XV

TIPOS DE LA PARTIDA

TIPOS muy diversos y de muy diferentes clases forman la partida de Bertache.

Entre los españoles, uno de los principales era el Cura, hombre sombrío, malhumorado, de genio agrio y maldiciente. El cura Macorra era de Berberana, de la provincia de Burgos, de una barriada que desde hace tiempo se llama la Venta de Hambre.

Era hombre alto, fuerte, moreno, con la cara sombría, cetrina, aguileña, una cara tormentosa; alrededor de los ojos, brillantes y expresivos, dos sombras negruzcas, como manchas de carbón. Era jugador, muy ansioso para el dinero, y antes de estar en la guerra, como después, hacía mucho efecto entre las mujeres, a las que despreciaba profundamente.

El Cura era muy ergotista y definidor, y creía tener el mundo encerrado entre definiciones y silogismos. Uno de los vascos de la partida, Perico Ferratzallia, un beocio, solía discutir con él y hablaba mal de los curas.

Los argumentos de Perico eran siempre los mismos:

—Si no hay que beber, ¿ellos por qué beben? Si no hay que tener queridas, ¿ellos por qué las tienen? Si no hay que matar, ¿ellos por qué matan?

—Estos argumentos ad hominem no siempre tienen fuerza —replicaba el Cura.

El Cura era hombre despótico y atrabiliario. Decía en serio que era justo como Dios. El hombre tenía mucho odio a los obispos, sobre todo a los que andaban en las cortes de los reyes. Se mostraba bilioso, falso y vengativo.

Era bastante aficionado al vino, y solía decir que el vino lo lavaba todo. Vinum laetificatum. El Cura disimulaba su manera de ser, afectando una franqueza brutal; así oscurecía su egoísmo insaciable, su rapacidad y sus malos instintos.

Otros de los afiliados a la banda era el Galonero, vendedor de oro y de galones, perito en los latrocinios. El Galonero había estado preso en el penal de Ocaña, y se escapó de la cárcel, y, al escaparse, se rompió una pierna y cojeaba.

Dos puntos fuertes en la partida, los dos serranos de la provincia de Burgos, y que habían peleado con el cura Merino, eran el Leñador y el Santero.

El leñador había vivido siempre con carreteros y arrieros, sirviendo de mozo en las posadas y en las ventas, con lo que le habían quedado marrullerías y artes de engaño.

El Santero era parásito de jugadores; había vivido durante largo tiempo llevando la demanda por los pueblos, oficio que le había hecho pícaro y vagabundo. Le llamaban también Santo Dios, porque esta era su exclamación favorita.

El Buhonero parecía una ardilla: activo, charlatán, movedizo, amigo de intrigar y de murmurar, incapaz de nada serio; toda su actividad se empleaba en chismes y cuentos.

Estaba también en la partida otro a quien llamaban el Escribano, y algunos le decían en broma Considerando, porque comenzaba con mucha frecuencia sus explicaciones con este gerundio. Era pesado, pedantesco e intrigante.

Al final, formó parte de la banda un capitán que antiguamente había sido fraile en el convento de Vera, el padre Gregorio. Este ex fraile, cuando vio los procedimientos de la partida, dijo que iba a dejarla, pero luego no lo hizo. El padre Gregorio se sintió enemigo acérrimo del Cura; tenían uno para otro esas hostilidades de clérigo, rencorosas y duraderas.

De los peores y más sanguinarios de la cuadrilla era Bartolo, un navarro de la ribera, a quien llamaban en broma Mártolo.

Hombre sombrío, chiquito, de mal color, con la voz opaca; tenía unos ojos de ratón que no estaban quietos nunca, y una boca que mostraba unos caninos de fiera. Era de los que hacían malas pasadas en el campo y las aldeas por aviesa intención; pegaba fuego a los almiares, disparaba a los cerdos y a las vacas, abría los apriscos para que se escapara el ganado. Tenía un sentimiento de venganza cósmica.

Otro de los tipos mal intencionados era un castellano, llamado Cristóbal, a quien decían, por su estatura, Cristobalón. Cristobalón, cazurro y sombrío, había sido ventero y cantinero; vendió vino aguado y leña mojada al peso. Le poseía la manía de engañar y de robar casi más por afición que por utilidad. Alto, grueso, casi un gigante, con las piernas arqueadas, tenía la cara infantil, sin barba, la frente grande y una caída afeminada en los ademanes. Prefería pasar tres días agitándose y moviéndose para estafar a alguien y quitarle unos pocos reales, que no trabajar. Sin embargo, para él debía ser fácil el trabajo, por su fuerza y su robustez; pero tenía una inclinación decidida por la vagancia. El hombre de confianza de Bertache, además de Paco Maluenda, era un joven con un ojo torcido, el Bizco.

Este mozo, salamanquino, estaba completamente sugestionado por Bertache, y creía como en un artículo de fe que su jefe le iba a hacer rico rápidamente.

