VIII

LO QUE PENSABA EL AYUDANTE ADELL

UNOS días después, Hugo se encontró con el ayudante Adell, salieron al campo a caballo y hablaron en confianza del conde.

Adell reconocía que su general era un hombre para perturbar a cualquiera. El conde se impacientaba demasiado con los pequeños detalles. No podía hacer ni dirigir dos o tres cosas al mismo tiempo; no tenía esa condición característica de los hombres que poseen una capacidad superior organizadora, como Nelson, Napoleón, etc. El conde no permitía que le hablaran de un asunto mientras estaba resolviendo otro.

Adell había querido muchas veces entenderle; pero quedaba siempre asombrado ante él. Demostraba una sagacidad y una malicia verdaderamente extrañas; tan pronto se incomodaba por cualquier cosa como lo aguantaba todo. ¿Era sólo un loco? ¿Llevaba una idea por debajo de sus extravagancias? Él no lo hubiese podido decir.

Jugaba al tresillo con mucha atención, y si alguno hacía una falta, se incomodaba y decía que debían fusilarlo por torpe. El conde, a pesar de sus cóleras y de sus manías, conservaba una memoria muy lúcida y recordaba todo con mucho detalle.

La desigualdad de su carácter no era obstáculo para que fuese un buen general, un buen organizador. Algunas veces dirigía tan bien, que no se le ocurría a nadie pensar que sus disposiciones pudiesen estar dictadas por un loco. Tenía su policía en el ejército muy bien organizada y no se le escapaba nada. Sabía quiénes eran los amigos, los indiferentes y los enemigos. Decía que para esto empleaba lo que podía, y solía añadir: «No es fácil, hoy por lo menos, encontrar gentes completamente honradas para ser policías». Él creía que con el tiempo la profesión policíaca llegaría a ser de las más dignas y honradas. Era un hombre que había pensado y reflexionado mucho sobre el arte de mandar.

—Seguramente es un maquiavelista —observó Hugo.

—Él considera —siguió diciendo Adell— que, según los momentos, se puede utilizar lo mismo el valor que la soberbia; las virtudes como los vicios. Para él, la cuestión es emplear estas fuerzas bien. Es evidente que hay gentes que no tienen sentimientos morales, nacen sin ellos; les pasa como a muchos criminales, políticos y militares célebres. Para algunos asesinos inteligentes, las leyes no encierran ninguna tendencia de bondad o de justicia, sino que son reglamentos de policía que no se pueden infringir más que con grandes peligros.

Lo mismo pasa a los políticos y a los militares. El matar dos o tres mil hombres es un hecho de armas, para lucirse y ascender, no tiene para ellos gran importancia.

—Es el maquiavelismo.

—El conde vive hecho un rey, como un déspota; hace lo que le da la gana, tiene su corte, su guardia su ejército, sus bufones y su verdugo. No echa nada de menos.

—¿Tiene familia?

—Sí. Es decir, la mujer se le ha muerto hace dos o tres años en Mallorca.

—¿Y los hijos?

—No sé si están ahora en Mallorca o están huidos en Francia. Él no habla de su familia.

—¿Qué vida hace?

—Se levanta temprano; pasa la mañana en conferencias y consultas, revisa las tropas; luego, come, hace su sobremesa y duerme la siesta. Por la tarde se dedica a la lectura de cartas y de periódicos. Al anochecer, si no tiene que trabajar, juega al tresillo. Después reza sus oraciones y se va a la cama.

—Parece muy cuidadoso de su persona.

—Lo es. El general se baña todos los días, y también después de hacer un viaje se baña, se muda y aparece con camisas elegantes, llenas de puntillas y de bordados. Tiene cierta coquetería en su tocado, y le gusta presentarse con trajes de casa elegantes y fashionables, como dirían ustedes.

Estas palabras inglesas, aún no desgastadas por el uso, eran entonces de gran tono.

—Es extraño.

—El conde tiene gran cantidad de ropa blanca, que cuida y cambia a cada paso. En casa suele estar vestido de claro y en zapatillas.

