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LA CASA HOSPITALARIA

AL caer la tarde, Maluenda se acercó a la aldea, que veía abajo; tomó por un sendero, y salió delante de una casa grande, con dos pisos y muchas ventanas. Era un caserón con un tejado apuntado, de un color amarillo verdoso; varias chimeneas de ladrillo y dos veletas. Tras de los cristales de las ventanas se veían cortinas, lo que había pensar que la casa no era de labradores, sino de una familia rica y pudiente. A un hombre que estaba a la puerta le preguntó dónde le darían posada. Era un hombre viejo, cano, con la cabeza blanca, rapada, nariz larga y aire de bondad.

—¿Dónde encontraría posada? —le preguntó Maluenda.

—Posada, ahora, no tendrá usted en el pueblo; aquí no viene nadie.

—¿No habrá sitio dónde dormir?

—No creo.

—¿No se podría echar uno en una cuadra o en un pajar?

—Espere usted.

Esperó Maluenda, y, al cabo de algún tiempo, el hombre le hizo pasar a un hermoso zaguán embaldosado, con las paredes blanqueadas y cubiertas en parte de tapices, varias arcas y unos bancos. A un lado partía una hermosa escalera de roble. En la escalera aparecieron dos señoras y una muchachita. Una de las señoras tenía el pelo muy blanco y vestía de negro con cierta coquetería. La otra era más joven, alta, distinguida, y con la cara aniñada. La muchachita tendría catorce años; era espigadita, rubia, sonrosada; tenía un aire de candor y de inocencia y una sonrisa maliciosa.

La señora del pelo blanco le preguntó a Maluenda qué le pasaba.

El burgalés dijo que estaba entre los carlistas, que le habían mandado a hacer una comisión y que se había perdido en el monte.

—Yo no quisiera más que entrar en un sitio donde tenderme —dijo humildemente—; estoy muy cansado.

—Pobre; aquí dormirá usted y cenará.

La señora joven mandó al criado que le diera de comer y luego le llevara a un cuarto a dormir.

Maluenda se lavó y comió en la cocina, al lado del fuego.

Preguntó al criado quiénes eran los amos de la casa, por tener el gusto, dijo, de recordar, agradecido, su nombre.

El criado tenía gana de hablar, y le habló de sus señores.

Allí vivían un señor anciano, retirado y medio loco, el marqués, sus dos hijas y su nieta. El marqués había sido uno de los liberales vascongados siempre perseguido por sus ideas. Su hija mayor, viuda, se casó, con un hombre que, al llegar la guerra de la Independencia, se lanzó al campo a luchar contra los franceses, y luego se hizo absolutista, y la segunda, la madre de la niña, tenía su marido, oficial del ejército de Don Carlos, en la guerra.

Las dos señoras habían sufrido mucho en su juventud, teniendo que defender y ocultar a su padre, que era un liberal intransigente y fanático.

El año 1822, el amo, el marqués, estuvo preso por la partida del cura Gorostidi, y fue llevado, primero, a Machiventa, y después al monte Murumendi, donde tuvo que pasar muchos días encerrado en una borda y tomando por todo alimento un poco de pan de maíz.

Las persecuciones le habían hecho al marqués más exaltado y frenético, y vivía retirado, sin querer ver a nadie.

De las dos señoras, la mayor tenía simpatía por las ideas liberales, que no podía ocultar; la pequeña, influida por su marido, se sentía más carlista.

Después de comer, el criado dijo a Maluenda que las señoras de la casa querían hablar con él.

Maluenda, detrás del criado, atravesó unos salones, un comedor con un aire sombrío, con grandes aparadores, cuadros oscuros y una mesa pesada en medio, y entró en un despacho o biblioteca, con armarios llenos de libros en las paredes.

Maluenda, que tenía alguna curiosidad por los libros, pudo notar que casi todos ellos eran del siglo XVIII.

Al lado del fuego, en la chimenea, estaban las dos señoras: la joven, que antes había visto con la niña, y la más vieja, de pelo blanco y traje negro. Esta tenía la cara fatigada, arrugada; la expresión, noble y triste.

Las dos señoras hablaron a Maluenda con bondad, le preguntaron si había descansado y comido bien, y como vieron un hombre amable y bien criado, le invitaron a sentarse.

El burgalés, llevado por su cansancio y por su tristeza, habló mucho y explicó cómo y por qué había ido a la facción y, deslizándose y perdiendo toda prudencia, contó lo que había visto la noche anterior en el caserío de Oyambeltz.

Las dos señoras le oyeron horrorizadas.

Después de su narración, ya tarde, Maluenda se levantó y el criado le llevó a una alcoba. Había en ella una chimenea encendida, que no bastaba para templar la atmósfera del cuarto, húmedo. La cama era grande, con cortinajes, y tenía una colcha de damasco rojo. Maluenda durmió con un sueño agitado, despertándose a cada paso con horribles pesadillas.

Por la madrugada se levantó. La alcoba donde estaba daba por un balcón a una terraza con un emparrado. La humedad, y quizá las hierbas parásitas, dejaron roñosos los hierros del emparrado.

Los años que llevaba el parque sin cuidar lo habían puesto tupido y lleno de hierbas y de maleza. Una fuente con su pilón estaba cegada. Todo ello daba al lugar un aire de abandono y de melancolía.

