los jefes que partieron de Sara para entrar en España llegó a restablecer la disciplina, y algunos estuvieron a punto de ser muertos por sus propios soldados.