III

VACILACIÓN

EL conde volvió a llamar al joven inglés por Luis Adell, y un día de verano Hugo fue a Caserras.

En la era del pueblo un soldado hacía dar vueltas a un caballo en una pista redonda. El soldado sujetaba al caballo con una cuerda larga que tenía en la mano izquierda y con la derecha le amenazaba con el látigo.

En un portal de Caserras había dos chicos: uno sostenía una ballesta y el otro la estaba componiendo.

Hugo y Adell entraron en la casa donde vivía el conde y esperaron.

Hugo oyó que el conde paseaba dando golpes con el bastón en el suelo y cantando la letanía. Entraron en el cuarto del conde. El cuarto era una sala de pueblo, blanqueada, con muebles pobres. En una de las paredes había un repostero moderno con las armas de los Españas y dos lemas: Nulla vis mundi me inmutabit emendando credendo. Comminges et Foix.

El general se hallaba en aquel momento solo en su casa, y como parecía tener gusto en la soledad, le despidió a Adell. Se encontraba ensimismado y pensativo. Le preguntó a Hugo qué se hablaba, qué se decía, y escuchó atentamente.

—Me reprochan —dijo luego— que no sigo las operaciones. ¿Para qué? La partida está perdida para nosotros. Espartero es el amo de la situación. Si no acaba la guerra, es porque no quiere.

—¿Lo cree usted así, mi general?

—Sí, el día que mande un ejército por el Alto Aragón a unirse con el ejército cristino de Cataluña, quedamos todos aislados, y ¡a morir! Pero no hablemos del momento actual. No se ha de adelantar nada.

El conde se dedicó a filosofar; pensaba en su vida. No sabía si su vida había sido útil o no.

—¿Cómo se puede saber —dijo— si se tiene razón y hasta qué punto se tiene razón? Yo muchas veces dudo de todo. Ya me ves a mí, francés y en parte incrédulo, haciendo el papel de español y de fanático. Cierto, el instinto me lleva y me arrastra; pero ¿debe uno fiarse del instinto? Hay momentos, créelo, hijo mío, en que uno quisiera estar muerto. Todo el mundo me acusa de cruel y de insensato. Soy un tigre, el tigre de Cataluña. ¿Qué voy a hacer? ¿Voy a dejar mi cargo, abandonarlo todo e irme a un convento? ¿Es que la causa que defiendo es falsa, es que yo soy perjudicial? Entonces, que me fusilen y me entierren.

El conde de España aseguró que se le atribuían muchos horrores, pero que no todos eran de su propiedad.

El conde miraba a Hugo con confianza y Hugo miraba al conde con la misma confianza.

La expresión de Hugo, que no sabía disimular, quería decir al conde:

—He venido a contemplar un monstruo y he encontrado un hombre.

Al mismo tiempo quería decir:

—La cara de este hombre no parece indicar la cantidad de horrores que se cuentan de él.

—A mí me reprochan también que he cambiado, siguió diciendo el conde. Cierto que he cambiado; en tiempo de la guerra de la Independencia creía en la sabiduría de la Constitución, y después no he creído en ella. Pero ¿quién no ha cambiado? Yo he visto París de chico lleno de revolucionarios; los hombres y las mujeres llevaban gorro frigio y vitoreaban a la República, y he visto París hace dieciséis años y todos eran legitimistas y realistas y aplaudían a Luis XVIII, ahora todos son liberales. ¿Qué es lo que no cambia?

El conde contó cómo había estado hacía quince años en París a visitar a Talleyrand para explicarle por qué era conveniente la intervención en España en 1823. Talleyrand escuchó distraído, moviendo la cabeza con ademanes negativos. Después le dijo el ex obispo de Autum que jamás había sentido una impresión de mayor satisfacción que cuando los aliados sitiaban París, y tuvo una conferencia con Luis XVIII y con Fouché, dos hombres con quien se podía hablar.

Para el conde de España, esta reunión de un ex obispo y de un oratoriano, los dos regicidas, con el rey, escéptico y amigo de burlas, era como el símbolo de la Revolución.

Dijo que Talleyrand no tenía gran entusiasmo por Metternich. Lo consideraba hombre de suerte, a quien todo le había salido bien, que no había tenido alternativas, ni sabía lo que era la vida. El diplomático francés consideraba a Metternich como un aristócrata petulante y de un talento vulgar, ensoberbecido con su fama de diplomático conservador.

—En el dedo meñique de Mirabeau o de Dantón había más diplomacia genial que en la cabeza de ese principillo austríaco —le dijo.