IV

CHARLA AL LADO DEL FUEGO

SIGUIERON los ayudantes bebiendo y fumando, y al poco rato Adell le dijo a Hugo que le llamaba el general.

Se hallaba sentado en la cocina, en un sillón de paja, delante del fuego; le señaló a Hugo otro sillón y se pusieron a hablar.

Primero el conde preguntó a Hugo si no había tenido miedo al ir a verle a él. Hugo dijo que sí, pero que tuvo más curiosidad.

—Realmente, visitarme a mí no debe de ser tranquilizador. Yo soy el tigre de Cataluña, el monstruo.

—Yo no me fío mucho de las famas. Si puedo, me gusta formarme una opinión con mis observaciones.

—Está bien.

Después el conde preguntó al joven inglés qué se decía en Inglaterra de la guerra carlista.

Hugo no sabía mucho de esta cuestión y contó lo que se decía corrientemente de las opiniones sobre España de lord Wellington, de sir Roberto Peel y de lord Palmerston.

El conde escuchó atentamente. Después fue el conde el que habló; no esperaba ya el éxito. Se había perdido el tiempo y la ocasión. Para él lo principal eran los reyes, los príncipes y los grandes señores.

Dijo que prefería mandar tropas mezcladas que no sólo de una región. Las tropas regionales servían para los guerrilleros, pero para un ejército organizado era mejor una tropa nacional, en donde hubiese soldados de diferentes regiones. Con la mezcla se formaban diversas especialidades. Con las tropas regionales, en cambio, se limitaba el campo de acción y había cosas que no se podían intentar.

—El español tiene un individualismo de salvaje —añadió— que hay que domar a garrotazos.

Hugo le interrogó sobre hechos pasados. Le preguntó a quién consideraba de más altura, si a Zumalacárregui o a Cabrera. El conde de España reconocía los grandes merecimientos de Zumalacárregui, pero su simpatía iba por Cabrera.

—Zumalacárregui era indudablemente hombre de gran mérito —añadió—, pero de sangre fría, calculador, estratégico, un poco como los paisanos de usted. Cabrera, no; Cabrera es de aquí, efusivo, teatral, de sangre caliente.

El conde de España hizo un elogio exagerado de Cabrera y contó una porción de anécdotas de él.

El conde pensaba que de ser él en otra época ministro de la Guerra, hubiese tenido como jefe de Estado Mayor a Zumalacárregui y como mariscal de campo a Cabrera, combinando las facultades de uno y otro de un modo completo. A los dos caudillos les faltaba, según el conde, el abolengo, el rango, el pertenecer a una familia ilustre, cosa para él muy importante.

Luego, Hugo y él tuvieron esa conversación clásica sobre los antiguos capitanes: Alejandro, Aníbal, César y Napoleón.

—Napoleón y yo éramos tenientes por el mismo tiempo —dijo varias veces el general con delectación.

El conde sentía gran admiración por los generales Blucher y por el ruso Suvarow. Tenía en inglés la vida de este general y la leía con frecuencia.

Contó cómo Suvarow dijo a sus soldados en Suiza, cuando no le querían seguir por un desfiladero cuyas alturas estaban dominadas por los franceses:

—Puesto que no queréis seguirme, ya no soy vuestro general. Me quedo aquí. Esta fosa será mi tumba. ¡Soldados, cubrir de tierra el cuerpo del que os condujo tantas veces a la victoria!

Estos rasgos entusiasmaban a España.

El conde hablaba de una manera sentenciosa, por apotegmas. Así dijo: «Un ateo puede ser un sabio, pero no un buen militar»; «La Constitución es una teoría, no es una práctica».

Se veía que el conde estaba con ganas de charlar. En esto se presentó Adell.

—¿Qué pasa? —preguntó el conde de España con aire fosco.

—Están arriba el señor Labandero y el señor Torrabadella, con unos payeses.

—Vienen a reclamar por si doy fuego a alguna casa —exclamó—; por mi gusto le pegaría fuego a todos estos pueblos.

—General —dijo Hugo.

—Adiós, querido —exclamó el conde poniendo la mano en el hombro al inglés—, y ven alguna que otra vez por aquí. Hablaremos.

Hugo estrechó la mano del general, que ya estaba de nuevo fosco y engallado, y le avisó a Adell que se marchaba.

—¿Sabrá usted el camino?

—Sí.

—Entonces tome usted el mismo caballo y lo deja en la fonda de Carlos V. Yo ahora no me puedo mover de aquí. Mientras marchaba a caballo camino de Berga, Hugo pensó en el tipo extraordinario del conde y en lo que le había dicho. Por contraste recordó a Aviraneta.