V

EL CRIMEN: LAS FIGURAS

MALUENDA, que no se había olvidado del encargo de Bertache, delegó la comisión en el tío Calendario, quien averiguó fácilmente qué clase de gente era la cocinera de la casa de Gorrischco y su hermana.

El tío Calendario se enteró en seguida. La Tiburcia era una mujer de historia.

El café de Satorra tenía, como se ha dicho, contigua a él una posada, la antigua posada de Gorrischco, y una taberna adyacente, negra y ahumada. La taberna, con las barricas puestas al lado de la pared, unos bancos y un mostrador, era muy profunda. Los días de labor no solía haber mucha gente en ella, y en los días de mercado iba a servir una muchacha joven del pueblo. En la posada de Gorrischco había constantemente dos criadas: una de ellas la Tiburcia; la otra, una vieja, arrugada y esquelética.

Los huéspedes, en su mayoría, eran oficiales y sargentos carlistas.

Esta posada no tenía buena fama en el pueblo. Se aseguraba que era una casa de citas. Algunas mujeres, que se decían hermanas y parientas de los oficiales, entraban de tapadillo en la casa, al oscurecer, a pasar la noche.

Se decía también que la casa tenía una comunicación por un portal de una calle próxima, y que por allí pasaban los galanes que tenían tratos con las damas que vivían en la posada.

La Tiburcia se entendía con estas damas y galanes, porque sabía castellano y la vieja no lo sabía; algunas de ellas manifestaban a la criada de la posada su afecto o su miedo haciéndole regalos.

Esta Tiburcia tenía mucho remango y se mostraba simpática y afectuosa con algunos, aunque a otros les odiaba cordialmente. Se decía que era viuda; otros aseguraban que había tenido un hijo siendo soltera. La inseguridad de la guerra hacía que no se diera a estas cosas tanta importancia como en tiempo de paz.

La Tiburcia era una mujer de cuerpo entero, y se comprendía su ascendiente entre los hombres. Tenía un aspecto decidido y osado. Era más bien baja que alta, gruesa, morena, de mal color, caderas abultadas y la nariz respingona. Sus ojos, brillantes, de lejos parecían negros; pero, mirándolos de cerca, se veía que eran verdes. La Tiburcia, de cuando en cuando entornaba los ojos con una expresión erótica y extraña. Tenía un aire salvaje, de mujer de selva, un poderoso atractivo sexual y un movimiento lánguido y lascivo. Con frecuencia, cuando hablaba con un hombre guapo, se ruborizaba.

Así como en el café triunfaba con sus coqueterías estudiadas y ñoñas María la Cañí, en la posada mandaba la Tiburcia, con sus desgarros y sus caderas poderosas de yegua.

Los campesinos de los contornos no tenían gran afición a mezclarse con la gente armada, y casi siempre preferían, mejor que ir al café de Satorra, sentarse en la taberna o en la gran cocina de la posada de Gorrischco.

Maluenda sigue la pista

El cuarto que le había cedido a Maluenda el tío Calendario en la casa de la cerora estaba en una calle estrecha y torcida que desembocaba en la plaza, cerca de la iglesia; una callejuela con casuchas llenas de rejas y ventanucos. En esta misma casa estaban alojados los dos hermanos del caserío Iturmendi.

Maluenda celebró la suerte que había tenido, pues no habiéndose ocupado para nada del asunto encargado por Bertache, parecía que se había ocupado con diligencia y con habilidad, puesto que estaba enterado de la vida de las dos hermanas y vivía pared por medio de los Iturmendi, a quienes tenía que vigilar.

Maluenda fue averiguando la vida de estos. Por lo que le dijeron, Ignacio, el mayor, había estudiado varios años para cura, y entrado en la facción para defender sus intereses. Era muy religioso; estaba siempre en la iglesia, se confesaba y comulgaba a cada paso, lo que no le impedía ser un hombre atravesado.

