IV

EL TÍO CALENDARIO

VARIAS veces había encontrado Maluenda en el campo carlista a un librero de viejo, vendedor de calendarios, a quien llamaban el Rojo, Elías, el señor Elías y el tío Calendario.

Este tipo era un hombre activo, charlatán, que siempre aparecía con una mujer joven; hombre muy listo y muy ladino, Maluenda habló con él y le contó que había sido dependiente de librería. El tío Calendario le encargó algunas cosas y le hizo algunas confidencias. Maluenda se confió a él, y el tío Calendario le dio buenos consejos.

Poco después de su conversación con Bertache, Maluenda se encontró de nuevo con Elías, el tío Calendario, una noche, en el café de Satorra. El tío Calendario, como era en él habitual, estaba en compañía de una mujer.

El librero convidó a Maluenda y Maluenda convidó, a su vez, al tío Calendario y a su pareja. El señor Elías era hombre ya viejo, grande y pesado, que debía haber sido rubio; bizco y con la boca torcida y burlona.

El librero tenía el físico de un bárbaro, de un beocio; la cara redonda y rojiza, el pelo rojo, los labios abultados, una boca brutal, los ojos verdosos, las cejas como cerdas amarillas, el vientre abultado y las piernas como dos columnas. Todo hacía pensar que en él no había más que instintos materiales y brutales; sin embargo, el tío Calendario tenía un romanticismo puesto en las mujeres y en los libros; en las mujeres, que le engañaban invariablemente, y en los libros, que vendía.

Los franceses, que suelen ser bastante afectados y amanerados, hablan con fruición de sus reyes galantes y enamoradizos, como si esto fuera un mérito y como si la mayoría de los hombres prefiriesen vivir solos y sin amores fáciles a vivir acompañados y entre placeres, y como si estos amores y placeres procediesen únicamente de la voluntad y del temperamento más que del dinero, de la posición y de los medios económicos. No debe ser muy difícil ser conquistador desde el trono. Sancho Panza, desde su gobierno, tendría muchos éxitos. Don Quijote, en su casa, ninguno.

El tío Calendario tenía mérito en sus conquistas, si esto es un mérito; las hacía, viejo, feo y con poco dinero, a fuerza de arte o de ciencia.

El señor Elías vestía mal, de una manera petulante; pero con su aire de trapero harapiento y su ojo desmantelado, era un conquistador.

El librero se manifestaba misterioso o, por lo menos, le gustaba aparentarlo.

—A mí me interesan únicamente dos cosas —decía, como quien expone un dogma—: los libros y las mujeres.

El tío Calendario, a pesar de su carácter mujeriego y enamoradizo, no se acicalaba ni pretendía embellecerse; vestía como un espantapájaros; quizá sabía que todas sus conquistas, de una manera casi automática, le tenían que abandonar. Este conquistador de más de cincuenta años era indudablemente insinuante y convincente.

El tío Calendario tenía un aire cínico, atrevido, desvergonzado y audaz, muy desagradable. Su especialidad era engañar a las mujeres, sacarlas de su casa, para que luego ellas le engañaran a él marchándose con cualquiera.

No se sabía si la caza del libro le había dado argucias para la caza de la mujer, o al contrario.

Este viejo Don Juan era verdugo y víctima del otro sexo.

El señor Elías solía vender entre los soldados calendarios, naipes, libros verdes y algunos opúsculos de magia, de quiromancia y de cartomancía, que, naturalmente, vendía más caros. Llevaba Los lunarios, de Gerónimo Cortés, de Valencia; libros de exorcismos, como el Clypeus, impreso por Jacobi Mesnier en Orihuela; el del padre Benito Remigio Noydens, y el Libro de conjuros, sacados de los que escribió el doctor don Pedro Ximénez, beneficiado en las iglesias de Navarrete y Fuenmayor, e impreso en Burgos en 1757. También tenía la Reprobación de las supersticiones y hechicerías, del maestro Ciruelo.

