LA VISITA DE HUGO
UN día después de la Semana Santa se presentó Luis Adell en casa de Mestres a Ver a Hugo.
—Por ahora tenemos poco que hacer en el cuartel general de Caserras —le dijo—; así que un domingo vendré a buscarle a usted para presentarle al conde de España.
—Muy bien.
Adell era un joven de familia pudiente; había vivido en Francia y tenía aficiones literarias. Leía las novelas de la época.
Su plan en el Ejército carlista consistía principalmente en hacer carrera; no tenía una idea muy clara de lo justo y de lo injusto, ni de lo moral e inmoral; la cuestión para él era ascender, prosperar, llegar a algo. Esto le pareció a Hugo al oírle.
Al referir el inglés en casa de Mestres lo que le había dicho Adell, todos le quisieron convencer de que no fuera a Caserras, pues creían al conde capaz de cualquier barbaridad.
Hugo replicó: «¿Qué interés va a tener en hacerme a mí mal? Además, el conde no querrá hacer daño a un inglés».
Esto de ser inglés le parecía a Hugo como un salvoconducto natural y lógico, que nadie había de vulnerar por capricho.
Al domingo siguiente se presentó Adell a caballo en compañía de un sargento, el Noy de Serchs, también montado, y que llevaba otro caballo de la brida.
El Noy de Serchs era un hombretón alegre y sonriente, de un pueblo cerca de Ripoll.
Bajó Hugo, montó a caballo y se dirigieron hacia Caserras por un camino de herradura que cruzaba algunos regatos. A lo lejos se divisaban los montes nevados de la sierra del Cadí. Caserras es un pueblo pequeño, con una iglesia moderna de piedra, con su torre cuadrada. Hay cerca del caserío, unas eras y unos callejones estrechos; las casas están edificadas sobre rocas; por en medio de las calles pasa el arroyo de las inmundicias.
—¿Aquí viven ustedes? —preguntó Hugo.
Sí.
—Esto es una aldea pobre.
—Sí. Una aldea miserable. Está construida sobre bancales de piedra; por eso dice la gente en catalán: A Caserras nos’hi va per mar ni per terra.
—¿Quiere decir que se va por piedras?
—Eso es. Hay algunas casas viejas curiosas; ya verá usted.
Pasaron por delante de una capilla antigua, y dentro del pueblo contempló Hugo una casa con un ajimez románico.
Al llegar a una gran era vieron toda la tropa reunida. Adell y Hugo bajaron de los caballos. Se celebraba la misa de campaña. Se había transformado en altar el balcón de una casa aislada. Delante del altar improvisado, apoyado en una silla y arrodillado, estaba el conde de España. Rezaba con fervor, agitaba la cabeza descubierta, de pelo blanco, y a veces la ponía entre las manos y quedaba así, como aniquilado.
Hugo miraba la escena con curiosidad.
—Arrodíllese usted o márchese usted —le dijo Adell—, porque van a alzar.
Hugo optó por marcharse. Desde una esquina oyó una campanilla chillona; después toda la tropa puso rodilla en tierra y la música comenzó a tocar la Marcha Real.
«Es imponente —se dijo Hugo a sí mismo—. Se ve que hay fanatismo aún».
Al terminar la misa se le acercó Adell.
—¿Usted será protestante? —le preguntó.
—Sí.
Después de la misa vino el desfile de las fuerzas delante del conde de España. Comenzaron a sonar los tambores y la música. El conde, rodeado de sus ayudantes, de gran uniforme, llevaba el compás con el bastón, alababa o criticaba la actitud de algunos oficiales y compañías y saludaba con el tricornio cuando pasaba algún soldado u oficial con la cruz laureada de San Fernando.
Era una escena viva del antiguo régimen.