III

LA IDEA DEL CRIMEN

DURANTE la primera guerra civil, Arbea, pueblo estrecho, amurallado, oscuro, en el fondo de un embudo de montes, estaba ocupado por una guarnición numerosa de carlistas.

En general, y aun en tiempo de paz, Arbea era sitio triste, muy dominado por la clerecía y los jesuitas.

Algunos días, sin embargo, se notaba cierta animación.

Solía celebrarse un mercado todas las semanas en el cubierto de la calle de la Solana, arco próximo a la muralla, al cual acudían los labradores de los contornos a vender cerdos, corderos y toda clase de hortalizas.

El café de Satorra

En aquel cubierto había por entonces un café, que solía estar por la tarde, y, sobre todo, por la noche, casi siempre lleno de gente.

El tal café se llamaba el café de la Solana, aunque también era conocido por el café de Satorra. El café, instalado bajo el arco, en una casa antigua y negruzca, se comunicaba por una puerta con un zaguán húmedo, por donde se subía a la posada de Gorrischco. Al otro lado del zaguán había una taberna.

El zaguán, húmedo, olía constantemente a mohoso, a agrio, y con frecuencia a sardinas fritas.

El café tenía una muestra recién pintada, donde podía leerse con letras blancas sobre fondo negro el rótulo de «Café de La Solana». El café de la Solana había visto entre sus parroquianos muchas de las celebridades del partido carlista.

En este café había cantado, acompañado de la guitarra, algunas canciones vascas Iparaguirre, el hijo del confitero de Villarreal, que entonces tenía diecinueve años.

Iparaguirre había sido herido en una pierna en la batalla de Arrigorriaga, y, como inútil para el servicio activo, estaba en el Cuerpo de Alabarderos de Don Carlos.

En el café de la Solana, no sólo se servían mokas y licores falsificados a los parroquianos, sino que se jugaba también al monte. Este era quizá su gran atractivo.

Desde que se había iniciado la decadencia del carlismo se comenzaba a jugar furiosamente en los pueblos en donde se hallaban acantonadas las tropas carlistas.

En la línea de Oñate a Vergara, de Tolosa a Echarri-Aranaz y de Echarri-Aranaz a Elizondo se jugaba lo mismo en casinos, cafés que tabernas.

El juego preferido, por lo sencillo, era el monte. Llevaba la banca en estos pueblos de guarnición carlista un tal Pedro Landeras, asturiano, secretario de Gómez durante su gran expedición del Norte al Oeste y a Gibraltar. A Landeras acompañaban el Majo de Estella y varios otros jugadores de oficio, la mayoría andaluces, castellanos y gallegos, con apodos pintorescos.

Parecía que la gente, al ver que el final de la aventura carlista se acercaba, no pensaba más que en el medio de allegar dinero, por cualquier procedimiento y de cualquier manera.

El café de la Solana era angosto; de día no tenía más luz que la muy escasa que entraba desde el arco por la puerta de cristales. Dentro del establecimiento había unas cuantas mesas de mármol en dos filas, y en el fondo estaba la sala del crimen, un cuarto ahogado, con dos quinqués en el techo, una mesa con tapete verde, una ventana que daba a un patio y una puerta.

El dueño de este café, apodado Satorra (el topo), era amigo de García Orejón, el Picador; algunos pensaban si Orejón tendría participación en el establecimiento. Al parecer, Orejón era socio con Satorra en otros oscuros negocios.

Satorra pasaba por hombre astuto y falso, capaz de engañar a todo el mundo.

Al final de la guerra se le acusó de espía; poco después, el hombre dejó su café y desapareció.

Según la versión de alguno, entró de contratista en varios trazados de ferrocarriles, y llegó a ser rico.

Satorra, que aparecía rara vez en el café, tenía cara de astucia, de picardía, que no desmentían sus hechos, sino que los confirmaban. Satorra era maestro en toda clase de artimañas, y no podía hacer nada sin doblez y sin intriga. Tenía la cara larga, la nariz como algo colgante, la boca carnosa. Algunos decían que se parecía a Calomarde, comparación poco grata para carlistas y liberales, pues unos y otros tenían mala idea del antiguo ministro de Fernando VII.

