VI

EL CRIMEN: PREPARATIVOS

MALUENDA, engolosinado con el dinero de Bertache, que le permitió por unos días darse buena vida, beber y engalanarse y convidar a la Demetri, se dispuso a cumplir su misión de espía con la mayor perfección posible, siempre que no le diera mucho trabajo. Esta profesión de espía se parece, indudablemente, a la del cazador. Quizá es todavía más divertida, porque no hay ninguna caza tan grande como la caza del hombre, cuando este tiene todas las agallas que puede tener. Entonces no hay fiera que esté a su altura, y el león, el elefante o el cocodrilo, parecen niños de teta a su lado.

En el cuarto de la cerora que le había prestado el tío Calendario, Maluenda vivía pared por medio de los dos hermanos de Iturmendi. Varias veces les oyó a los dos hablar en vascuence. Él no les entendía, pero comprendía que tramaban algo.

El cuarto del tío Calendario era un cuarto bastante bueno; había sido primitivamente de un escribano; tenía dos ventanas, una a la calle Oquerra y otra a un callejón próximo a la plaza. Este cuarto estaba lleno de libros viejos y húmedos: tratados de religión y de derecho, dejados por el escribano. Había, además, los depósitos del tío Calendario. Maluenda había visto algunos de aquellos libros, y sabía que eran solicitados, pero no le producían bastante curiosidad para leerlos.

Sin embargo, hojeó alguno. Uno de los que leyó en parte fue el Diccionario geográfico histórico de España, hecho por la Academia, y que comprende Navarra y las Vascongadas, publicado en Madrid en 1802. Allí miró Maluenda lo que se refería al valle donde estaban la casa de los Iturmendi y Oyambeltz, y encontró algunos datos que le parecieron importantes.

Espionaje

Algún tiempo después del encargo que le dio Bertache, un domingo de Carnaval, estaba Maluenda, al amanecer, despierto en la cama. Había notado que los vecinos, los de Iturmendi, andaban por el cuarto; no quería perderles de vista en sus movimientos. Pronto a uno se le oyó bajar la escalera. Maluenda se levantó y se asomó a la ventana que daba a la calle Oquerra, y vio que uno de los Iturmendi salió de la casa. Parecía el mayor. Deslizándose arrimado a la pared, entró en la iglesia. Maluenda se vistió rápidamente. Poco después salió el hermano menor.

Maluenda sacó la cabeza por la ventana que daba al callejón próximo a la plaza y vio al Iturmendi menor entrar en una tienda que estaban abriendo en aquel momento y salir con un paquete amarillo en la mano. Después se metió en la iglesia.

—¿Qué demonio habrá comprado este hombre? —se dijo Maluenda.

Instigado por la curiosidad, se acabó de vestir, se puso las botas y una boina vieja, se metió la pistola en el bolsillo, se echó encima un capote y salió a la calle.

La mañana era lluviosa y triste. La pared de la iglesia, negruzca, chorreaba agua. Algunas viejas, de negro, marchaban a la primera misa; sonaba la campana de la torre de una manera aplastante en el aire brumoso de la mañana. Maluenda llegó a la plaza y entró en la misma tienda donde había estado el menor de los Iturmendi, una tienda pequeña, uno de esos bazares de pueblo en que se vende todo lo imaginable.

Maluenda, hombre de recursos, dijo a la muchacha del mostrador:

—A ver, deme usted a mí también una de esas cosas que ha dado a Iturmendi.

—¿Quién es Iturmendi? ¿Este que ha salido ahora? —preguntó la muchacha de la tienda, hablando con dificultades el castellano.

—Sí.

—Entonces, ¿quiere usted una careta?

—Sí; a ver cómo son.

La mujer de la tienda mostró tres o cuatro caretas de cartón; todas del mismo tipo: feas y bastas.

—No —dijo Maluenda—; yo hubiera querido algo distinto, algo más caprichoso. Esto, la verdad, vale poco.

—Pues es lo único que tenemos.

—De todas maneras, démela usted —dijo Maluenda, cambiando de opinión—, y deme también un poco de pan y de queso o un pedazo de chocolate.

—Lo que usted quiera.

—Pues las tres cosas: pan, queso y chocolate. Hágame usted un paquete.

—Ahí va.

Maluenda cogió la careta y el paquete, los pagó y salió del almacén.

Le había asaltado la idea de que la careta y la comida podían serle necesarias.

Los dos hermanos seguían en la iglesia. Sin duda, estaban oyendo misa. Maluenda entró en la iglesia y esperó. Al terminar la misa, vio que los dos hermanos tomaban por una puerta lateral que daba a una calle que salía al campo, y que iban entre un grupo de muchachos que alborotaban como las máscaras.

Maluenda no veía a los Iturmendi de frente; pero pensó que iban medio disfrazados: el uno con una capa corta, el otro con un capisayo de pastor. Maluenda supuso que llevaban puestas las caretas. El uno enarbolaba un palo y el otro llevaba una escoba al hombro, y los dos iban cantando, alborotando. No comprendió Maluenda el porqué del disfraz y de la actitud. Al pensar que los dos hombres tenían que pasar por uno de los portales del pueblo, Maluenda se explicó la utilidad de la careta.