—Debe de vivir como un señor feudal —dijo Hugo.

—Sí; tiene instintos de gran señor.

—Sin duda, el Comminges, el Couserans y el Foix le salen a flote.

—Sí; es un príncipe a la antigua. Conferencia con sus capitanes, habla de las cosechas con los aldeanos, quiere casar a las gentes. Es el primero en la iglesia, y yo creo que, si le dejaran, predicaría.

—Sí; parece que quiere volver a un feudalismo que la gente bergadana no aceptaría.

—¡Ah, es claro!

—Con el ejército debe de ser muy exigente.

—Mucho, y, dentro de su exigencia, es justo. Él da el ejemplo. Cuando llueve o hace un sol que derrite los sesos es cuando más tarda en las maniobras.

—¿Por capricho sólo?

—No, por inculcar la disciplina.

—El conde tiene la manía del mando, disimulada con astucia; se halla dispuesto a no dejar el poder por nada.

—¡Debe de ser caprichoso y maniático!

—Tiene manías, es indudable. Interpreta los hechos de una manera que a mí no me parece nada exacta; pero me queda la impresión de si seré yo el que no comprende bien o será él. En todas las cuestiones técnicas sigue siendo el hombre seguro; pero cuando divaga se le va el santo al cielo. Me ha dicho algunas veces que, si pudiera, se marcharía a vivir a Rusia con nombre supuesto. Otras veces, en cambio, cree que su nombre y su historia es algo resplandeciente y glorioso. Que los España, los Foix y los Comminges tienen en él un brote magnífico de grandeza.

—Versatilidad.

—Como digo, interpreta las cosas de un modo que uno se queda maravillado; los hechos que expone, indudablemente, son ciertos; pero yo no sé si los asocia de una manera rara o qué; el caso es que las consecuencias que deduce son tan disparatadas, que se queda uno perplejo.

—El conde tiene temores alternados con una seguridad incomprensible. A veces se le ocurrirá ir solo desde aquí a Cádiz, y a veces creerá que necesita una escolta de cien hombres para ir de una casa a otra.

—¿Es hombre que cree?

—A ratos. Se confiesa con el canónigo Villela, un individuo de la Junta, con bastante frecuencia. Habla al mismo tiempo sarcásticamente de la confesión; de esa jabonadura de los pecados, que deja el alma y el cuerpo dispuestos para volver a empezar.

—Se podrían pintar cuatro o cinco retratos exactos y distintos del conde —siguió diciendo Adell—. El conde amable, discreto, modesto, dándose cuenta de las cosas y comprendiéndolas, uno; el conde sarcástico, burlón, implacable, otro; el conde silencioso, gruñón, enfurruñado, otro; el conde furioso como un energúmeno dominado por la cólera, que no ve, ni oye, ni entiende, ni se aviene a razones, y todavía un retrato del conde asustado, humilde, pusilánime, pidiendo consejos a cualquiera y oyéndolos como un doctrino.

—Yo sospecho que el conde toma láudano. He visto varias veces el frasquito encima de la cómoda de su cuarto. Ya sé que tiene dolores de gota fuertes y, probablemente para calmarlos, toma el láudano.

—Esto quizá influya en la desigualdad de su carácter.

—Es posible, aunque, por otro lado, es fuerte como una roca.

—El barómetro del humor del conde lo ha hecho un oficial amigo: va del furor al sentimentalismo.

»Furor, cólera, mal humor, sarcasmo, ironía, alegría, amabilidad, sentimentalismo. La aguja de este barómetro salta de una cosa a otra con una rapidez extraordinaria.

—¿Y de ese erotismo senil que dicen que tiene, qué hay de verdad? —dijo Hugo, que estaba desde el principio deseando hacer la pregunta.

—Qué sé yo. No sé lo que hay de verdad. Yo no tengo dato personal ninguno. Comprenderá usted que es peligroso ir a averiguar cosas por ese lado —dijo Adell, mirando atentamente a Hugo.