Día triste

Esta tarde de marzo hacía un tiempo lluvioso y frío en el pueblo. Desde la puerta del café de la Solana se veían las casas grandes y negras; la muralla más negra, con sus plantas parásitas, y a lo lejos los montes verdes. El suelo de la calle era un lodazal.

En el cubierto con arcos, aldeanos y aldeanas marchaban para sus casas ya de vuelta del mercado, con los paraguas gruesos bajo el brazo, llevando del ronzal a la vaca o arrastrando con una cuerda al cerdo atado por una pata. Las muchachas cruzaban el arroyo con herradas en la cabeza, pasando de cuando en cuando la mano por el borde de abajo de la herrada para que no se les mojase la falda con las gotas caídas.

En un rincón del café de Satorra se encontraba el subteniente Bertache sentado a una mesa. Una lámpara de aceite daba apenas luz al café. Todavía no había empezado a acudir el público, ni comenzado la partida de noche. El café estaba desierto. Delante del cuarto angosto donde se jugaba casi siempre al monte, había un colgador, y allí los jugadores dejaban las capas y las bufandas, y los militares, los capotes, las bayonetas y las pistolas.

Bertache había estado durante algún tiempo en una mesa del fondo escribiendo a la luz de una vela puesta en una palmatoria de latón; después cerró su carta y se levantó de la mesa. Bertache andaba muy elegante con su uniforme nuevo, la levita azul entallada, el cuello blanco y brillante, el pelo bien peinado y la boina puesta con coquetería. Bertache salió del café de la Solana al arco. Seguía lloviendo; el anochecer era sombrío y triste. Del arco entró en el zaguán próximo, y subió por una escalera de madera torcida a la posada de Gorrischco, y se metió en el pasillo de la casa y después en la cocina.

El pasillo era irregular; en unas partes más ancho que en otras, con el suelo de vigas negruzcas; en las paredes, pintadas de azul, se abrían varias puertas de alcobas y un comedor espacioso con una mesa larga en medio.

La cocina, grande, negra, ahumada, tenía una chimenea de campana volada y una recocina con los fregaderos y las herradas de aros brillantes.

En un extremo de la cocina había un grupo de campesinos vascongados que habían comido al lado del fuego y estaban cantando canciones. En el otro extremo, unos cuantos soldados castellanos merendaban. Los dos grupos no se prestaban la menor atención. Uno de los soldados dijo, refiriéndose a los vascos, que entonaban sin parar sus melodías largas y melancólicas:

—Estos nos están cantando misa de difuntos.

Uno de los soldados castellanos explicaba una historia, que parecía un cuento de niños, de un animal fabuloso, al que llamaba el Ramplón, y que definía diciendo que era una especie de oso con alas de cigüeña. Sin duda, era hombre charlatán y absurdo, porque a continuación contó una historia de su aldea, de un perro al que llamaban Sansón, un gato al que le decían el Policíaco, que andaban detrás de una rata llamada Cenicera.

Un soldado manchego tenía una discusión con otro sobre la riqueza de sus pueblos respectivos, y decía muy gravemente:

—En Villarrobledo hay muchos ricos.

—¡Bah! A mí eso me tiene sin cuidado —contestaba el otro—. Ahora, si fuera rico yo, me importaría más; pero que haya ricos en el pueblo no me importa nada.

Después los soldados castellanos se enfrascaron en una conversación que en ellos era habitual. Se quejaban de la guerra y estaban deseando que se acabara. Encontraban que habían hecho un mal negocio alistándose en las filas carlistas, pues ya, de exponer la pelleja, era mucho mejor y más práctico, según ellos, ir con los cristinos. Hablaban mal de los jefes, de los oficiales, y hacían excepción de algunos, del teniente A, del capitán B, porque les habían saludado una vez o dado los buenos días, por motivos fútiles de cortesía, o por otras pequeñeces por el estilo.

Bertache se colocó en el extremo opuesto de la cocina al que estaban los soldados, y se sentó al lado del fuego. Una mujer se le acercó.

—Oiga usted —le dijo Bertache—, yo quisiera cenar aquí.