Se decía que el mayor de Iturmendi, solapado e hipócrita, hacía muy buenos negocios con su padre, y que había dominado durante mucho tiempo a las dos mujeres del caserío próximo al suyo, a la madre y a la hermana de la Tiburcia, y que las tenía como cebo para sus amigos.

Los dos hermanos de Iturmendi tenían una herencia patológica. El padre era un intrigante, un cacique del campo que se había mezclado en asuntos feos, entre ellos el de un incendio, al parecer misterioso; un tío había estado procesado por robo, la madre tenía varios parientes locos.

Los dos hermanos del caserío Iturmendi eran vulgares, morenos, juanetudos, tipos muy poco característicos del país. El mayor tenía aire de zorro: era pequeño, la frente deprimida, con una marcada expresión de terquedad; el pelo negro ya con canas, los labios delgados, la barba rala y la mirada baja. Este se llamaba Ignacio. El otro, Juan Martín, tenía una expresión de astucia muy desagradable, una sonrisa de terquedad y cazurrería y un aire puramente animal.

Las dos mujeres del caserío próximo, muy bravas, habían padecido la tiranía del pariente, pero se habían emancipado de la tutela de Ignacio, y por entonces pretendían vivir sin cuidarse para nada de él. El hermano menor del caserío de Iturmendi estaba dominado por el mayor, y no hacía más que obedecerle.

Maluenda se enteró que el caserío de la Tiburcia había sido durante algún tiempo un verdadero lupanar, y que militares carlistas, y hasta clérigos, habían ido a aquella casa del monte dedicada al culto de Venus. Como era un sitio lejano y apartado, no trascendió su fama al pueblo.

La Dama Blanca de Oyambeltz

La Veremunda y su madre vivían en un caserío lejano, apartado, en la ladera de un monte. Esta ladera se llamaba Oyambeltz (el bosque negro), y el caserío tenía el mismo nombre. Estaba en lo más hondo, en lo más recóndito del País Vasco. El monte en que radicaba el caserío era un monte puntiagudo, casi todo él cubierto de robledales y de hayedos; en lo alto ostentaba una serie de peñas cortadas a pico, blancas, grisáceas, manchadas por matorrales y carrascas.

En la cumbre, por lo que se decía, había una cueva, y en esta cueva aparecía una dama blanca. La Dama Blanca de Oyambeltz tenía distintos nombres; algunos la llamaban Zuria (la Blanca), Sugarra (la Llama), Gaiztoa (la Mala), Gona Gorri (Falda Roja), y otros, sencillamente, María, o Dama Mari.

Unos afirmaban que era soltera; otros decían que estaba casada y que tenía una hija que no se dejaba ver más que en las mañanas de San Juan.

Unos se figuraban a la Dama Blanca muy guapa, muy rubia, peinándose los cabellos de oro con un peine de cristal; otros la consideraban roja, feroz, malhumorada, hilando delante de la caverna y cardando el lino con los cuernos de una cabeza de carnero.

Algunos se inclinaban a pensar que esta Dama Blanca sería una aparición (arima erratia); otros, alguna bruja, a quien se conseguiría espantar mostrando la mano derecha con el pulgar metido entre el índice y el dedo del medio, y diciendo: Sorgina, pues, pues.

Esta Dama Blanca daba grandes sustos a los pastores, que la vieron muchas veces en distintos sitios: tan pronto por el aire, brillando como un rayo, como sobre una nube, en el fulgor de la tempestad, o en medio de una torrentera, inmóvil, agazapada y en forma de esqueleto, envuelta en un capuchón.

Tanta importancia tenía la Dama Blanca, que se decía que hasta hacía poco tiempo el cura de una aldea del valle subía a la montaña para conjurarla. Si el conjuro cogía a la Dama en su caverna, la región estaba libre del granizo por siete años; los vientos y las nubes de la tempestad quedaban sujetos dentro. Por ese motivo, los pastores y los labradores tenían antiguamente la costumbre de hacer una procesión a la cueva, cuando la Dama Blanca, enfurecida contra las aldeas, desencadenaba las tempestades y arrasaba los campos y las cosechas.

