II

LA MUERTE DE UN GENERAL

EN la venta de una aldea del camino, cerca de Echarri-Aranaz, se detuvieron al atardecer de un día de primavera varios soldados y oficiales carlistas, entre ellos García Orejón, Bertache, el sargento Zamarra y algunos más.

Por aquella aldea pasaban constantemente tropas carlistas, medio indisciplinadas, dispuestas a llevarse cuanto veían; la gente de los pueblos no sabía a qué atenerse.

Comenzaba el año 1839. Los ejércitos liberal y carlista estaban mejor organizados que nunca, y, sin embargo, la exaltación en los dos campos había disminuido. Maroto había fusilado hacía meses a cuatro generales carlistas en Estella y expulsado de la corte de Don Carlos a los más perspicuos de los realistas, a los más señalados de los apostólicos. Maroto se había vengado de sus enemigos, de aquellos a quienes aseguró que perseguiría debajo de la cama de su rey y señor, aunque este luego lo mandara decapitar; había expulsado con gusto a Arias Teijeiro, de quien sospechaba tener amistades nefandas con Don Carlos.

Maroto, Espartero y Cabrera eran los tres ases de la guerra. El éxito estaba vacilante entre ellos. Subían, bajaban, tenían alternativas de éxitos y fracasos. Carlistas y liberales se iban hartando de matar y de fusilar. ¿Hartar? La palabra quizá no es muy exacta, porque el hombre parece que no se harta nunca de ello.

Las intrigas eran constantes; María Cristina, el infante Don Francisco, Don Carlos, la princesa de Beira, los cortesanos y los palaciegos se pasaban la vida intrigando.

Ya nadie esperaba la victoria. A todas horas se hablaba de convenios, de transacciones; pero la solución tardaba.

Para llegar a conseguir la paz era indispensable que se rompiesen y desgajasen muchos intereses, grandes y pequeños, de los dos bandos.

En la cocina de la venta, negra por el humo, en donde habían descansado hacía meses en su viaje Alvarito y Manón, un grupo de carlistas merendaba. La mayoría eran navarros y castellanos. Entre ellos estaban dos hermanos vascos. Se sentaron todos a comer un poco de pan, queso y vino. Los soldados hicieron corro alrededor de los oficiales. García Orejón, de pronto, preguntó a Bertache:

—Y tú, ¿adónde vas ahora?

—Tengo que volver a Estella.

—¿No tienes miedo a Maroto?

—Ninguno —contestó Bertache con jactancia—. Y eso que tengo que declarar de nuevo en el asunto de la muerte del general Cabañas.

—Pero ¿has declarado ya?

—Sí.

—¿Y qué has dicho?

—No he hecho más que contar la verdad.

—¡Demonio! ¿Y ante quién?

—Ante el auditor del ejército, don José Manuel de Arizaga, y el escribano don Casto Herrero.

—¿Y has dicho toda la verdad?

—Toda.

—¿Y a quién le has echado la culpa?

—¡A quién se la he de echar! Al coronel don Juan Bautista Aguirre, que fue quien nos mandó matar a Cabañas.

—¡Qué barbaridad!

—¡Barbaridad! ¿Por qué? ¿Qué le puede importar a él, si está en Francia y no le pueden coger? —replicó con indiferencia Bertache.

Cómo le encontraron a Cabañas

—Bueno ¿y qué has dicho?

—Como te digo, la verdad.

—A ver, cuenta.

—En mayo del año pasado, tres días antes de salir de Estella para Lezaun el primer batallón de Navarra, fui yo llamado por el coronel Aguirre a su alojamiento, que lo tenía en Cirauqui, por su ordenanza, Juan Bautista Almándoz; obedecí, marché a Cirauqui, entramos en casa del coronel y subimos a una sala alta. Se presentó Aguirre, y me dijo que acababa de recibir una orden del general García, en la cual le mandaba que eligiese en el batallón cinco personas seguras que fuesen a matar al brigadier Cabañas, por constarle al general que Cabañas era traidor. Le dije yo que una muerte así nos desacreditaría, y Aguirre me contestó: «El general lo manda; hay que tener obediencia y disciplina. El quitar los traidores de en medio es trabajar en beneficio del país».

—¿Y tú qué contestaste? —preguntó García Orejón.

