LA VERDAD
EL conde creía que la historia verdadera no llegaría nunca al dominio del pueblo, a quien había que dar mitos, fábulas.
—¿Qué importa la realidad? —preguntó el conde—. ¿Es que los liberales actuales juzgarán nunca con justicia a Zumalacárregui o a Cabrera? ¿Es que los carlistas tendrán una opinión exacta y justa de Mina, de Córdoba o de Espartero? No. Por lo tanto, no hay más que mentir.
El conde creía que ningún pueblo del mundo podía inventar un régimen nuevo de vida, lo cual probablemente era cierto; y esto le hacía pensar que había que volver a la tradición, fuera esta la que fuese.
—Entonces sin progreso.
—Un progreso material.
—¿Y la historia?
—La historia, querido, no es nada. Que cuando pase el tiempo y se olviden nuestras disputas, el historiador podrá saber lo que son nuestros hombres, si puede reunir datos suficientes, y ¿a quién le importará? A nadie.
—Una nueva vida, una nueva política, un nuevo arte, todo eso son ilusiones. Si pudiéramos cambiar de estómago, de pulmones, de ojos, de corazón y de cerebro; aunque pudiéramos cambiar sólo de piel, podríamos cambiar de costumbres, de política o de literatura, pero no podemos cambiar de nada y las combinaciones hechas con los mismos elementos nos parecen novedades.
A Hugo le chocó este materialismo del conde, que creía sin duda que todas las manifestaciones espirituales del hombre provenían de su organización fisiológica. Ahora, cómo se podía hermanar esta idea con la idea religiosa, no lo sabía.
—¡Tantas cosas hacemos sin querer los de arriba y los de abajo; los unos para demostrar que mandamos y sabemos lo que hacemos; los otros para hacer lo que hacen los demás! Por eso hay guerras y revoluciones y líos. Si no… todos nos habríamos ido a nuestras casas. Porque el que más y el que menos tiene miedo, y ese valentón que está asombrando a la gente porque le miran, si no le mirasen se iría a su casa tranquilamente. Si fuera por nuestros instintos naturales, si no fuera por el sentimiento del prójimo que nos contempla, las guerras durarían un momento, nos daríamos unos cuantos linternazos y se acabó. Pero luego viene el compromiso y el quedar bien y el miedo a la opinión y el aparecer como gente seria, formal, con decisiones, y se mezcla el dinero y la ambición y la carrera, y la cosa sigue años y años. La gente tiene tan poca originalidad, tan poco carácter, tan poca fuerza de alma, que, si estuviera sola y sin testigos, no haría nada. Esta violencia, esta barbarie da la impresión de que el que manda tiene más fuerza y más carácter de lo que tiene en realidad —aseguró el conde.
—Cabrera es el modelo, el tipo de paladín, el representante como ningún otro de la tradición, el héroe popular, el jefe, el santón, con sus castigos violentos, sus orgías y sus desplantes.
»Cabrera era un fascinador; con su capa blanca, su boina y sus galones, sus gestos y sus gritos sugestionaba a las tropas. Le tenían no sólo por un jefe, sino por un santón, por un adivino. Era invulnerable.
»Yo he conocido y tratado a los guerrilleros de la guerra de la Independencia —añadió el conde—, a Mina a Sánchez, al Empecinado y al cura Merino, y los encuentro perfectos para su misión y para su empresa; pero Cabrera es el hombre de su tiempo y de su época.