El librero solía llevar en la maleta tratados misteriosos: El Enchiridion Leonis Papae, lleno de fórmulas místicas en latín y en francés; los Secretos maravillosos del Pequeño Alberto, el Dragón Rojo y el Verdadero Dragón Rojo, el Tesoro del viejo de las Pirámides con la Verdadera Ciencia de los Talismanes, La Lechuza Negra, La Gallina Negra, Los secretos de la reina Cleopatra, Los secretos de Arthepius y algunos más, que vendía caros.

El tío Calendario sabía bastante para conocer el valor de los libros viejos, y si encontraba algún incunable de Zaragoza o de Pamplona, o alguno impreso en Estella en el siglo XVI, como el Manuale Pampilonense, lo compraba por tres o cuatro duros.

En los pueblos encontraba ejecutorias, árboles genealógicos, mapas viejos, pergaminos, nobiliarios, que adquiría por poco dinero y que algunos valían de verdad. Esta caza le interesaba mucho. A veces compraba una biblioteca entera por llevarse un incunable raro que sabía que había de vender bien.

Eso de comprar una liebre por el precio de un gato, como él decía, le encantaba.

Lo que llamaba la atención en aquel hombre era su expresión, en la que se advertía una mezcla de inteligencia, de sorna, de cinismo y de benevolencia.

El señor Elías tenía el hábito de meter su mano con los dedos extendidos como un peine y levantar sus cabellos, largos y alborotados, y subirlos en alto.

Constantemente tenía algo en la mano, lo primero que encontraba, y jugaba con ello; si era una moneda, una sortija o un tapón de botella, lo hacía bailar; si era un cuchillo o un tenedor, se entretenía en hacer con él equilibrios difíciles y complicados. Mientras hablaba parecía distraído, mirando lo que tenía entre las manos. Cuando se excitaba, comenzaba su maniobra de enderezarse los pelos con la mano.

Era un tipo curioso el señor Elías. Gordo, bizco, cínico, burlón, conquistador y perseguidor de mujeres. Las encontraba, las conquistaba y se le escapaban. Hombre que hacía todo con facilidad; visitaba a un general o entraba en un convento o hablaba a un obispo y le proponía comprarle un cáliz, todo con una gran seguridad y precisión.

El tío Calendario le decía a Maluenda:

—Desde hace años voy marchando por un camino que se bifurca. A un lado veo un poste con un letrero que pone: «Al robo»; al otro veo otra indicación: «A la inmoralidad». Entonces, asustado, voy a volverme, y veo un tercer letrero, que dice: «A la m…».

Había otro vicio que le dominaba por completo al tío Calendario: era el de la conversación. No podía guardar un secreto, necesitaba hablar. Muchas veces aseguraba:

—Esto no lo puedo decir. Es un secreto. Sería un canalla si lo dijera.

Y, después de afirmar una cosa así, contaba lo que sabía y hacía toda clase de comentarios, sin dejar uno. Se podía pensar que las mayores amenazas no le hubieran quitado este vicio de ser charlatán e indiscreto.

El tío Calendario mentía con un desparpajo terrible, pero no se avergonzaba de sus mentiras.

—Miente uno —decía—. ¿Por qué no? Todo el mundo miente ahora, y yo como todo el mundo.

Maluenda le replicó:

—Sí, lo comprendo; todo el mundo miente por interés; pero yo empiezo a notar que usted miente por gusto.

—Eso es el arte.

La muchacha que aquella noche acompañaba al señor Elías era una chica muy graciosa que se timaba con todos los hombres que había en el café y que sonreía maliciosamente a Maluenda.

En un momento en que el tío Calendario se levantó y se asomó por curiosidad a la sala del crimen, Maluenda le preguntó a la chica:

—¿Cómo es la gracia de usted?

—Mi gracia. ¡Ja! ¡Ja! Me llamo Demetria.

—¿Es usted vascongada?

—Sí, soy de Lequeitio.

—La llamarán la Demetri.

—Claro. ¿Usted no es vascongado?

—Yo, no. Soy burgalés.

