EL NARRADOR
UNA mañana de otoño, poco después de la terminación de la guerra, Álvaro Sánchez de Mendoza iba a cobrar el alquiler de la casa del viejo Chipiteguy, en la calle de los Vascos, de Bayona, en donde aún vivían sus padres.
En la buhardilla, ocupada en otro tiempo por Palassou, el zapatero sansimoniano, había un español enfermo. Era un hombre de unos veintitrés a veinticuatro años, flaco, moreno, la cara demacrada, los ojos negros y hundidos, el bigote corto y el pelo rizoso y abundante. A pesar de ser aún joven, tenía el aire cansado, las mejillas hundidas y una de ellas con la roseta malar, característica de los tuberculosos.
El joven español postrado en cama dijo a Álvaro rotundamente que no le podía pagar.
Alvarito recordaba su antigua miseria y no era hombre para exigir inflexiblemente el alquiler a un desdichado, y no solamente no se lo pidió, sino que le dejó de su bolsillo algún dinero.
La portera del hotel asistía sin gran puntualidad al español.
Era este, por lo que dijo, un antiguo soldado carlista, herido con una herida mal cicatrizada y tísico.
Según la vieja portera, el enfermo carlista no hacía nada para curarse; no contaba tampoco con ningún protector y, en vez de comida, pedía aguardiente y lo bebía como si fuera agua.
En la segunda visita de Álvaro al enfermo le preguntó acerca de su vida, y él la contó con toda clase de detalles.
—Soy de una aldea de la provincia de Burgos —dijo— que se llama Quintanilla de Pienza, del término de Villasante, en el valle de Montija, en el partido de Villarcayo. ¿Usted no conoce aquella tierra? ¿No? Pues es un hermoso país, verde, fresco, con valles no tan estrechos como los del País Vasco y sin esta monotonía de la llanura francesa. Yo no he visto mucha tierra, pero a mí me parece aquella una de las mejores del mundo.
Me llamo Francisco Maluenda y soy de una casa de labradores bastante hacendada. Mi abuelo paterno creo que procedía de Fraga y había venido a la provincia de Burgos de molinero. Aunque nuestro apellido es Maluenda, como quien dice en singular, todos nos han llamado Maluendas, y a mí siempre me han conocido por Paco Maluendas.
La infancia mía fue muy agradable; la pasé parte en mi casa y parte en Villasana de Mena, donde vivían mis abuelos. Aquí es donde estaba más a gusto. Después de las faenas del campo, solíamos ir hacia la peña de la Magdalena y a la sierra de Ordunte, donde dejábamos el ganado; subíamos a los altos, al pico del Horcado y al pico del Fraile, y a veces, cuando se despeñaba alguna res, íbamos a recogerla. De chico fui gran andarín; escalé la peña de Igaña y la de Oro y crucé varias veces los puertos de la Sia y el de Tornos, para pasar a la provincia de Santander.
En esto comenzó la guerra y tuve la desgracia de perder a mi madre. Mi padre, que era un hombre caprichoso y que intentaba arreglar todos los negocios familiares y no familiares a trastazos; nos educó de muy mala manera. Sin embargo, yo tuve un buen maestro, un pobre hombre, excelente persona, aunque nosotros, los chicos, nos burlábamos de él, de sus consejos y de sus advertencias; así nos fue después.
Yo, a los diecisiete años, era un perdido, jugador, mujeriego y borracho. Anduve ganduleando por Villasante, Espinosa de los Monteros, Villarcayo y Burgos. Cuando heredé algún dinero de una tía mía, lo jugué, y después jugué también la poca hacienda de mis padres. Más tarde estuve de dependiente en una librería de Burgos, donde aprendí alguna cosa; pero no podía acostumbrarme a vivir tranquilo y sujeto, y dejé la librería y volví a las andadas. Durante los primeros años de la guerra, yo vivía hecho un granuja. Era una mala época esta de la guerra: había siempre riñas, muertes, enredos en los pueblos.
El valle de Mena era liberal; en cambio, todos los campos vecinos, carlistas. Con esta posición política como insular, siempre había disputas y luchas. Mi padre había sido también liberal; la mayoría de los del valle de Mena lo eran, como he dicho. Mi padre había conocido a Riego cuando joven, en la batalla de Espinosa contra los franceses, y esto le había hecho más liberal que los demás. Tan liberal era, que declaró la guerra a los aduaneros que pusieron los carlistas cuando dominaron el valle. Una vez supo que en uno de los pueblos estaban tres aduaneros escondidos. Marchó a buscarlos con ocho hombres, y no los encontró. Al salir de registrar el desván de una casa, uno de sus hombres dijo a mi padre, que se llamaba Francisco como yo:
Oye Paco. Y contestó una voz de detrás de unas ramas: ¿Qué pasa? Resultaba que uno de los aduaneros escondidos se llamaba Paco y había creído que alguno de sus compañeros le querían advertir algo. Mi padre registró la buhardilla, encontró a los tres hombres y a dos los fusiló a la puerta de la casa y al tercero lo llevó hasta un pueblo llamado Vivanco, de donde era, y delante de la abadía lo mandó ahorcar.
