VII

EL CRIMEN: EL LUGAR

POR instinto, Maluenda comprendió que si algo podía ocurrir, ocurriría en el caserío de la Tiburcia y de su hermana, y se dirigió hacia allá.

Le habían dicho el día anterior que el caserío de la Tiburcia estaba al final de la calzada de piedras que comenzaba en Lapur-Venta y seguía hasta Oyambeltz, en la parte alta del monte. Llegó sin pérdida alguna.

Durante un momento se le ocurrió la idea de acercarse y pedir hospedaje en el caserío; pero Bertache le había recomendado el que observase y no se mezclase en nada.

Sin embargo, pensó que si veía a la Veremunda en las proximidades de Oyambeltz, la hablaría y le contaría los conciliábulos misteriosos de la Tiburcia con los Iturmendi, y la salida de estos de la aldea con fines poco tranquilizadores.

Tanto como la idea de hacer un favor, le seducía el pensamiento de que quizá la Veremunda se manifestase hospitalaria con él.

La casualidad hizo que no viera a nadie en el caserío, sin duda, madre e hija no estaban, o quizá se hallaban en casa y acostadas.

Oyambeltz

Al llegar Maluenda a Oyambeltz, cesó de llover y comenzó a despejarse la tarde. Las nieblas se iban replegando y subiendo en el aire, pegadas a los picachos.

Hacia Levante, el cielo se llenaba de nubes rojas. Maluenda recordó que entre los vascos de su compañía se repetía este refrán: «Arrats gorri de Castilla, (‘anochecer rojo de Castilla’) calentar te ha la costilla».

Y pensó que al día siguiente mejoraría el tiempo.

El lugar en donde estaba enclavado el caserío de Oyambeltz era salvaje y solitario como pocos; enfrente se levantaba el monte con las laderas cubiertas de árboles, y en lo alto una serie de peñas encrespadas de caliza amarillenta y gris.

A un lado y a otro, en las estribaciones del monte, se abrían barrancos y gargantas profundos, poblados por hayedos, robledales y carrascas y matorrales de aliagas y brezos. Cerca de Oyambeltz, por una torrentera, saltaba el agua con estruendo y seguía después por un regato.

El caserío parecía pobre; los campos, malos y de aire poco fértil. El sitio era siniestro y sombrío. El caserío parecía dormir en la soledad, como un animal refugiado en su cubil o como un mendigo, sórdido y miserable.

Al borde de un maizal se levantaban unos manzanos grandes, altos, viejos, con muchas ramas llenas de muérdago, entre zarzales y ortigas; algunos se hallaban derribados y desgajados por un ventarrón que había reinado días antes.

Cerca se abría una gran hondonada, profunda, llena de hayas todavía sin hojas.

Oyambeltz estaba al borde de un tajo, y tenía una pared a este lado, sostenida por dos contrafuertes. Este tajo limitaba un abismo cortado a pico sobre el barranco, lleno de maleza y de hierbas parásitas. Una hiedra espesa y verde subía por el muro de piedra y trepaba por la casa; pero, sin duda cortada, había quedado seca y tenía un color pardo que cubría, como una mancha de sangre antigua, la pared del caserío. La casa tenía los muros de piedra gris, azulada, y estaba sin revocar; las ventanas, pequeñas, con maderas negras, sin pintura.

Delante de la fachada había un raso o plazoleta, con una fuente, a la que se oía murmurar; dos grandes montones de helecho seco, la carreta con la lanza en alto y varios aperos de labranza.

Cerca del caserío había un horno; en un altozano, un colmenar, hecho con varios trozos de árboles secos y de cortezas, y un montón de hierba seca.

En la media puerta de la cancela se veía una cruz pequeña de madera, clavada, y en la pared otra cruz roja, pintada con minio. A unos treinta o cuarenta metros del caserío, fuera del raso o plazoleta, había una tenada para las ovejas, con una puerta y unas saeteras.

No se advertía luz en las ventanas del caserío. Sin embargo, alguien debía estar, porque salía de la chimenea, medio derruida, una ligera columna de humo.

Maluenda se acogió a la borda, y esperó allí lo que pudiera ocurrir.

Soledad

El caserío le había producido una sensación de tristeza y de horror.

¿Cómo se atrevían aquellas mujeres a vivir en esta soledad, en tanto desamparo, sin defensa alguna? No lo comprendía. En tiempo de paz, el lugar tenía que ser siniestro; en tiempos de guerra, siniestro y peligroso. El sitio sólo era para llevar el pánico al corazón más esforzado. El abismo, lleno de hierbas parásitas, donde quizá se habían cometido los infanticidios, horrorizaba.

Maluenda echó una última mirada al caserío. Aquellas ventanas como pupilas apagadas, la cruz, el ruido del viento y el de la fuente; todo le hizo estremecerse de terror. Aquel lugar, solitario y triste al anochecer, imponía. Maluenda lo contemplaba con inquietud, y si no hubiese estado cansado del viaje y hubiera podido volverse, lo hubiera hecho rápidamente.