LAS ANTIPATÍAS ANCESTRALES
—LA simpatía racial tiene que venir de una acomodación absoluta y completa. De no existir esta acomodación, el extranjero es más antipático cuanto más próximo es.
»Cuando se busca la homogeneidad en un grupo, no se la encuentra. Esta homogeneidad sólo la da un sentimiento fuerte. Un pueblo pequeño, como el catalán o el valenciano; un pueblo más pequeño aún, como el vasco, parecen homogéneos. No lo son. El catalán del mar, el de la montaña, el de Barcelona, el de la ciudad provinciana. El valenciano de la huerta, el de la ciudad, el de la tierra de secano. El vasco guipuzcoano, el navarro, el hombre de la tierra alta y el del mar. Brotan en seguida las variedades con las antipatías consiguientes.
—La tropa necesita un jefe, tiene que sentir el jefe. ¿Es que sería mejor que yo me quedara aquí encerrado disponiendo la campaña, cuando no tengo armas bastantes ni medios suficientes para triunfar? Hay que hacer. Esa es la vida.
—Yo he visto al principio de la guerra de la Independencia cómo se establecía el pánico en los batallones bisoños. Una alarma cualquiera, un peligro, y ya comenzaba el pánico. A veces había que cargar contra los miedosos dándoles sablazos de plano. Estos mismos soldados asustadizos se batían un día o dos después con una serenidad furiosa, y cuatro o cinco meses más tarde volvían a tener otro momento de pánico.
—Claro, ya sé yo que tú no creerás en el valor místico de las palabras.
—En el valor místico, no; creo en su significación. El culto de la palabra me parece una cosa oriental, semítica.
—Sí; un joven de hoy, de gran ciudad, educado a la moderna, no cree en las palabras, supone que son flatus vocis, que no son más que ruido; pero el hombre del pueblo un poco primitivo, mejor dicho, las masas primitivas, creen en las palabras. No suponen que son sólo ruidos ni signos, sino que son fuerzas de la Naturaleza.
—Es lo que queda del culto semítico de la palabra.
—Quizá —dijo el conde—; ¿y quién tiene razón, los que creen o los que no creen?
—No sé. Yo al menos no pretendo tener el monopolio de la verdad.
—Porque eres un escéptico.
—No hay argumentos que sirvan para el pueblo, esa es la verdad; los argumentos sirven para ti o para mí, que somos dos hombres racionales, un viejo y un muchacho, ¿pero para el pueblo reunido?… Los argumentos no sirven. Son necesarias, frases, imágenes, jactancias, fanfarronerías. Desde este punto de vista Cabrera es admirable. ¡Qué instinto! ¡Qué intuición! No hay otro que comprenda a sus partidarios como él.
—¿Y esa crueldad de que hace gala, cree usted, mi general, que es necesaria?
—Para su público, sí. Su gente se lo exige. ¿Es que si fuera bueno y compasivo hubiera conseguido con sus fuerzas lo que ha conseguido? ¡Qué iba a conseguir!
—Hacer homogéneo, idéntico, lo que la Naturaleza ha hecho heterogéneo es una labor titánica. Es indudable que la diferencia produce odio; pero no la diferencia grande, sino la diferencia pequeña. Es mayor la antipatía entre un español y un portugués que entre un español y un sueco. En el idioma produce más burla lo que es diferente a lo nuestro, pero que se le parece, que lo que no se le parece. Así, dentro de España mismo, el castellano siente más enemistad natural por la manera de hablar del catalán o del gallego, que emplean dialectos latinos como el suyo, que no por el vasco, que usa un lenguaje que no tiene relación con su lengua. Urbiztondo era vasco y era un buen general; pero no se entendía con los catalanes y tuvo que marcharse de aquí.
—Es siempre curioso el pensar cómo todas las gentes de ideas y costumbres diversas que forman una masa o un ejército, llegado el momento, y bajo la influencia de un jefe, sienten de la misma manera y se borran todas las diferencias individuales. Así pasa indudablemente en las multitudes cuando quieren algo en común u odian algo, cuando rezan o cantan a coro.
—Es cierto, es extraño, cómo se pueden sumar cantidades heterogéneas —dijo Hugo.
—Es que nadie sabe lo que es el hombre. Es un enigma. Todos lo somos para los demás y para nosotros mismos. Muchas veces los que parecen más claros, más transparentes, son los más oscuros. Como te digo, el hombre es un enigma. Créelo. Vosotros tampoco sabéis lo que es, por muchas escuelas y bibliotecas y laboratorios que tengáis. No lo sabéis.
—Yo no pretendo saberlo.
—Sí, pero creéis saberlo. Ya sé que tenéis grandes filosófos: Locke, Adam Smith, Malthus, Jeremías Bentham. He oído hablar de ellos y hasta he leído algo suyo en periódicos y revistas; pero yo, que soy un ignorante ante ellos, creo en su ciencia, pero no en sus consecuencias. Y como esto no se aclarará nunca, ni se sabrá para qué hemos venido al mundo, creo en Dios y en la Virgen y en el Agnus Dei que llevo en el cuello y que me protegerá de la desgracia.
—No sé lo que es eso.
—¿No lo sabes?
—No.
—Los ingleses sois unos herejes.
—Yo creo que esto es ser demócrata —dijo el conde de España riendo.
—¿Cree usted, mi general?
—Sí. Yo soy demócrata, casi un demagogo. Pienso en el pueblo. No soy como vosotros, los ingleses, que sois individualistas y no pensáis nada más que en vosotros mismos y, a lo más, en vuestras familias.
Hugo no contestó.
—Ya sé, ya sé que sois patriotas y buenos soldados. Y hablando de otra cosa: ¿qué ideas tenéis allá de los masones?
—En Inglaterra la masonería es una sociedad pública.
—Pero ¿se cree que tiene importancia?
—No sé. Yo creo que sí.
—Aquí no hay más masonería que la de los clérigos.
—Y esa debe de ser fuerte.
—¡Uf!, no lo sabes bien. A mí estos clérigos de la Junta piensan que me van a hacer la pascua. Pero están equivocados. Yo veo más que ellos. Y si ellos corren, yo vuelo. ¿No te parece?
—¡Claro! Usted tiene mucho más mundo que ellos, más experiencia.
—Lo que dices tú, hijo mío. Al conde de España no se le engaña fácilmente, tiene muchas conchas… y es también un enigma…, ja…, ja…, ja… Ya lo creo. Bueno. Hemos hablado bastante. Adiós, hijo.
—Adiós, mi general.
Itzea, septiembre 1928.