—Muy bien. ¿Quiere usted cenar algo distinto, o lo de todo el mundo?

—Cenaré como todo el mundo. Si se puede, al lado del fuego.

—Sí, señor; ¿por qué no?

Bertache se puso a esperar la cena, calentándose los pies a la lumbre. La cocina, baja, tenía el hogar lleno de pucheros y de cazuelas. Había también unas manzanas puestas a asar al lado del fuego. De una cadena colgaba sobre el hogar un tambor de hierro lleno de castañas, que de cuando en cuando saltaban haciendo ruido.

Un viejo aldeano, hirsuto, con una cara afilada como un sable, estaba al lado de la lumbre con un palo blanco de espino, con cuya punta quemada removía las cenizas del hogar. A veces encendía una pipa pequeña de barro y daba dos o tres chupadas; luego quedaba dormitando.

Bertache estaba muy interesado con una muchacha gitana, venida de no se sabía dónde, que servía de camarera en el café de Satorra, y a quien llamaban María la Cañí.

Bertache andaba tras ella, y ella coqueteaba con él como con los demás militares. Él hacía lo posible por verla a las horas en que no iba nadie, pero había otros muchos oficiales que andaban rondando a la gitana.

Una conversación interesante

Mientras Bertache esperaba la cena al lado del fuego, cantaban los vascos y hablaban los soldados castellanos, había en la recocina dos mujeres que conversaban o más bien reñían en vascuence. Bertache sabía el vasco, pero por táctica hacía que lo ignoraba. Este procedimiento le había dado resultado muchas veces.

De las dos mujeres, la una era alta, rubia, ágil, esbelta, de cara blanca; la otra, rechoncha, la cara incorrecta, los ojos negros, uno de ellos que bizqueaba; el color moreno oscuro y los labios gruesos. Esta era la cocinera de la casa de Gorrischco y atendía a la taberna de abajo.

Por sus palabras, las dos mujeres se echaban en cara antiguas ofensas; tenían viejos resquemores. Entre una y otra hermana había grandes rivalidades. La del caserío, la mujer guapa y campesina, la Veremunda, era, al parecer, la favorita de la madre; en cambio, la cocinera de la posada, la Tiburcia, llevaba el camino de ser desheredada.

Para las dos, sin duda, el ser dueñas del caserío familiar era una gran cosa; más que nada, por un sentimiento de orgullo y de categoría.

Las dos se echaban en cara y se acusaban de una porción de infamias. Según dijo la Veremunda a su hermana, esta había tenido un hijo y lo había llevado a la Inclusa; la Tiburcia acusó a la otra de lo mismo, de haber tenido también un hijo y de haberlo matado y enterrado. La Veremunda replicó diciendo que era una mentira, una calumnia que ella inventaba y que sabía que era falsa. Las acusaciones y los ataques de una a otra se proferían casi tranquilamente, como en una forma de conversación corriente. Únicamente un hombre como Bertache, que tenía un oído muy fino y sabía muy bien el vascuence, podía entenderlas.

La tabernera habló de que debían poner como árbitros en la cuestión a sus primos del caserío Iturmendi; la otra dijo:

—¿A mí qué me importan los primos de Iturmendi? Nuestros primos no han hecho más que explotarnos a mi madre y a mí; nos han quitado un helechal y lo han vendido a unos vecinos; son unos canallas.

La Veremunda aseguró que su madre y ella iban a tener para guardar la casa a un hombre joven que había estado en Francia y que sabría defenderlas a las dos contra los primos explotadores. Ya verían entonces cómo ellos no podrían hacer lo que les diera la gana.

La tabernera, al oír esto del hombre joven, se puso roja de cólera, como si el proyecto le ofendiera profundamente.

Bertache oye

Bertache escuchaba el relato con una atención concentrada.

En esto vinieron varios soldados y un sargento, el sargento Zamarra. El sargento se acercó a Bertache, y le preguntó:

—¿Qué, ayer has jugado?

—Sí; jugué y gané.

—¿Mucho?

—Unos veinte duros.

—Yo salí perdiendo. Tiene uno mala suerte. Se dio diez veces la contraria. Tengo que intentar otra combinación.

—No hay combinación en el juego —dijo Bertache de una manera displicente.