Cuando mandaban los liberales en mi tierra, los habitantes del valle lo pasaban bien; cuando entraban los carlistas, trataban a la gente de mala manera.
Una vez, al principio de la guerra, el cabecilla Castor exigió a Villasana mil quinientas raciones; otra, cuando los carlistas ocuparon el castillo del Pendo, una torre pequeña redonda, se dijo que tiraban al llano sobre todos los que veían en la carretera, y que así hirieron a unos niños.
Me acostumbré a beber y a llevar una vida de perdulario, y cuando ya no tenía ningún recurso ni esperanza, ni tampoco amigos, me eché al campo con los carlistas. Yo me hubiera ido con los liberales; pero entre ellos había gente que me conocía, y preferí marcharme con los carlistas. No soy un convencido, ¿qué quiere usted? A mí lo mismo me dan los unos que los otros.
Ya le he dicho a usted que he sido un hombre mal acostumbrado. Naturalmente, no era fácil que yo me enmendase o me corrigiese en un ejército como el carlista. Además, tuve mala suerte; no lo digo únicamente por disculparme. Ya, ¿para qué? Pero, en realidad, mi suerte fue muy mala. Yo no creo ser un hombre de un carácter natural atravesado y dificultoso; pienso que, si hubiese sido bien dirigido, hubiera llegado a ser un hombre razonable y cabal; pero la educación que me dio mi padre, si es que aquello se podía llamar educación, y la adversa suerte, me impulsaron a seguir los malos caminos y a meterme en varias atrevidas aventuras, unas más desgraciadas que otras.
El refrán que dice «Da ventura a tu hijo y échalo al mar», es mucha verdad. Al contrario, se podría decir: «Dale desventura, ponle en la mejor situación posible, y él o su destino se encargarán de echarle a perder».
En la compañía carlista que yo estaba había un sargento de Soria que nos atropellaba bárbaramente. Por cualquier cosa, por la falta más insignificante, nos arrestaba, nos daba de palos o nos hacía estar de centinela horas y horas.
A este sargento, rubio, pequeño, con la nariz picuda y los ojos pitarrosos, los soldados le decíamos en burla Piojo Blanco.
Yo tenía un amigo en la compañía que era murciano, hombre triste, a quien llamábamos el Mochuelo.
—Pero, bueno, ¿qué te pasa para estar tan triste? —le preguntaba yo.
—Es de condición —decía él, meneando la cabeza melancólicamente.
A este murciano y a mí nos distinguía Piojo Blanco con su hostilidad; yo se lo advertí.
—Mire usted, mi sargento —le dije—, yo estoy un poco enfermo y no tengo la fuerza que los demás.
—Los enfermos, al hospital —contestó él con dureza—, y los que allí no marchen bien, al cementerio.
Un día Piojo Blanco me dio un culatazo en el pecho, y a consecuencia del golpe estuve echando sangre por la boca. Yo se la juré, y en un pequeño encuentro que tuvimos con los liberales en el puerto de Arrebatacapas, entre Frías y Pancorbo, en un momento que no tenía más testigos que tres soldados de la compañía, los tres hostiles al sargento, le apunté con el fusil, le pegué un tiro en la cabeza y lo dejé seco.
Mis compañeros me guardaron el secreto porque odiaban a Piojo Blanco y estaban deseando deshacerse de él; pero hubo uno que se enteró de lo que yo había hecho, no sé cómo ni por qué conducto. Era un tal Bertache, subteniente del quinto de Navarra.
—Le conozco —dijo Álvaro.
—Es decir, lo ha conocido usted.
—¿Por qué dice usted eso? ¿Es que ha muerto?
—Sí.
—No lo sabía.
—Caí de manos de Piojo Blanco en las de Bertache. Bertache no me arrestaba ni me pegaba como Piojo Blanco; pero me daba comisiones peligrosas, me obligaba a estar constantemente a su lado y me dominaba por el terror. Al principio yo no comprendía bien qué maniobras eran las de este hombre; pero luego supe que estaba metido en el espionaje y pagado por gente influyente del partido liberal, y que además había firmado con otros sargentos y suboficiales una partida cuyo único objeto era robar y quedarse con todo lo que se pudiera.
La relación de Paco Maluenda, aclarada con los datos que tenía Álvaro, sirvió para llevar la luz a las intrigas de esta última época de la guerra.