Las cosas que se contaban de la Dama Blanca de Oyambeltz hacían que los habitantes del valle y de la parte baja del monte no se arriesgaran a subir a la cumbre, por la que no andaban más que los pastores.

Todavía en los caseríos de la hondonada, cuando el gallo cantaba a primera hora de la noche, se echaba un puñado de sal en el fuego, de miedo a los espíritus congregados por la Dama Blanca, y a los niños de las casas de los alrededores se les ponía una Cuthuna, un paquetito de tela con una hoja escrita del Evangelio dentro, o una rama bendita de laurel.

Las dos hermanas

La Veremunda y la Tiburcia eran hermanastras; Maluenda averiguó que el odio de la Tiburcia por su madre y su hermanastra procedía, principalmente, de los celos.

La Veremunda era alta, rubia, fuerte y bien plantada; en cambio, la Tiburcia era rechoncha, un poco chata y de ojos pequeños y brillantes. La Veremunda tomaba y dejaba a sus amantes según su capricho, pero no se prostituía. Al parecer, algún hombre le había hecho proposiciones indecorosas, y ella le había echado a puñetazos y a puntapiés del caserío.

La Veremunda era buena, generosa, sin malicia, un poco diosa; muy ignorante, pues no sabía leer ni escribir. No tenía suspicacia, no comprendía los prejuicios sociales. Era valiente y hospitalaria, y había cuidado heridos de la guerra.

De su valor se decía que en invierno unos cazadores habían ido a cazar jabalíes en las proximidades de Oyambeltz. Estaban ojeando uno que pasó cerca del caserío. La Veremunda, al verlo, cargó una escopeta, salió al campo, le pegó un tiro al animal, lo mató y lo remató de una cuchillada.

Varias veces parece que había dicho alguien:

—¿Cómo viven solas esas dos mujeres? Cualquiera les podría dar un susto.

Y otro le había contestado:

—¡Bah! No hay miedo. Lo que es a esas, ni un hombre solo, ni dos, les dan miedo.

La Veremunda era también una Dama Blanca, guapa y fuerte.

La Tiburcia era otra cosa: era la energía ya perturbada; fuerte, sensual, caprichosa, sádica, cruel, llena de rencores, y, al mismo tiempo, de atrevimiento y de gracia, un alma tempestuosa. No dejaba de tener atractivo. Para Maluenda lo tenía, más que por su prestancia, por su expresión y su energía.

Odios de familia

Maluenda conoció a la Veremunda, y habló con ella. Era una mujer guapa, blanca, esbelta, con los ojos oscuros y el cabello rubio castaño.

Las dos hermanastras se sentían rivales, al parecer desde la más tierna infancia. La Tiburcia, la mayor, apasionada y vengativa, había odiado a su hermana menor desde niña, sobre todo al comprobar los éxitos de la pequeña entre los mozos.

La madre y la hija del caserío de Oyambeltz habían tenido amantes. Uno de ellos produjo la rivalidad exasperada de las dos hermanas. La Tiburcia quiso envenenar a la Veremunda y a su madre, espolvoreando un plato de manzanas asadas con polvos para matar ratones.

Los dos hermanos de Iturmendi, del caserío próximo a Oyambeltz, habían sido, según decían, amantes de las dos mujeres.

De la Tiburcia se aseguraba que tuvo un hijo y lo llevó a la inclusa. Ella, para contrarrestar estos rumores, echó a volar la noticia de que la Veremunda, no sólo tuvo hijos, sino que los mató y los enterró en el campo.

Lo cierto era que la Veremunda y su madre vivían en un caserío del monte, apartado del mundo y de sus vanidades, con una libertad sexual completa, como podrían vivir en tiempo del matriarcado.