VIII

EL CRIMEN: DE NOCHE

COMENZÓ de nuevo a llover; la vuelta al pueblo le daba espanto, y el burgalés se decidió a refugiarse en la borda del ganado, dispuesto a pasar allí la noche y a comer su trozo de pan, el queso y el chocolate. Comió, bebió en la fuente y se metió en la borda.

Se encontraba bastante cansado por la caminata, y comenzó a prepararse una cama.

Maluenda arregló los helechos y la hierba seca en un plano inclinado, de manera que no tuvieran altos y bajos, ni bultos; hizo un montón para recostar la cabeza y se dispuso a dormir. Se quitó las botas, mojadas, y se secó los pies con la hierba. Luego pensó que estaría bien si pudiera fumar. Encender un cigarro era peligroso, pero tenía pipa. Llenó la pipa, sacó el eslabón y el pedernal, hizo arder la yesca y se puso a fumar. Cuando acabó la pipa, echó montones de hierba sobre los pies, se tendió y, como se encontró caliente y bien, se quedó dormido.

Maluenda soñó con unas cataratas llenas de agua espumosa, y que andaba por unos arenales, entre las olas del mar.

Se despertó al oír pasos al lado de la borda. Entonces, asustado, se levantó, empuñó la pistola y miró con cuidado por el ventanillo de la borda. Era ya más de medianoche. El cielo estaba limpio, sin una nube, cuajado de estrellas. La vía láctea resplandecía fosforescente y en el horizonte palpitaba Sirio con luces azuladas y rojas. La tierra parecía negra y silenciosa. No se veía apenas. De cuando en cuando se oía el mugido de los bueyes y el golpe que daban las vacas con los cuernos en el pesebre del caserío; luego, el viento y el rumor del regato.

Maluenda volvió a tenderse, y se durmió. Se despertó de pronto intranquilo, prestó atención, nada. Se oyó un silbido suave. Pasó una media hora, y cesó todo murmullo.

—Vamos; parece que no hay nadie —se dijo Maluenda. Pero acababa de decir esto, cuando se oyó un sonido de flauta, que tocaba un aire pastoril. Asombrado, se levantó, y miró de nuevo por el ventanillo. Se veían dos hombres que se acercaban a Oyambeltz. Uno de ellos con un farolillo en la mano. Había un cuarto de luna en el cielo que dibujaba levemente los contornos de los montes lejanos, de la silueta de la casa, de los montones de helecho y de heno, y de los árboles.

Maluenda sospechó si los dos hombres serían los dos hermanos de Iturmendi. De pronto, en medio del manzanal, vio una tercera figura. ¿Quién podría ser? Maluenda no la distinguía apenas. No era posible que los dos hombres no la viesen. Era, sin duda, un testigo o un colaborador.

Maluenda supuso que tenía delante a los dos Iturmendis, y creyó ver que llevaban la capa y el capisayo que habían sacado del pueblo.

Uno de los hombres tocaba la flauta.

Al acercarse a la puerta, el de la flauta tocó con más brío un aire alegre de fandango o de alborada.

Se oyó poco después de dentro una voz que preguntaba en vascuence:

—¿Quién es?

—Somos nosotros, que venimos a pasar aquí un rato.

Entonces Maluenda vio a la luz del farol que se abría la mitad izquierda de la puerta cancela, y que una mujer, probablemente la Veremunda, se presentaba en ella. Los dos hombres se pusieron a hablar con la muchacha y a bromear. Uno de los hombres metió la mano, y abrió por completo la puerta para pasar. El otro, entonces, entró en el zaguán, y se acercó a la mujer como para abrazarla.

Maluenda no pudo darse cuenta de lo que ocurría con perfecta claridad. Le pareció que el hombre llevaba una careta puesta; pero ¿era verdad o ilusión? Desde la borda vio Maluenda el brillo de una hoja fina de acero como un rayo, y la mujer debió de caer al suelo, herida por la espalda, dando un grito agudo de dolor.

El matador, acercándose, asestó un segundo golpe a la mujer, ya caída, mientras el otro alumbraba con el farolillo en la mano…

El corazón de Maluenda comenzó a palpitar con una fuerza inusitada; su mano temblaba, armada por la pistola. Estuvo a punto de disparar; pero ¿ya qué remediaba? El mal estaba hecho.

Unos minutos más tarde se vio una luz en una de las ventanas, e inmediatamente después los dos hombres salieron de Oyambeltz, saltando por encima de la mujer, probablemente muerta, y se apostaron detrás de uno de los montones de helecho que había delante de la casa.

Maluenda pensó que los dos hombres habían matado, probablemente, a la hija, y que quedaba dentro del caserío alguna otra persona, que supuso sería la madre.

Diez minutos después, la otra persona, una mujer más baja, más pesada, vestida de negro, con pañuelo en la cabeza y un farol en la mano, se asomó a la puerta del caserío, y quedó un momento inmóvil, sin duda horrorizada al ver el cuerpo de su hija tendido en un charco de sangre.

Maluenda le vio llevarse las manos a la cabeza con una expresión de terror; pero, sin duda, el instinto de conservación era mayor aún que su espanto, porque, cruzando el charco de sangre y saltando rápidamente por encima de la muerta, salió al raso de Oyambeltz, y echó a correr, llevando el farol en la mano.

Al acercarse al manzanal vio, sin duda, aquella sombra misteriosa que se erguía en medio. Debió quedar vacilante un momento, aturdida, sin saber qué dirección tomar; pero, al volverse, vio la silueta de los dos hombres que la acechaban, quizás, enmascarados; entonces dio un grito de espanto, se decidió a huir y marchó de prisa por una vereda de hayedos, hasta que tropezó y cayó. Los dos hombres se abalanzaron sobre ella, y entre los dos la acorralaron y la tumbaron a garrotazos, y la remataron con un hachazo en la nuca.

Había quedado la mujer muerta sobre unas matas de árgoma.

La silueta que aparecía en medio del manzanal desapareció.

Inmediatamente, los dos hombres se acercaron al cadáver de la madre, y debieron de estar contemplándolo, para cerciorarse de que había muerto; después el asesino se acercó al cuerpo de la Veremunda y arrancó el arma de la espalda y le hizo dar al cadáver media vuelta y dejarlo boca arriba; luego los dos penetraron en el caserío, y Maluenda les vio internarse, llevando el farolillo, que después fue iluminando con su luz las distintas ventanas de Oyambeltz.

Un momento más tarde, los dos hombres salieron, y se acercaron a la fuente, donde se lavaron cuidadosamente, y, hecho esto, entraron de nuevo en el caserío, y aparecieron cada uno con dos grandes fardos al hombro; saltaron uno después de otro por encima de la mujer muerta, y desaparecieron en la oscuridad de la noche por la calzada.