EL CARÁCTER DEL CONDE
HUGO habló con unos y otros para esclarecer un tanto el tipo enigmático del conde. Todos le confirmaron lo que le había dicho Adell. Indudablemente, el carácter del conde de España no era propicio para la tragedia francesa, no se mostraba hombre de una pieza, no era de esos caracteres sostenidos, predilectos de los dramaturgos y de los críticos; por el contrario, el viejo general obraba muchas veces en desacuerdo con sus convicciones.
Su manera de ser fermentaba constantemente, sufría una perpetua transformación y renovación. Era hombre doble, triple y hasta cuádruple.
¿El carácter existe? No lo sabemos, ni si es una fantasía, un resultado de los acontecimientos obrando sobre el temperamento. El carácter parece algo como el verbo de los místicos, algo que no se manifiesta hasta que deviene; si existe, si tiene una realidad antes de manifestarse en actos, es cosa dudosa.
La historia quizá llegue alguna vez a dominar la psicología, y entonces una de sus manifestaciones más curiosas será el marcar la proporción o la desproporción entre el carácter de los personajes y el papel representado por ellos en su tiempo. Claro que esto ha hecho siempre el historiador, pero de una manera intuitiva, arbitraria y poco exacta.
Ahora, qué efectos producen los acontecimientos dado un carácter, eso es difícil de averiguar. ¿Qué hubieran sido Napoleón o Robespierre cien años antes o cien años después? ¿Qué modifica una inteligencia clara, un temperamento? ¿Qué es el héroe cuando las circunstancias históricas no se prestan para encumbrarle?
El temperamento, al parecer, es lo innato, la trama del destino, conjunto de tendencias, de instintos, de vanidades, de inconsciencias.
De dónde nacen los impulsos, no lo sabemos. Sería conocer lo que es la esencia de la vida y la voluntad.
El impulso es ciego; tiende a la acción como el toro al trapo rojo. Si en el camino aparece la claridad de la reflexión, el impulso se debilita y puede llegar a cortar el movimiento de la acción.
Todas estas divisiones de temperamentos, carácter y personalidad quizá, más que hechos psicológicos, son sólo distingos metafísicos.
El temperamento se supone que es lo puramente biológico, lo innato, lo impulsivo, lo ardiente o lo frío de nuestras entrañas.
El carácter parece que es el temperamento dirigido por el espíritu y domesticado por él. Son los caballos con el carro y el auriga.
La personalidad ya es el carácter en la historia; en el mundo social, una cosa realizada. Es el carro y el auriga que se han destacado y señalado en la carrera.
El carácter, aunque sea ilógico, dividido, de instintos poco homogéneos, quiere racionalmente conservar su unidad, explicarse y dar la sensación de homogeneidad y de duración. Lo heterogéneo espiritualmente parece lo loco, lo absurdo, sobre todo lo vario, lo irracional, y todos tenemos la pretensión de lógicos, de marchar movidos por motivos claros, racionales y confesables.
Muchas veces los que le conocían lo aseguraban: el conde tenía la obsesión impulsiva, su voluntad se encabritaba y su cabeza ardía. Entonces no reconocía obstáculos; todos los quería vencer, en cambio, cuando la cabeza estaba fría y su voluntad amorfa, cualquier dificultad le parecía insuperable y se le ocurrían mil pequeñeces y pretextos para no hacer.
Las alternativas de excitación y de depresión eran en él muy grandes; la excitación llegaba a los paroxismos de furor, en los cuales, como un epiléptico, se le inyectaba la cara y echaba espuma por la boca; la depresión le conducía a la indecisión y a la melancolía.
Le pasaba como a muchos perturbados. En todo lo que fuese el oficio era exacto, meticuloso, concienzudo. El hombre que desbarraba y salía de sus casillas porque a un soldado se le había caído un botón, volvía a la ecuanimidad desde que se trataba de trabajos en la oficina, de los aprovisionamientos o de otra cuestión técnica cualquiera.
En el conde el instinto reaccionaba rápidamente sobre la impresión. No dejaba tiempo a la reflexión, no la quería en sus momentos de cólera apasionada. Cuando venía la reflexión a iluminar su mecanismo inconsciente, entonces vacilaba o se arrepentía. Después, el orgullo le hacía no querer confesar su error, y lo defendía con tesón y le molestaba que le notasen su arrepentimiento.
Aquella cólera furiosa, bestial, sin reflexión que pudiera calmarla, era, como hubiese dicho Escobet, la cólera de los epilépticos y de los impulsivos. Su cara quedaba congestionada, la mirada fija, la boca con espuma; no oía ni entendía.
Al parecer, antes de aquellos momentos de excitación, el conde se manifestaba muy alegre y, sobre todo, ocurrente.
Hubiera sido muy cándido el pensar que el conde no se daba cuenta de la incoherencia y la reflexión, no la quería en sus momentos de cólera apasionada. Cuando venía la reflexión a iluminar su mecanismo inconsciente, entonces vacilaba o se arrepentía. Después, el orgullo le hacía no querer confesar su error, y lo defendía con tesón y le molestaba que le notasen su arrepentimiento.