XVII

LOS REALISTAS PUROS

A mediados de verano, Gabriela la Roncalesa estaba detenida en Bayona, esperando órdenes de Aviraneta.

Uno de los primeros días de julio, don Eugenio fue a buscarla a la fonda de Iturri y le dijo que convendría que regresara lo más pronto a Navarra.

—Muy bien —contestó Gabriela—; cuando usted mande.

—Tienes que hablar con Bertache y García Orejón, y darles tres mil pesetas a cada uno para emplearlas en sobornar a los soldados y a la gente de tropa.

—Se hará.

—Les preguntarás a ellos dónde está don José Zabala, que es teniente carlista, del que no tengo noticias.

—Bueno.

—Y, cuando lo sepas, le darás este parte.

El parte que escribió Aviraneta y dio a la muchacha decía así:

Va acercándose el momento de que se pronuncien los batallones navarros contra Maroto. Ahora o nunca. Puesto que están ustedes acampados en pueblos próximos, concéntrense en un punto y marchen decididamente a la sublevación. En seguida que puedan, pasarán la frontera, para ponerse al frente de las tropas sublevadas, el general don Basilio García, el cura Echeverría, el coronel Aguirre y otros militares expulsados por Maroto.

Ahora, o nunca.

A.

El coronel Aguirre

Antes de que Gabriela partiera, don Eugenio le dictó una carta. La carta era para el coronel Aguirre, que se encontraba en San Juan de Pie de Puerto, y estaba como escrita por la misma Gabriela.

En la carta indicaba al coronel que salía provista de dinero y de instrucciones de los antimarotistas, con el fin de promover el alzamiento de los batallones navarros.

Le aseguraba que todos los oficiales del quinto batallón, que Agruirre había mandado hasta que lo destituyera Maroto, consideraban conveniente que se trasladase a Bayona para reunirse con Echeverría y marchar después a la frontera, a casa del cura de Sara, a esperar el alzamiento de los antimarotistas.

Le indicaba la posada de Iturri, de la calle de los Vascos, como sitio seguro en Bayona, en cualquier trance de persecución de la Policía francesa, y añadía que en esa posada encontraría una persona muy enterada, Domingo Echegaray, legitimista vascofrancés, que le informaría de cosas secretas que no se podían contar por escrito.

Aguirre, al recibir la carta de Gabriela, quiso ponerse en camino; pero no pudo salir de San Juan de Pie de Puerto, por impedírselo la Policía. A fuerza de ruegos y de recomendaciones de los legitimistas franceses, consiguió que le dieran el pase. Una semana más tarde, Aguirre marchó a Bayona, y en Bayona habló con Aviraneta, en la posada de Iturri. En la ciudad no estaba Echeverría.

Le dijeron que había ido a Guethary a visitar al obispo de León.

En Guethary

Marchó Aguirre a Guethary, y en casa del obispo encontró al canónigo Echeverría y a un tal Enciso, agente secreto de Don Carlos. Este Enciso había salido de Tolosa con la misión de tratar con el obispo y preparar la entrada del cura Echeverría, del general don Basilio y de otros apostólicos en España, por el puesto de Vera, cuando llegara el momento oportuno de sublevar los batallones navarros contra Maroto.

Así, aquel pobre cretino de Don Carlos, que, entre rezo y rezo, se dedicaba a la intriga, a la maquinación y, según sospecha de Maroto, al homosexualismo, labraba él mismo su propia ruina.

—Hace un momento —le dijo Echeverría a Aguirre al verle— hemos enviado un recado a San Juan de Pie de Puerto para que se presentara usted en Bayona y pudiéramos hablar.

—Yo he recibido hace unos días —contestó Aguirre— una carta de una muchacha llamada Gabriela la Roncalesa, emisaria de los oficiales del quinto batallón, invitándome a ir a Bayona, y he salido en seguida que he podido. He hablado con un señor amigo de Gabriela en la fonda de Iturri, llamado Domingo Echegaray, legitimista vascofrancés, el cual me ha dado muchos datos acerca de la traición que está tramando ese canalla de Maroto.

—La traición está ya conocida por todos nosotros —afirmó el cura—, y hay pruebas de ella.

—¿Cree usted?

—Sí, hombre.

—A mí, por lo que me ha dicho esa Gabriela, le han enviado a ella a Francia los oficiales del quinto, con mucha prisa, alarmados por los rumores que circulan de la traición de Maroto, rumores que, por lo que afirma la Roncalesa, y, sobre todo, el legitimista Echegaray, se han visto confirmados por personas que están en el secreto de estas tramas.