—¿Tú crees?

—Claro que no. Ayer querían que les diera la revancha. ¡Como si uno fuera tonto! En la revancha hubiera perdido los veinte duros ganados y otros veinte más.

—¡Qué suerte!

Zamarra se marchó de la cocina; Bertache había hablado con un acento exagerado de castellano. Su objeto era dar a entender a la gente de la cocina que era castellano y que no entendía el vascuence.

Trajo la Tiburcia la cena para Bertache, que, mientras se dispuso a comer, siguió escuchando atentamente la conversación de las dos mujeres que se amenazaban.

Poco después, una de ellas, la Veremunda, la más guapa, se marchó; la otra, la tabernera, la Tiburcia, salió de la cocina, y llamó a dos hombres, que parecían hermanos, y los llevó a un rincón para hablarles. Eran los dos vascos que había con Bertache a la venta próxima, a Echarri-Aranaz. Se les conocía por el nombre de su caserío, Iturmendi.

—Seguramente ninguno de los dos cree que yo sé vascuence —pensó Bertache—. No he debido hablar nunca delante de ellos.

Los dos hermanos pasaron a la recocina, y la mujer de la taberna se puso a explicarles algo. No se oía más que algunas palabras sueltas.

Bertache, después de cenar, arrimó la silla a la recocina, e hizo como que se quedaba dormido, con la cabeza inclinada sobre el pecho y las manos en los bolsillos de los pantalones, y se dispuso a escuchar la conversación.

Las historias de la tabernera

Los vascos cantores y los castellanos se habían marchado. No quedaba más que el viejo campesino de la pipa. Los de Iturmendi charlaban con la cocinera. Mientras que Bertache hacía como que dormía al lado del fuego, escuchaba con ansia la conversación de la Tiburcia con los de Iturmendi. Eran estos de un caserío próximo al de las dos hermanas.

Hubiera sido muy difícil a cualquiera entender lo que hablaban, porque los interlocutores empleaban muchas reticencias y giros oscuros en su conversación.

Se aludía en ella a dos personas que eran ricas y roñosas y de mala índole.

Bertache supuso que la tabernera se refería a su madre y a su hermanastra. La Tiburcia decía que aquellas mujeres le habían arruinado a ella y sus primos; que a ella le habían quitado dinero y tierras, helechales, gallinas y corderos.

La tabernera aseguraba que su madre había empleado también conjuros y procedimientos misteriosos para estropear a los primos el maíz y el ganado. Era una mujer que daba el mal de ojo (Gaitz emana) sólo mirando.

Daba también enfermedades de languidez, metiendo en los colchones y en las almohadas figuras de serpientes, sapos, brazos y piernas, hechos de lana y de pluma. Ella, la Tiburcia, había visto uno de estos colchones embrujados, que hubo que quemar, y que ardió con furia. Su madre tenía la mano de un ahorcado disecada y guardada y solía hacer filtros con la sangre de los sapos. Su madre había ido varias veces también con una gallina negra a una encrucijada de dos caminos, a medianoche, para hacer sortilegios.

Durante mucho tiempo en el caserío había anidado una lechuza, que su madre cuidaba y no quería matar.

Lo que decía la Tiburcia era falso, pues achacaba a su madre lo que contaban de una vieja loca, supuesta bruja, vecina de su caserío, maestra en maleficios y hechicerías, que vivía en una casa arruinada, en la cual siempre había ruidos extraños, casa que al fin se derrumbó sin aplastar a la vieja, pues quedó ella a horcajadas en una viga en compañía de dos gallinas, quizá diabólicas.

La Tiburcia aseguraba que su madre guardaba una gran cantidad de dinero que le habían dado sus amantes y que lo debía tener escondido en el caserío. Se veía que la Tiburcia era de ese tipo de mujer perturbada, apasionada, neurótica, que inventa mentiras y luego cree en ellas.

Bertache notaba que algunas palabras y expresiones eran muy ambiguas. Los dos hermanos Iturmendi, el mayor y el menor, cambiaban entre ellos en voz baja algunas observaciones. ¿Qué se decían? ¿Qué es lo que fraguaban? Bertache no lo comprendió claramente, pero supuso que los hermanos se disponían a hacer algo.