—¿Yo qué le iba a contestar? Quien manda, manda, y cartuchera en el cañón. Yo le dije que no sabía si Cabañas era traidor o no; pero que, puesto que era necesario obrar así, había que contar con personas de confianza, y que él eligiese por sí mismo los soldados y el oficial. Aguirre me contestó que los soldados estaban ya elegidos, y que yo iría con ellos. Nos avisaría a qué hora estaría el brigadier en su casa. Cabañas vivía en Soracoiz, muy cerca de Cirauqui. Unos minutos después nos reuníamos en casa de Aguirre el subteniente Saturnino Uzcáriz y los soldados Domingo Salaverri, Esteban Santacilia, de la compañía de granaderos de su batallón, y Antonio Nuin, de la de tiradores. Todos juntos salimos de casa de Aguirre, y nos dirigimos a Soracoiz, adonde llegamos ya oscurecido, a eso de las ocho u ocho y media de la noche. Un hombre nos dirigió a la casa en que estaba alojado Cabañas. Entramos en ella, vimos a los patrones, les pedimos un vaso de vino, y estos dijeron que no podían dárnoslo porque no lo tenían. Preguntamos por el brigadier Cabañas; el patrón nos dijo que no se encontraba en casa; pero nosotros, sospechando que estaría escondido, subimos a un cuarto que tenía una cama alta y un armario.

—¡A ver si este se ha dado cuenta de la cosa, y se ha escapado! —me dijo el subteniente Uzcáriz.

Estando esperando, entró Cabañas, que venía de casa del cura del pueblo. Le conocimos por las insignias que llevaba en las mangas de la levita. Al entrar y vernos, el brigadier quedó sorprendido y asustado.

—¿Qué se me quiere? —preguntó.

—El coronel Aguirre, por orden del general García, nos manda que entregue usted todos sus papeles y su dinero, porque si no lo pasará usted mal.

Al decir esto, uno de los soldados, Nuin, le amenazó poniéndole la punta de la bayoneta en el pecho.

—¿Es que si doy los papeles me dejarán la vida? —me preguntó Cabañas.

—Sí, señor.

—Si es así, voy a buscarlos.

Asesinato

El pobre hombre bajó a la cueva, seguido por todos nosotros, y enseñó en un rincón, al lado de un pesebre, un agujero, en donde había enterrado una olla con dinero y con papeles.

—Vamos a ver lo que hay aquí —dijo Uscáriz, y cogió la olla y la subió al primer piso.

Al llegar arriba, vació la olla sobre la mesa, y salieron de dentro varios papeles y una bolsa pequeña con monedas de oro.

—¿Ahora me dejarán tranquilo? —preguntó Cabañas.

—No. Tenemos que llevarle preso —contestó Uzcáriz.

Le ataron las manos, y como protestaba, uno de los soldados le dijo:

—Estese usted quieto, ¡rediós! —y al mismo tiempo le dio un bayonetazo.

Entonces el general, aterrado, viendo que querían matarle, se acercó a la ventana, dispuesto a saltar por ella; pero cuando se hallaba decidido a esto, el subteniente Uzcáriz le disparó un tiro; yo le tiré otro, y después uno de los soldados le empujó, y le hizo caer por la ventana a un regato que había debajo de la casa. Esto sucedía en presencia de los patrones; los dos viejos estaban llorando. Al ver que el brigadier había caído a la huerta, salimos todos del caserío, volvimos a disparar sobre él, y lo rematamos. El subteniente Uzcáriz entró en la casa, y encarándose con el amo, le dijo:

—Ahora, usted tendrá buen cuidado de no hablar a nadie de lo que ha pasado hoy en esta casa.

—Sí, señor; no diré nada —afirmó el patrón.

—Y, además nos dará cinco onzas, una para cada uno.

—Yo no las tengo.

—O las cinco onzas, o salir por la ventana como Cabañas —repuso Uzcáriz.

Hablaron la mujer y el hombre, y sacaron de un armario las cinco monedas de oro. En seguida recogimos las ropas de Cabañas, que las dejamos en el cruce del camino, y un papel que decía: «El brigadier Cabañas ha muerto por traidor a manos de los voluntarios». Encima de este papel pusimos una piedra para que no se lo llevara el viento. Uzcáriz, no contento con esto, sujetó otro letrero en el aldabón de la puerta del caserío, que decía: «Cabañas ha sido muerto por traidor». Llegamos, entrada la noche, a Cirauqui, y nos presentamos en casa de Aguirre; le llamamos, le entregamos las cartas y los papeles y le dijimos cómo habíamos cumplido su orden. Aguirre nos encargó que guardáramos silencio, y repartió el dinero entre los soldados y dio el reloj de Cabañas a Nuin.

—¿Y cómo te has atrevido a contar todo esto? —preguntó García Orejón.

—Es lo más prudente que podía hacer. A veces, cuando uno está acostumbrado a mentir, no hay nada mejor para despistar que contar la verdad —replicó Bertache con cinismo—. El intendente Arizaga y el escribano Herrero tendían a creer que algunos soldados habíamos asesinado a Cabañas para robarle, sin orden alguna de jefe.