—¿Usted cree que tendrá algo de verdad lo que dicen?

—No creo nada; pero en un hombre como el conde todo es posible.

—Parece que duerme con un sueño inquieto y agitado, y hasta que es medio sonámbulo. De noche debe de padecer insomnios y pesadillas, porque con frecuencia se levanta y se pone a hablar solo y a veces a gemir. Como por otra parte es hombre listo y no le conviene ni le gusta que le averigüen sus secretos, sus asistentes suelen ser catalanes que no saben castellano y los muda con frecuencia.

»“¡Dejarlo todo, dejarlo todo!”, dicen que le han oído decir muchas veces.

—El conde suele pasear de noche en el corredor de la casa, tocando una campanilla, cantando la letanía, Las habas verdes y algunas canciones francesas oídas sin duda en su juventud.

—¿Qué canciones canta?

—Muchas veces canta:

Aur clair de la lune

mon ami Pierrot.

»Hace poco tiempo, al oír hablar de los grandes peligros que había tenido don Carlos al escaparse de España, por Elizondo, se puso a cantar con gran sorpresa nuestra una canción burlona del buen rey Dagobert, que corre asustado porque le persigue un conejo. También muchas veces suele cantar:

Ah, ah, ah, oui, vraiment,

Cadet Rousselle est bon enfant!

—Es un tipo original.

—Mucho. Varios retratos de personajes carlistas, entre ellos el del padre Cirilo y el del obispo de León, los ha puesto en el retrete de la casa.

—¿Y por qué?

—El conde tiene mucho odio al padre Cirilo porque cree que este ha estado siempre entre bastidores en todas las canalladas del tiempo de Fernando VII, entre ellas en el fusilamiento de Bessieres. Ese fraile miserable e intrigante, que ha hecho su carrera en las alcobas de las damas de la corte —suele decir—, tiene embobada a la princesa de Beira. Fray Cirilo parece que ha conocido a la princesa de Beira en Montevideo, cuando era secretario del general Vigodet, y se cree que ha sido el amante de la princesa. Se dice también que el padre Cirilo es masón.

—Pero esto también se dice del conde de España.

—Bien; pero eso no es verdad.

—¡Qué extraño tipo! —murmuró Hugo—. ¿Y le gusta leer al conde?

—Sí. Se pone sus anteojos y lee. El conde tiene algunos libros de historia y dos o tres novelas de Walter Scott; lee también los periódicos españoles y los franceses. Se entera de todo con mucho detalle.

—Así que es un hombre enigmático para los que le conocen de lejos y para los que le ven de cerca.

—Para todos. El conde se muestra estrafalario, cínico, burlón, y, de cuando en cuando, como iluminado —concluyó diciendo Adell—. Yo no sé si muchas de estas desigualdades y extravagancias de su carácter no vendrán del tiempo que se fingió loco en el manicomio de Lila, aunque los que le han conocido aseguran que siempre las tuvo.

Últimamente, por lo que dijo Adell con gran reserva, el conde estaba muy preocupado.

Al parecer, le habían querido envenenar poniéndole minio en el chocolate y mezclando arsénico con la sal.

Con el temor del envenenamiento, el conde se manifestaba muy preocupado, sobre todo porque no comprendía de dónde partía el golpe ni la mala intención que pudieran tener para él las gentes próximas.

Él aseguraba que comprobó una vez que le habían echado veneno en la comida. Poco antes, según dijo, le avisaron que le iban a matar.

—Durante mucho tiempo nos ha estado dando la matraca con el gusto de la comida —dijo Adell—; de tanto oír, encontrábamos algo raro. ¿Será el agua? ¿Será la sal? ¿Será el aceite o el fuego? El conde no quería guisos. Llegó un momento en que dijo que iba a vivir de pan y queso, o de pan con aceite que traería de fuera para tener la seguridad de no ser envenenado. Luego, de repente, no ha hecho caso ninguno y se ha olvidado de esa preocupación.