—¿Y dónde está esa Roncalesa?

—La Roncalesa ha partido para Navarra, a reunirse con el subteniente Bertache, con el objeto de dar a los oficiales del quinto batallón los informes adquiridos en Bayona, y para saber, además, a punto fijo qué es lo que ellos piensan hacer.

En esto terció el obispo de León, enseñó al coronel Aguirre las tres cartas del Simancas, y le dijo que aquellos originales diabólicos los había tenido él en sus manos y que se habían enviado con otros papeles al real de Don Carlos para que los examinara.

El obispo de León temía que la ceguera de los que rodeaban al rey impidiera a Don Carlos ver claro.

El obispo de León no quería unión con los enemigos ni en el sepulcro; odiaba a los generales que pretendían saber; quería generales que no supiesen escribir. Nada de inteligencia. Nada de generales de compás y de escuadra, decía él. Devoción y sumisión. Así, Don Carlos podría dedicarse a sus novenas, a cantar gozos a la Virgen, generalísima de su ejército, y a otras cosas igualmente trascendentales.

Convinieron Echeverría, el obispo de León, Enciso y Aguirre en ir aquella noche a Bayona, a casa del abate Miñano, y celebrar allí una junta para determinar qué se podía hacer en circunstancias tan críticas por la causa de Don Carlos.

El canónigo Echeverría fue a anunciar a Miñano la reunión que se celebraría en su casa, y los otros personajes marcharon en coche a Bayona.

Se celebró la junta en casa de Miñano, en la cual el abate representó su falso papel de absolutista con perfecta tranquilidad, y se decidió que el cura Echeverría, el general don Basilio, el coronel Aguirre y dos jefes apostólicos más que estaban en Bayona, salieran por la noche siguiente vestidos como aldeanos vascos, y fuesen a Sara, a casa del cura de este pueblo, y desde allí se pusieran en comunicación con el coronel Lanz, comandante del puesto de Vera. Este, después de pulsar el estado de espíritu de las fuerzas carlistas, y sus sentimientos de hostilidad contra Maroto, les avisaría el momento oportuno de entrar en España.

No teniendo absolutamente recursos, el cura Echeverría fue encargado por el obispo de León de allegarlos, poniendo a contribución el bolsillo de algunos carlistas pudientes.

Echeverría se avistó con el marqués de Lalande, con el hotelero Detroyac, con Michell, el periodista, y con otros legitimistas franceses, y reunió, con el concurso de unos y de otros, más de veinticinco mil francos.

Después de esta colecta se pusieron en marcha los conjurados. Aguirre había preguntado al fondista Iturri quién podría guiarles, y el mismo fondista les acompañó en coche hasta San Juan de Luz, y luego a pie al cruce del camino de Ascain con el de Sara. Llegados a Sara, el cura de esta aldea, advertido, salió a su encuentro, y les llevó a una borda lejana, donde los cinco apostólicos se dispusieron a esperar los acontecimientos. El tiempo era bueno, caliente, y se podía dormir al aire libre.

Aviraneta había iniciado al cónsul de Bayona en el secreto de la maniobra, y le recomendó que influyera en la Subprefectura para que diesen órdenes a la gendarmería de que no pusiera dificultades a los cinco jefes carlistas en su camino a la frontera de España.

Noticias de Gabriela

Gabriela, por su parte, habló con los oficiales del Quinto de Navarra, y entregó a su novio y a Orejón las pesetas que le había dado para ellos don Eugenio y las instrucciones para Zabala.

A Gabriela le dijeron que Bertache llevaba una vida relajada. Preguntó a García Orejón qué había de verdad en esto. Orejón confirmó la noticia. Era, según él, consecuencia de la guerra; pero, pasado este período alborotado, el novio de Gabriela llegaría a formalizarse y a vivir decentemente.

Gabriela supo que Bertache tenía una verdadera partida de bandidos, y que la Tiburcia, la antigua tabernera, mandaba en su antiguo novio. Respecto a María la Cañí, al parecer, contaba poco, porque había resultado medio tonta, y pasaba ya con indiferencia de mano en mano.

Gabriela se indignó al saber que Bertache estaba enredado con la Tiburcia, y en una explicación que tuvo con su novio, riñó con él. Él quiso convencerla de que no era cierto, pero los indicios eran tan claros, que no había duda posible.

—Pues mira, haz lo que quieras —concluyó diciendo él—; si no quieres seguir conmigo, déjalo. Ella, indignada, le anunció que no volvería a verle, y se lo prometió y lo juró.

Bertache se río, lleno de petulancia.