Una pequeña novela

—¿Y cómo, al cabo de tanto tiempo, se ha empezado a hablar de esto, y se ha hecho nueva sumaria, y se han tomado declaraciones? —preguntó Orejón.

—Esa es otra historia.

—Porque eso parecía haber quedado ya olvidado.

—Sí, había quedado olvidado, aunque los amos del caserío de Soracoiz habían hablado algo con vaguedades.

—Entonces, ¿cómo se ha descubierto?

—Es una pequeña novela.

—A ver, cuéntala.

—Hay en Estella un propietario rico y partidario de Maroto. Este señor tiene una hija muy bonita, Rosario, que durante mucho tiempo ha asegurado que no quería casarse, sino ser monja.

Esta muchacha se enamora del hijo de un guarnicionero de la vecindad, que era sargento y que había vuelto herido en una acción cerca de Abárzuza. El chico, Fermín, era de los realistas puros. Cuando se puso medio bueno de la herida, iba a casa de una vieja costurera, y la muchacha, la Rosario, iba también, y allí se veían y hablaban los dos. Un día, al parecer, en el taller de la vieja costurera entra uno de los antimarotistas amigo del subteniente Uzcáriz, y se pone a hablar con Fermín, y le cuenta la muerte de Cabañas, y oye la relación la muchacha. Pocos días después, la Rosario riñe con Fermín, y va y le cuenta la muerte de Cabañas a su padre tal como la había oído, y este se la cuenta, a su vez, al intendente Arizaga, y comienza de nuevo la sumaria.

—Se habla siempre demasiado —murmuró, convencido, Orejón—. Y es lo que debéis tener presente.

—Yo, hasta que no se ha sabido todo, no he dicho una palabra —replicó Bertache—; pero ahora ya no hay más remedio. Los del caserío de Soracoiz tuvieron que declarar. Ya no queda otro recurso: o escapar, o echar la culpa a los verdaderos inductores, que, por otra parte, como están en Francia, no pueden temer nada ni de Maroto ni de sus amigos.

—Sin embargo, yo no me fiaría mucho —dijo García Orejón.

—Yo, sí, porque sé que mis declaraciones les gustan a los amigos de Maroto. También he contado al auditor lo que me dijo Arias Teijeiro cuando le vi por última vez en Vera.

—Anda con cuidado; todo eso es muy peligroso —murmuró García Orejón.

Bertache y Orejón

El auditorio había escuchado atentamente el relato de Bertache.

Bertache se pavoneaba al contar la muerte de Cabañas. Parecía querer decir: a mí no me asusta nada.

Bertache era de esos hombres para quien constituye una gran satisfacción el asombrar y despistar a la gente. Esto, sin duda, le parecía que había de darle más prestigio, más misterio; le gustaba mostrar un carácter contradictorio, lo que, en parte, hacía con malicia, pero en parte no, pues era esta una consecuencia espontánea y natural, nacida de su temperamento.

Mucha de la curiosidad que producen hombres como Bertache viene de ser inesperados enigmáticos para sí mismos. Cierto que todos somos enigmáticos para nosotros mismos, unos más, otros menos; pero algunos hombres, a fuerza de lógica y de sistema, se han hecho tan mecánicos, tan automáticos, que han dejado toda inconsciencia, para convertirse en esos caracteres sostenidos de la comedia, que parecen siluetas, sombras, planos de una arquitectura psicológica.

García Orejón no tenía las decisiones bruscas de Bertache. Era un hombre apático y hepático.

En Orejón las reacciones eran lentas y pesadas; en cambio, en Bertache eran rápidas e hirvientes.

Los dos hombres, al parecer, eran amigos y se entendían bien. Orejón, en algunas ocasiones, se dejaba llevar por Bertache; pero en otras sabía intervenir y hacerlo siempre con prudencia.

Como entre los dos hombres había negocios más o menos tenebrosos, los dos se completaban.

Después de charlar largo tiempo, Bertache y Orejón se levantaron.

—¿Vas a volver a Estella? —le preguntó Orejón.

—Sí; volveré dentro de unos días.

—¿Para los Carnavales?

—Probablemente después.

—Avisa dónde estás.

—Lo haré, no tengas cuidado.

—¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —preguntó Orejón.

Uno de los navarros de la ribera contestó:

—Todavía no hace dos horas que hemos llegado.

—Bueno; preparaos, porque tenemos que salir en seguida.

Los soldados ribereños y navarros y los dos vascos se levantaron de sus asientos, y salieron de la posada tras de Orejón y Bertache.

La tarde estaba desapacible, caía una lluvia menuda, los montes se mostraban de un verde oscuro y sombrío y la niebla se extendía a lo lejos, dominando el valle.