Un último tipo de la partida, de quien todo el mundo se reía, era el Pavo Real. Se le llamaba así, porque una vez cogió un pavo real, lo mató y se adornó el sombrero con varias plumas, creyendo que con eso era ya como un general o un ministro.

Los franceses

En la partida había varios franceses. Estos franceses tenían algo de la ferocidad de los Chuanes, de los Cottereau, de los Mousqueton y de los Pierna de Plata. Con ellos hacía buenas migas Frechón, a pesar de su republicanismo y de su anticlericalismo.

El principal de los franceses era uno a quien llamaban Campagnac, un gascón, de la parte de Bigorre. Este Campagnac, entrado en España perseguido por la Policía, se había alistado en las tropas carlistas. Campagnac tuvo durante mucho tiempo una posada en la frontera española. Esta posada era la guarida de los pícaros de toda la región, de los escapados de las cárceles y presidios, de los contrabandistas y carlistas.

Algunos viajeros ricos que entraron en su casa no salieron, al decir de la gente. ¿Dónde habían ido a parar? Probablemente estaban muertos y enterrados en el patio. A otros se les emborrachó, se les dio láudano, se les metió en un cochecillo, y se les dejó, después de haberles robado, a cinco o seis leguas, en otra posada de un pueblo lejano.

La venta de Campagnac preocupó durante mucho tiempo a la Policía francesa. En el país se la conocía con el nombre de la posada de los Contrabandistas o la posada de los Matadores. La Policía hizo repetidos registros en ella, y Campagnac, al último, decidió escapar y meterse en España.

Otro francés de los amigos de Campagnac era un guarda campestre del Bearn. El guarda, a quien llamaban el Lebrel, de cara de viejo y ojos pequeños y chispeantes, tenía en su haber muchos robos, probablemente algún asesinato, y varias violaciones de niñas pequeñas. El Lebrel era el hombre de ingenio de la partida. La fama le venía de Francia. Durante largo tiempo le persiguieron los gendarmes y los carabineros. Según decían sus camaradas, les dio a estos bromas muy crueles. Una vez inutilizó los fusiles y las pistolas de los gendarmes, que le perseguían; otra, llenó de vidrio machacado las orejas de los caballos, con lo cual quedaron enfermos.

Próspero el Albañil, otro de los franceses, era ágil como un mono; escalaba las paredes y las tapias; con un martillo y un hierro era capaz de abrir un agujero en una casa y hasta de echarla abajo.

Era también francés Trompeta, el bufón de la cuadrilla. Trompeta cantaba, recitaba e improvisaba; tenía una cara triste, roja y poco expresiva, y un bigote largo y lacio; todo el mundo le tenía por gracioso; él mismo se había convencido de ello. Era tan borracho como malhumorado, y decía casi siempre insultos e impertinencias, que se tomaban como gracias. A pesar de su mal humor, consideraba muchas veces como obligación suya el divertir a la cuadrilla con sus payasadas.

Estos franceses, todos del Mediodía, hablaban en su patuá, mezclado de argot de los criminales, y era muy difícil entenderles. Sin embargo, Bertache les comprendía y no se decía nada entre ellos sin que él no lo cogiera al vuelo.

Era evidente que los franceses no se fundían con la partida carlista española. Ellos tenían sus secretos, sus asuntos particulares, sus simpatías, sus odios y sus crímenes propios. Desconfiaban de los españoles; sentían un fondo de odio contra ellos, y si podían hacerles una mala partida, se la hacían con mucho gusto.

Un semifrancés era el Postillón, un argelino que no pronunciaba dos palabras sin decir algo sucio y obsceno. Perezoso y holgazán, su única condición recomendable era la de buen cazador y la de tener una gran puntería. Hombre amarillento, con un color de membrillo, la cara más ancha que la frente, los ojos apagados y tristes, y los dientes negros, su aspecto no era agradable.

A este hombre le gustaba matar y hacer daño, y prefería ver cómo caía un hombre con la cabeza abierta de un machetazo a cualquier otra cosa. La vista de la sangre excitaba su erotismo y su lascivia.

A las mujeres que violaba, si tenía ocasión, las marcaba, hiriéndolas en la cara o en el pecho.

Había también en la cuadrilla un alemán; le llamaban el Viejo Fritz y el Prusiano; le distinguía principalmente su afán de robar y quemar. Soldado durante algún tiempo en la Legión extranjera, se escapó de ella por matar a un oficial austríaco que, en un momento de fuga, pretendió dominar el pánico que iba cundiendo en su compañía. El Viejo Fritz era, sobre todo, ladrón; cuando entraba en una casa, lo primero que decía era:

—A ver, a ver el relojito. ¡Venga!

Estos extranjeros habían sido soldados muy malos, dispuestos a dejar el fusil y la cartuchera y echar a correr, y los primeros en propagar las malas noticias.

