IX

EL CRIMEN: POR LA MAÑANA

EL burgalés esperó horas y horas, y no apareció nadie en el caserío. Maluenda no sabía qué hacer; su primer impulso fue escapar; pero ¿y si los dos hombres y el otro misterioso estaban en acecho? La oscuridad le atemorizaba; la luna brillaba en el cielo e iluminaba un monte puntiagudo y dejaba el campo lleno de luces y sombras. Decidió, aterrado y todo, quedarse.

La noche se le hizo eterna.

La luz del día comenzó a alumbrar el campo. Había despejado; el cielo estaba azul. Se presentaba una mañana clara, risueña. Los pájaros piaban alegremente en los árboles. A medida que la luz iba alumbrando el campo, se veía el cadáver de la Veremunda en la puerta del caserío, en medio de un charco de sangre que reflejaba la claridad del cielo. El cuerpo de la madre aparecía como encogido entre unos matorrales.

El cadáver de la Veremunda tenía los ojos abiertos, ya vidriosos. Sin duda, la muerte rápida no había dejado ninguna de esas muecas horribles que se ven en los asesinados.

El burgalés se acercó.

Maluenda sintió una oleada nerviosa de terror. La muerta parecía sonreír con una sonrisa forzada, enseñando los dientes. Maluenda la miró despacio, con una curiosidad morbosa. De pronto se estremeció y se le erizaron los cabellos al oír una voz quejumbrosa. Era el balido de una oveja.

Al mirar a las dos mujeres, sentía el burgalés un temblor convulsivo. Se acercó a la puerta del caserío. Después se retiró hacia un robledal para ver si alguien venía por el camino. Estaba ya dispuesto a partir, cuando vio una mujer que se acercaba al caserío. Era la Tiburcia. Contempló a su hermanastra y a su madre, muertas, con una terrible serenidad, y después se fue a la borda, la abrió y pasó revista al ganado.

—Si llego a estar ahí, me sorprende —pensó Maluenda.

Luego salió la Tiburcia, y subió al altozano en donde se levantaba el colmenar, y estuvo dando golpes con los nudillos en los troncos de árboles huecos que formaban las colmenas. Maluenda no sabía que en el País Vasco había una porción de supersticiones relativas a las abejas.

Según la opinión popular, las abejas encontradas son mejor que las compradas.

El que se halle con un enjambre en el campo debe decir: «Bertan Maria, Bertan Maria» (aquí, María), y hacer una cruz en el sitio en que lo ha encontrado. Hecho esto, nadie le puede disputar la propiedad del enjambre.

Además, cuando se muere el amo de la casa, hay que avisar a las abejas golpeando la colmena, y diciendo:

Erletxuak, erletxuak,

egizue argizaria;

nagusia hil da ta,

behar da elizan argia.

(Abejitas, abejitas, haced cera; el amo se ha muerto, y en la iglesia se necesita luz.)

Esta operación era, sin duda, la que estaba haciendo la Tiburcia.

Cuando concluyó su maniobra abandonó el caserío y se dirigió hacia el pueblo.

Maluenda le siguió por la calzada, llena de piedras.

Al cabo de media hora, la Tiburcia se desvió de la calzada pedregosa, y tomó por un sendero el curso de un arroyo hasta un caserío. Maluenda sospechó que el caserío era Iturmendi, el de los dos hermanos. La casa debía de ser espaciosa. Él la veía por la parte de atrás. En esta parte tenía como una montera que le producía un tejadillo y varias ventanas irregulares en una pared negra, que daban a la casa un aire semicaricaturesco, que parecía, de lejos, la cara de un hombre bizco y siniestro, con un ojo más alto que otro y la boca torcida.

El burgalés, por curiosidad, se escondió en un ribazo, y siguió con la vista a la Tiburcia. Esta, rápidamente se acercó a un abrevadero. Junto a él había un hombre y una muchacha. Eran por el tipo de la misma familia de Iturmendi. Maluenda pensó que serían el padre y la hermana. Los dos reñían.

—¿Será este el hombre que ha contemplado el crimen desde el manzanal? —se dijo Maluenda, y se estremeció con la idea de que fuera el padre de los asesinos.

La muchacha tenía unas blusas en la mano, y lloraba. Al padre se le oía decir con voz iracunda:

—Es tu obligación. Es el mayorazgo.

El viejo, refunfuñando con aire malhumorado, entró en el caserío. La muchacha se decidió a lavar las blusas. En esto apareció la Tiburcia. La Tiburcia preguntó a la muchacha, sin duda, por los hermanos y ella contestó, con la cara llena de lágrimas, que estaban durmiendo. Sin más, la Tiburcia se marchó.

Maluenda creyó ver que las blusas que lavaba la muchacha se hallaban manchadas de sangre.

El burgalés dio la vuelta al caserío. Por la fachada tenía este un aspecto respetable, con su portalón en arco y una parra que subía por los balcones.

Maluenda esperó antes de seguir adelante para no infundir sospecha y por si alguien de la casa le veía, y, pasada una hora, siguió por la calzada, rendido por las impresiones de la noche, escondiéndose entre las matas para que no le vieran. Como se volvía a cada paso para inspeccionar el camino, notó antes de llega a Lapur-Venta, que venía alguien de lejos detrás de él, y se escondió en un ribazo, esperó un momento, y pasó un viejo pequeño con aire de zorro, de terquedad y suspicacia. Debía de ser el padre de los Iturmendi. El burgalés siguió su camino, huyendo de los encuentros, y cuando quiso encontrar Lapur-Venta, no dio con ella. No sabía si estaba más adelante o si la había dejado atrás.

