LA OPINIÓN DEL BOTICARIO
AL día siguiente Hugo fue a ver a Escobet, el boticario, y le contó su conversación.
—Seguramente, cuando está alegre —dijo el boticario— no sabe por qué, ni tampoco cuando está deprimido y triste. Así, es tan pronto orgulloso, duro y malo, como amable y blando. Es verdad, como dice usted, que no tiene envidia; pero es una de las pocas cosas buenas que tiene. Yo que usted no volvería, por si acaso. El conde es un epiléptico, un impulsivo. Se lo podía usted encontrar en uno de esos malos momentos, y esto le podía a usted costar muy caro. Muchos de estos epilépticos son así, fanáticos, mentirosos, simuladores, inventores de todas clases de historias.
—¿Usted cree que sea un enfermo? Más bien un extravagante.
—El psicólogo —añadió Escobet— no se puede asombrar de que los hombres más crueles y más fieros en su vida pública tengan momentos amables y hasta sean unos mansos corderos en su vida privada. Así, un Robespierre, un Saint Just y un Fouquier-Tinville son suaves en sus casas. Tampoco se puede asombrar nadie de que muchos filántropos en público, sean terroristas y brutales con sus mujeres y sus hijos.
El licenciado Escobet hizo hincapié en los rasgos fisiognómicos y craneoscópicos que se podían observar en el conde de España.
El cráneo estrecho, la nariz corva, el mentón prominente y largo, el prognatismo acentuado, el labio inferior saliente, con aire de mando, y la boca un poco torcida, la obesidad, la gota y el reumatismo.
En el orden moral tenía la anestesia psíquica, la insensibilidad, el desdoblamiento de la personalidad frecuente, la crueldad, la piromanía, el odio profundo e inmotivado contra ciertas personas, la chistosidad, el humorismo, la manía razonadora y el terrorismo. Sin duda, cuando no le contrariaban podía parecer hombre normal; pero cuando le contrariaban se exaltaba, cosa frecuente en los locos.