Orgías

Al reunirse todos ellos para forman la Banda Negra, se comunicaron unos a otros sus odios, sus defectos y sus malas condiciones. Muchos de ellos quizá no eran naturalmente mal intencionados. Eran voraces; la voracidad y la necesidad les daban a veces aire de tigre. La disciplina rota y el verse en país extraño, les prestaba la ferocidad del animal hambriento.

Los dos jefes, Orejón y Bertache, principalmente Orejón, intentaron atar corto a sus partidarios, pero fue imposible. Todos los días tenían festines, orgías que acababan de una manera frenética, porque la guerra y la vista de la sangre producían una excitación erótica manifiesta.

Desde Echarri-Aranaz hasta el Baztán, los hombres de la partida de Bertache, reunidos con la Tiburcia, María la Cañí y otras mujeres que se les agregaron, fueron en medio de un tropa, que comenzaba a ser indisciplinada y rebelde, haciendo un sinfín de fechorías. Al acercarse a las orillas del Bidasoa, se unieron a la partida algunos extranjeros, entre ellos un amigo del alemán coleccionador de relojes, ladrón como él.

Los vascos de la partida, Perico Ferratzallia, Sosua y Muquizu, aficionados a comer y beber, tenían orgías de comida y de vino. Sosua y Muquizu cantaban a dúo con gran afinación. Únicamente los de Iturmendi eran peligrosos. Los dos hermanos vigilaban constantemente a Bertache, lo que a este le hacía muchas veces ponerse en guardia.

Bertache no les creía hombres de agallas para atacarle a él; a pesar de esto, comprendía que en caso de peligro no podría fiarse de muchos de sus partidarios.

El principal de los vascos era Perico Ferratzallia.

Perico Ferratzallia, Perico el Herrador, era un loco, borracho, jugador, amigo de no hacer nada.

Vivía siempre ideando farsas un poco brutales y groseras; un bufón, plebeyo, gordo. Se bebía veinte vasos de sidra seguidos; se comía un cordero él solo, y hacía siempre apuestas de comer y beber.

Perico Ferratzallia tenía la tendencia de manifestarse escéptico en cuestiones políticas. Lo mismo estaba dispuesto a gritar «¡Viva Carlos!», como «¡Viva Cristina!», o como «¡Viva la Pepa!».

Perico quería demostrar muchas veces que la guerra era una broma, y pensaba mixtificaciones. En una de sus mixtificaciones lo mataron.

Los castellanos robaban más que los vascos, y había algunos que tenían la ilusión de guardar honradamente el dinero robado.

Los franceses eran también muy ladrones.

Las mujeres de la partida

Todas las mujeres que fueron reuniéndose a la partida llevaban una vida irregular. Una existencia así, vagabunda, no era propicia para conservar la fidelidad de las parejas. Los hombres no se ocupaban de ser fieles y las mujeres tampoco; vivían en plena promiscuidad y pasaban todas ellas de mano en mano. A Bertache, esta existencia le gustaba. A Orejón, no. Le molestaba. Aquellos hábitos que empezaban a llevar sus compañeros le repugnaban; las orgías, los cánticos, las carcajadas de las mujeres, el beber; todo ello le producía desagrado.

Entre las mujeres, María la Cañí fue la que resistió más a este género de vida, que parecía más propio de su raza vagabunda; pero fue forzada y luego abandonaba, y pronto pareció sucia, mugrienta y sin el menor atractivo.

Las mujeres excitaban a los hombres al robo y al pillaje.

Entre todas ellas, la que más se distinguía y la que se encontraba más a su gusto en la vida de bandidaje era la Tiburcia. La Tiburcia se había decidido a vestirse de uniforme, y con la levita y la boina, montada a caballo, estaba muy bien. Aquella mujer hubiera sido como la antigua Serrana de la Vera, que secuestraba a los hombres, los hacía sus amantes y luego los mataba.

La Tiburcia tenía gracia en todo: en sus actos y en su cara. Era una verdadera artista de la vida. Se manifestaba osada, servicial y resuelta; capaz de recorrer unas cuantas leguas a caballo, como de vendar a un herido o de coser unos pantalones para un soldado.

La Tiburcia se encontraba a su gusto con Bertache; se entendía muy bien con él, y dominaba a los dos hombres del caserío Iturmendi y a los demás vascos de la cuadrilla.

Entre las muchachas había también una chica agote, de Arizcun. Esta chica, rubia, de una raza perseguida, tenía una cara correcta, muy triste; hablaba poco y seguía a los de la banda con completa humildad.

Los refugios

Orejón y Bertache habían preparado varios refugios para la gente de la partida. Uno de ellos era una torre de Donamaria. Esta torre, alta, probablemente del siglo XIII, con el primer piso de piedra y el segundo de madera, era casi un castillo que podía defenderse en caso de ataque.

Otro de los depósitos lo tenían en el crucero de Echalar; el tercero era un caserío metido en un barranco, en la falda del monte Larrun, y el último de los refugios estaba ya en territorio francés, en el pueblo de Sara, en una borda apartada del barrio principal de esta aldea.