La Demetri tenía los ojos brillantes, los pómulos acusados, y, al reír, las comisuras de los labios se extendían hacia arriba, dándole un aire extraño y burlón de algunas antiguas figuras asiáticas.

La boca, contraída hacia arriba en las comisuras, parecía dispuesta fácilmente a la burla. Al reír, mostraba los caninos salientes. Todo esto le daba un aire de una bonita alimaña.

Maluenda la estuvo contemplando a su gusto, cosa que a la chica la hacía reír con una expresión de picardía y de malicia.

La Demetri era morena, con la cara cuadrada, los pómulos salientes, los ojos negros brillantes y un tanto torcidos, que le daban un aire un poco mongólico o sumeriano, que algunos han encontrado entre los vascos.

Al retornar el señor Elías a la mesa, la Demetri dijo que quería acostarse, y el tío Calendario, dándole una palmada en el hombro a Maluenda, le indicó:

—Vuelvo en seguida.

Efectivamente, volvió al poco rato, y preguntó a su amigo:

—¿Qué le ha parecido a usted mi chica?

—Muy guapa. ¿Adónde la ha llevado usted?

—Aquí mismo, a la posada de Gorrischco.

—¡Ah! ¿Vive usted ahí?

—Sí; mi patrona, la cerora, la Joshepa Inashi, no me ha querido tomar: ha dicho que esta no es mi mujer, ni mi pariente, y no me ha aceptado.

—Pero, Joshepa Inashi, si es mi sobrina, le decía yo.

—Sí, siempre está usted cambiando de sobrinas, me replicaba ella.

—Joshepa Inashi, es usted muy escamona, le he dicho yo, y eso no está bien en una persona religiosa como usted. En fin, que me he tenido que trasladar a la posada de Gorrischco, y en casa de la cerora tengo mis libros y mi cuarto. Si quiere usted, se lo cedo por la mitad de precio; a mí me cuesta cuatro duros al mes; se lo doy en dos.

—Aceptado. Veremos si me recibe bien la cerora.

—Sí; a un soltero, sí. Mañana iremos a hablarle. Bebieron de nuevo, y al día siguiente el señor Elías y Maluenda fueron a ver el cuarto.

La cerora, que cuidaba de la iglesia, era hija del sacristán. Vivía en una casa pequeña, que pertenecía a la parroquia, entre la calle Oquerra y el callejón de la Iglesia. La casa era de piedra negra, con dos ventanas a la calle Oquerra y dos al callejón. Era oscura, y tenía al lado un cobertizo con una cuadra.

La cerora apareció en su puerta. Ofrecía un aire de agudeza de rata, una mezcla de inocencia y de malicia, los ojos inocentes, los labios finos; estaba vestida de negro.

Escuchó la proposición del tío Calendario, y la aceptó. Sin duda, Maluenda le pareció buen muchacho. Respecto a tener mujeres en su casa, fueran o no sobrinas, era irreductible.

—¡Pero, Joshepa Inashi! —decía el señor Elías, desgranando las palabras y extendiendo los brazos—. No sea usted maliciosa.

—Sí, sí, maliciosa —repitió ella—; como si no conociéramos a los hombres.

Al día siguiente, Maluenda se trasladó a la casa de la cerora.

Mientras la Demetri y el tío Calendario estuvieron en el pueblo, una porción de oficiales y de gente moza anduvo rondando la posada de Gorrischco.

La Demetri era caprichosa, burlona; se divertía en engañar al viejo en sus barbas, guiñando los ojos al que tuviera delante, riéndose del librero, poniendo el pie a propósito cerca de los pies de algún galán. El tío Calendario aceptaba todo, quizá porque era su destino.

La Demetri engañaba al viejo por capricho, por gusto de amargarle la vida. Se reía al preparar sus citas como una mujer de un cuento de Boccaccio.

Maluenda fue uno de los favorecidos por la Demetri, y una tarde en que el señor Elías había ido a un pueblo próximo, entró en la posada de Gorrischco por un portal de una calle paralela, por donde, sin duda, pasaban a la casa los conquistadores.