Él se la puso también y se ató el pañuelo en la cabeza, como un gorro; luego, avanzando, se metió en el grupo de muchachos vestidos de máscara y con caretas, entre los que iban los dos Iturmendi; entraron todos en un callejón estrecho y pasaron por la puerta de la muralla sin que el centinela les impidiera el paso.

En el pueblo no se podía salir ni entrar fácilmente. Los carlistas tenían guardia en los portales de la muralla; pero por las mañanas dejaban ir y venir a los habitantes de los caseríos próximos para que pudiesen asistir a la misa los domingos y días de fiesta. Aquel era domingo de Carnaval, y había aún, sin duda, más facilidades para pasar que de ordinario.

Los dos hermanos Iturmendi, después de salir del pueblo, siguieron el camino con la careta puesta, hasta llegar a una casa abandonada y quemada, donde se detuvieron. Seguramente estaban convencidos de que nadie les había visto. Maluenda esperó algún tiempo, y poco después vio salir a los dos hermanos. Entró él, miró en el suelo de la casucha por si habían dejado algo. No quedaban más que las cenizas del fuego encendido por algún vagabundo que se había refugiado allí de noche. Salió en seguida y siguió de nuevo de lejos a los dos hermanos.

Cruzaron una aldea pequeña y pasaron adelante.

Santucho

Estaba lloviznando; el camino, mal cuidado, aparecía lleno de charcos. En esto, Maluenda se encontró con una mujer cuya figura le sobrecogió. Era una mujer vieja, melancólica, huraña, haraposa, de pelo blanco, sin medias ni zapatos, que iba con una guadaña al hombro, seguida de un perro. Parecía la estampa de la muerte. Maluenda la contempló con un terror supersticioso; la siguió con la mirada, asustado, hasta que desapareció en un ribazo.

Al comenzar la tarde empezó a llover a chaparrón. El viento agitaba las ramas desnudas de los árboles con furor, y venían las ráfagas de lluvia como descargas cerradas.

Los montes próximos, en medio de la niebla, se destacaban como masas grises verdosas, coronadas por bosques; los lejanos marcaban un contorno azul en el color ceniciento del ambiente.

A la hora de salir de la aldea, Maluenda se topó con una casa que se advertía vagamente entre la bruma. En esta casa se bifurcaba el camino. Era una casa pequeña, blanca, que tenía en la pared un santo en una hornacina, defendido por una reja tosca de láminas de hierro, cruzadas y pintadas de blanco. A estas casas suelen llamar en el país Santuchos.

Los dos hermanos de Iturmendi no pararon en ella, y tomaron un camino bordeado por hayas, robles y castaños. Maluenda siguió a los dos hombres desde lejos, ocultándose en las malezas y en los ribazos de las hondonadas. Seguía lloviendo.

Lapur-Venta (la venta de los ladrones)

El tiempo iba empeorando; la niebla aumentaba. Los dos hombres llevaban un paso rápido. Maluenda ya no les veía, y tenía que fijarse en las huellas que iban dejando en el barro para poder seguirles.

Cruzaron un arroyo por encima de un puente; a la media hora de pasar por el Santucho apareció una casa bastante grande, blanca, con una puerta en arco. Era esta una casa de mala fama, tradicional en el país; se la llamaba Lapur-Venta, en vascuence la venta de los ladrones. Se decía que allí, durante mucho tiempo, había vivido una partida de ladrones. Se aseguraba, y era cierto, que cerca se abría un foso muy grande, donde se echaba a los que se robaba y se mataba, y que durante la guerra de la Independencia había habido infelices degollados y arrojados al pozo.

Como Maluenda no sabía si los Iturmendi habían seguido adelante o habían quedado allí, se acercó a la casa con cautela y miró por una ventana iluminada. Se veía una cocina y, a la luz de las llamas, una mujer, varios chicos, un hombre y un viejo de pelo cano y cara afilada. El viejo era el campesino de la pipa que dormía en casa de Gorrischco mientras Bertache escuchaba la conversación de la Tiburcio con la Veremunda y los Iturmendi. Maluenda lo conocía de verle en Arbea.

El joven era un tipo robusto, fornido, con una mirada brillante y una cara brutal y monstruosa.

Maluenda, que vivió que no estaban allí los Iturmendi, siguió el camino.

Desde Lapur-Venta partía una antigua calzada de piedras.

Esta calzada se hallaba medio deshecha, llena de agujeros. Al comenzar la tarde, la niebla se iba haciendo más espesa, se extendía por los valles y cubría los montes. Maluenda iba hundiendo los pies en los charcos. Seguía la huella de los Iturmendi en el camino. De pronto perdió la pista de los dos hombres. Se acabó la calzada y comenzó una cuesta arcillosa, para andar en la cual había que hacer prodigios de equilibrio.

El burgalés se resbaló varias veces y estuvo a punto de caerse; una de las veces, para no caer, se agarró con fuerza a una rama de espino, y esta se le clavó en la mano y le hizo una herida que comenzó a echar sangre.

Maluenda maldijo del país, del tiempo y de esta inhumanidad e inclemencia de la primavera, que, bajo su nombre sonriente, es más dura y más abrumadora a veces que el mismo invierno.