El pastorcito

Al cabo de algún tiempo, Maluenda se perdió. Subió a un alto por si desde allá encontraba el camino y podía orientarse. No recordaba el lugar. Con la lluvia y el mal tiempo no había podido fijarse en los accidentes del paisaje. Al subir al alto veía sobre las montañas verdes un gran monte gris, una ola gigantesca de caliza blanquecina. No era el monte próximo a Arbea que él conocía. Algunas horas después vio otro monte gris, grave, ceñudo y triste; pero no pudo comprender si era el mismo o era otro.

Encontró un pastorcito, y le preguntó si iba bien por allí a Arbea.

El pastor hizo con la cabeza señas negativas de que no entendía. Maluenda quiso explicarse, señalando aquí y allá, y diciendo nombres de pueblos y direcciones; pero el muchacho estaba, al parecer, dispuesto a no entender, y Maluenda, desilusionado, se separó de él y tomó de nuevo el camino.

Un ermitaño

Se hallaba decidido ya a no preguntar nada para no comprometerse. Al mediodía vio una ermita al lado de un camino. Maluenda se asomó a ella por si podía descansar allí un momento; pero vio que en la ermita había dos hombres, y entonces retrocedió.

Estos dos hombres eran los que había visto la noche anterior en Lapur-Venta: el viejo hirsuto de la pipa y el joven de aire amenazador y terrible. Este debía de ser el ermitaño.

—¿Por qué se va usted? —le dijo el ermitaño en castellano—. Puede usted quedarse.

Maluenda vaciló, y entró en la ermita.

El ermitaño era un hombre fornido, de una fealdad brutal y siniestra; tenía el aire un tanto monstruoso, la frente baja y deprimida, los ojos pequeños y socarrones, la nariz defectuosa, chata y rojiza; los labios abultados y los dientes mellados; los brazos largos como los de un mono.

El viejo parecía un pajarraco de mal agüero.

—¿Qué anda usted por estos vericuetos? —le preguntó el ermitaño.

—Soy soldado carlista, y me han enviado con una comisión.

—¿Con una comisión por esos montes? Es raro.

—Pues así es.

—¿Sabe usted vascuence?

—No.

—Pues poco habrá usted podido hacer. ¿Es usted castellano?

—Sí. ¿Y usted?

—Yo soy también de fuera.

—¿Pero usted sabe vascuence?

—Yo, sí.

—¿Y piensa usted vivir aquí siempre?

—No; cuando termine la guerra me marcharé.

El ermitaño y Maluenda se miraron los dos con gran curiosidad. Maluenda pensó que aquel hombre le suponía a él capaz de cualquier crimen.

¿Qué podía hacer allí? ¿Sería, realmente, ermitaño?

Era un hombre monstruoso; cuanto más se le miraba, daba mayor espanto. Si Maluenda hubiese leído el libro de las apariciones, del reverendo padre Don Calmet, hubiera pensado que se trataba de un vampiro, de un brucolaco o de un timpanita, de algún ser maléfico terrible y feroz.

Maluenda, al contemplar aquel monstruo y verse solo con él y con el viejo siniestro, se asustó, y se decidió a marchar inmediatamente de la ermita.

—¿Tiene usted prisa? —preguntó el ermitaño.

—Sí.

—¿Qué camino busca usted?

—El de la aldea.

—Por ahí podrá usted llegar más pronto. Hay que seguir la dirección de ese pico.

Maluenda tuvo un momento de terror; retrocedió, marchando de espaldas y con la mano en la pistola, y salió al campo.

Anochecer

Maluenda siguió andando en el sentido que le indicó el ermitaño. Al principio, mirando constantemente para atrás, por si le seguía aquel hombre monstruoso y amenazador.

Cuando se vio solo perdió el miedo.

El burgalés marchaba presa de una terrible confusión.

¿No tendrían el viejo y el ermitaño algo que ver con el crimen de Oyambeltz?

Cuando quería poner un orden y una relación lógica en sus impresiones, no lo podía conseguir. No tenía seguridad ninguna de lo que había visto, cosa que le indignaba. Pretendía comprobar en la memoria detalle por detalle del crimen, y tenía que reconocer que no le quedaba la certeza de nada. ¿Los dos asesinos eran los Iturmendi? No lo hubiera podido asegurar. Ahora pensaba si el matador no sería más robusto que el mayor de Iturmendi, si no tendría el aire del ermitaño. ¿Llevaba de verdad una careta? Tampoco estaba seguro. La visión había sido tan rápida, que todo se le convertía en duda. ¿Las blusas que había visto que lavaba la muchacha en el abrevadero estaban, en realidad, manchadas de sangre? Tampoco lo sabía.

El cansancio, y luego el hambre, le hicieron olvidar sus preocupaciones…

Caía la tarde. El crepúsculo era triste. Las nieblas blancas iban apoderándose del valle.

A lo lejos se divisaba una aldea. Las columnas de humo subían pesadamente en el aire y las campanadas del Ángelus se extendían por el ambiente.

El valle melancólico que se veía a sus pies era húmedo, verde, apacible, con campos bien labrados y prados de esmeralda.