XVI

LA PRIMERA DESECHA

CHIPITEGUY estaba cada día más maniático y más desconfiado.

Quintín, el criado, se le marchó y se casó con una viuda que tenía una chatarrería en la calle de Pont Traversant.

Chipiteguy despidió a Claquemain y se quedó en la casa con el sargento Castegnaux. Su suspicacia aumentaba por momentos. Al ver a Alvarito de vuelta de su viaje a España, le dijo en seguida que tenía que ir a vivir con él. Luego le pidió que sacara de su casa las figuras de cera, pues le incomodaba el verlas.

—Estas figuras de cera me van a matar —decía con frecuencia.

Chipiteguy encargó a Alvarito la venta de todas las figuras. Alvarito se ocupó del asunto. Los cereros y confiteros a quienes propuso la compra, y que hacían cirios y velas para la iglesia no las quisieron. Al parecer, la cera era muy mala, muy mezclada con yeso, con pintura y con paja, y no valía la pena de purificarla, porque hubiera costado casi más.

Alvarito se deshizo de las figuras con gran dificultad.

Algunas, como las de Fouché, Paganini y Fualdés, las vendió, aunque muy baratas; otras, como la de Marat, las dio regaladas. En general, tuvieron poco éxito y un fin un tanto desdichado.

La de Mirabeau fue a parar a casa de un frenólogo, que llenó la cabeza de rayas y de nombres absurdos, del sistema de Gall; la de Robespierre terminó en una peluquería; dos figuras de mujer fueron, después de cortarlas por debajo del pecho, a un escaparate de una tienda de corsés.

La única que se vendió bien fue la de Robinsón Crusoe, que un carlista entusiasta compró, creyendo que se trataba del retrato auténtico de Sagastibelza, por quien sin duda tenía gran admiración, quizá por lo pintoresco de su nombre.

Dos figuras de mujer, María Antonieta y madama Roland, se las regaló Alvarito a su hermana, para que le sirvieran como maniquíes en su tienda.

Los que no tuvieron salida posible fueron los Asesinos, que siguieron en la cueva envueltos en sus fundas de tela de saco.

Chipiteguy preguntó varias veces a Alvarito si había vendido toda la colección, porque no la quería ya ver.

—A los Asesinos no los acepta nadie —le dijo Alvarito.

—Pues no los quiero tener en casa —replicó el viejo.

—Si le parece a usted —añadió Alvarito—, los echaremos al río, después de hacerlos pedazos, o los quemaremos.

—Sí, eso será lo mejor.

El patrón estaba siempre tembloroso y asustado. Tenía una parálisis agitante y movía constantemente la mano.

Miraba las paredes, los muebles, las cortinas, con un aire triste y desolado, y solía cantar las canciones que cantaba habitualmente Manón.

A veces le oyeron también entonar el prefacio de la misa: Vere dignum et justum equum es salutare, cosa que a la andre Mari y a la Tomascha les pareció de buen augurio, y síntoma de que Chipiteguy quería volver a frecuentar la iglesia.

La suspicacia y el miedo de Chipiteguy llegó a tanto, que vendió parte del género y cerró la tienda.

La puerta de la casa y la del patio estaban también constantemente cerradas. Chipiteguy, la andre Mari y Alvarito tenían cada uno su llave. El sargento Castegnaux seguía durmiendo en el piso bajo para vigilar.

—Tú sigues conmigo —le decía el viejo a Alvarito—; comerás y dormirás aquí.

Álvaro, solicitado por la madre de Rosa, volvió a trabajar en El Paraíso Terrenal. Madame Lisagaray le trataba con tantas consideraciones como si fuera el amo de la casa.