Aquella azotea tenía por un lado como una pared de enredaderas; el burgalés, por curiosidad, separó las hojas secas de las enredaderas y miró.

Maluenda, al asomarse a la terraza, vio que abajo había un patio cerrado con una caseta, donde dormía un perro.

Alrededor de las paredes se levantaba como una cortina aisladora de árboles. En este patio paseaba un viejo con un levitón grande, calzones cortos, medias negras y zapatos con hebillas.

El señor viejo se quedó mirando a Maluenda atentamente.

Era, sin duda, el marqués, el viejo marqués liberal, que vivía retirado y que decían que estaba loco.

El viejo contaría ya sus setenta años, o algo más, y estaba flaco y tembloroso. Tenía unos ojos claros y la barba blanca.

—¡Ah! ¿Está usted aquí? —le dijo a Maluenda.

—Sí, señor.

—¿Es usted conocido de la casa?

—No, señor; soy un soldado perdido en el campo, a quien le han dado alojamiento.

—¿Carlista?

—Sí.

—¿Cómo van los carlistas? ¿Mal? ¿Eh?

—No creo que vayan bien.

—Irán peor con el tiempo. Yo no sé nada de lo que pasa en el mundo. Me tienen como secuestrado.

—Pero es más por su bien, según parece.

—Sí, es posible, es verdad; parece que yo soy un poco loco.

—Yo creo que todos lo somos.

—Tiene usted razón. De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco. Pero los locos decimos a veces las verdades.

—Es cierto.

—Diga usted a sus amigos, los carlistas, que no sean tontos. El mundo no lo van a parar ellos. Eso no lo para nadie.

—Me figuro que no.

—El tiempo es como un péndulo de reloj, que va: tictac, tictac. Es como la guillotina. Es una guillotina que no se puede parar. Todo lo echará abajo. No hay nada que le resista…, tontería… Sépalo usted, ya que tiene usted la suerte de oírme…, ¡ja…, ja…, ja!…, lo que le voy a decir. Todo lo han inventado los hombres… Todo…, Dios…, el diablo…, la tierra…, los árboles…, las estrellas… Todo lo han inventado los hombres… ¡Ja…, ja…, ja!… Es lo cierto; les gusta decir que sus invenciones son anteriores a ellos… Es la malicia suya… Ahora se tragan sus descubrimientos… ¡Qué estupidez pensar que eso se va a parar! Digerirán lo mismo los reyes que las Constituciones. Lo único que quedará serán los hombres. Antes no había nada más que los hombres, y no quedaran más que los hombres. Es una mala raza…, pero fuerte.

El viejo se paró para toser, y luego siguió:

—Yo leo en los libros que las estrellas son así o asá. ¿Quién lo sabe? ¿Quién las ha visto? ¿Quién las ha tocado? ¿Es que verlas o tocarlas sería una prueba de que existen? Nada; no hay nada más que el hombre, malo, perverso, si se quiere…; pero es lo único que hay. Mis hijas no quieren que hable con nadie. Tienen miedo de que me fusilen los carlistas, como fusilaron al médico Manzanares hace unos años en Escoriaza, porque no creía en la religión… Para eso dicen que estoy loco y que no digo más que insensateces. ¿Usted cree que no digo más que tonterías?

—No, no. Todo lo contrario.

—¿Es usted vascongado?

—No, burgalés. Del valle de Mena.

—¿Y los de allá son carlistas?

—No; yo me he hecho carlista porque era un perdido.

—En mi tiempo, cuando yo era joven, hace cincuenta años, todos los jóvenes de aquí éramos liberales y leíamos a Voltaire y a Rousseau; ahora todos son carlistas. Creen que van a parar esa cosa que marcha. No lo crea usted.

—No, no; yo tampoco lo creo.

—¡Adiós! ¡Adiós! Retírese usted. No le vayan a ver.

Maluenda se metió en el cuarto.

Poco después, el criado entró y le dijo a Maluenda que las señoras habían mandado que le llevaran en un cochecito hasta Arbea.

El burgalés fue a despedirse y a dar las gracias a las dos señoras; les besó la mano, y la muchachita rubia le dio una medalla para que la llevara en el cuello.

Todo lo que había de romántico y de apasionado en un hombre como Maluenda, libertino y borracho, se conmovió delante de la muchachita pálida y rubia, y al besarle la mano se le saltaron las lágrimas.

El criado dijo que el coche aguardaba, y Maluenda entró en él.

Durante el camino, el criado volvió a hablar del viejo marqués, que estaba empeñado en pensar de distinta manera que el pueblo. El criado creía que era una prueba de extravagancia; pues para él era evidente que Don Carlos era uno de los reyes más grandes que había habido en el mundo y que el partido carlista producía la admiración de toda Europa.

A las dos horas, Maluenda llegaba a Arbea y se dirigía en seguida al café de Satorra.

La sala del crimen debía estar llena; en el café, unos soldados carlistas jugaban al mus con unas cartas grasientas, y otros miraban la partida. En un rincón, un soldado joven dormía con la cabeza apoyada en la pared y la boca abierta. María la Cañí iba y venía; cuando abría la puerta del cuarto del juego para llevar café o algunos licores, salía de allá un murmullo de voces. Maluenda llamó a Bertache y le contó lo ocurrido.