Ellos y la tabernera habían mirado varias veces desde la puerta de la recocina al oficial, que dormía entre las dos sillas, y al viejo aldeano de la pipa, convencidos de que no oían ni se enteraban absolutamente de nada de la charla sostenida por ellos.

A pesar de tener el aire de estar completamente dormido, Bertache seguía la conversación de los tres con una atención intensa y sin perder palabra.

El que no se sabía si escuchaba o no era el viejo de la pipa.

La Tiburcia ahora le decía a Iturmendi el mayor que su hermanastra, la Veremunda, se hallaba dispuesta a estorbarle en su matrimonio. Sin duda, Iturmendi el mayor estaba prometido con una muchacha de la vecindad del caserío.

Media hora después, Bertache hizo un movimiento brusco, y estuvo a punto de caerse de la silla, y fingió que se despertaba atolondrado.

Se levantó, llamó para pagar, dio las buenas noches y salió.

Tenía la convicción que los dos hermanos del caserío Iturmendi tramaban algo; bajó al zaguán, entró en el café, llamó a Maluenda y le habló.

Era indispensable que siguiera y espiara a los dos vascos, y se enterara después de la vida de la mujer de la taberna y de su hermanastra.

Maluenda encontró el encargo difícil y arriesgado, e intentó librarse de la comisión que le daba el oficial; pero Bertache le recordó foscamente que guardaba su secreto y que era capaz de denunciarle si no cumplía estrictamente sus órdenes.

—Es necesario que a estos dos vascos les sigas los pasos estos días. Me temo que van a hacer alguna barbaridad.

—¿Y usted quiere que yo lo impida?

—No; yo me contento con que averigües lo que hacen, a quiénes conocen y qué clase de gente son. No pretendo que intentes impedir nada, porque es muy posible que esto fuera muy difícil y quizá peligroso para ti.

Bertache le dio dinero para que pudiese hacer su espionaje.

—Toma lo que necesites —y le dio varias monedas de plata—. Si averiguas algo, te daré más. Yo no escatimo nada.

Maluenda se resignó, y dijo que haría todo lo posible por averiguar la vida de los hombres y de las gentes conocidas por ellos, y de enterarse de sus maniobras.

Maria la Cañí

Poco después entró en el café la chica que solía servir por las tardes y por la noche, María la Cañí, y Bertache, luego de haber despachado a Maluenda, se puso a hablar con la gitana con gran amartelamiento.

Esta chica, María la Cañí, era una muchacha morena, de ojos negros, pelo negro y piel oscura; era gitana o medio gitana; tenía un aire de erotismo y de suspicacia. Hablaba castellano y vascuence con facilidad y con gravedad. Tendría quince o dieciséis años y estaba ya desarrollada como una mujer.

María la Cañí era hija de un gitano, Mariano Conde, vendedor de mulas. La Cañí tenía una risa enigmática que mostraba su dentadura blanca.

Muy solicitada por todos los soldados y oficiales que iban al café, ella contestaba siempre de una manera llena de coquetería y de erotismo a las bromas que le daban. Disimulaba su natural estupidez tomando posturas estudiadas, riendo y mirando con picardía. Al parecer, defendía su honestidad con las manos y con las uñas.

Bertache, al conocerla, sintió por ella un gran entusiasmo.

Su novia, Gabriela, con su cara dura, su pelo de color de mazorca de maíz, y su aire gótico, le parecía insignificante al lado de aquella muchacha, ágil, morena, que tenía un áurea sexual enloquecedora.

A pesar de su aspecto, la Cañí era completamente estúpida; fuera de sus andares, y de sus posturas, y de sus miradas enigmáticas, no le quedaba nada. Era como un animal lascivo, que sabía encender el instinto sexual de los hombres.

María la Cañí tenía un novio, llegado con ella al pueblo, un soldado carlista, también gitano, el Chicuelo. Este muchacho tenía la cabeza larga y alta, la expresión entre maliciosa y estúpida, los labios hinchados, la tez amarilla oscura, picada de viruelas, la cabellera muy negra, que cubría su frente, y los ojos verdes.