XIV

MÁS ANÉCDOTAS DE BERGA

EL conde tenía la manía incendiaria, la manía de la destrucción, el sadismo, la misoginia y una teatralidad macabra.

Era, a pesar de todo ello, un gran organizador y un militar muy experto. En tiempo de la guerra carlista se manifestó rusófilo, como entusiasta del despotismo. A los de Caballería les llamó Cosacos. Había Cosacos del Ebro, Cosacos del Segre, Cosacos del Llobregat y Cosacos del Ter. A la gente le parecía un poco cómica tanta cosaquería. Los caballos de estos Cosacos eran pequeños, y los hombres mal vestidos. Muchos se reían a escondidas.

«Por poco tenemos en Berga Cosacos de la Riega del Metge», decían algunos con soma.

Los Cosacos no tenían más que un objeto decorativo, porque el país, montañoso y pedregoso, no permitía maniobras de a caballo, ni aun de caballería ligera.

El conde de España hacía levas, sacaba a los mozos de sus casas y no aceptaba recomendaciones.

La guerra que contra las arañas hizo el conde en Berga se comentaba, se exageraba y se caricaturizaba.

«No se pueden permitir telas de araña. Es una prueba de suciedad y de abandono», decía.

Se decía que a las seis de la mañana los presidiarios de Berga, con escobas, arrastrando grillos y cadenas, marchaban a barrer el pueblo, con el conde a la cabeza vestido de gran uniforme. Entraban en los portales. Si veían telarañas, la mujer de la casa tenía que dar una peseta por cada una.

A veces se encontraba al conde, con su bastón de mando en la mano, persiguiendo a un alguacilillo que se le escapaba por una rendija.

Pasado algún tiempo, se cansó de la guerra contra las arañas.

El conde hubiera querido encerrar a todo el mundo. Puso una cárcel en Caserras, a la que llamó la Alhambra. Otra cárcel nueva en la casa de Viladomat, en Berga. Una prisión para mujeres, también en Berga, que llamó la Galera, y otra cárcel en el Fuerte de Hort.

En la Alhambra hubo siempre muchos curas; unos porque no obedecían; otros porque no pagaban lo que se les exigía; algunos porque se decía que no llevaban una conducta pura.

Al parecer, la vida que se hacía dentro de aquellas cárceles era horrible. No se tenía la menor consideración con los presos, se les trataba a la baqueta y vivían entre la miseria, la suciedad y el hambre.

Hugo pretendió visitar estas cárceles, pero no encontró a nadie que quisiera acompañarle. El propósito sólo, era para que se enterase el conde de España y mandase al visitador a hacer compañía a los presos.

Las bromas del conde las hacía siempre muy en serio.

Se contaba que algunos de la Junta echaron baladronadas contra el conde, entre ellos el vicepresidente, Orteu. El conde llamó a Mariano de Orteu, sobrino de don Jacinto, vocal de la Junta, y le dijo: «Es menester que se encargue usted de una comisión importante. Antes de llegar a Aviá y en frente de la iglesia, en un camino, hay una pequeña oquedad y dentro una piedra muy grande. Debajo de la piedra hay una mecha. Vaya usted allá, vea usted si la mecha está en su lugar, pero no le diga usted a nadie nada, porque le va en ello la vida».

Orteu fue a Aviá y contó a su tío en secreto lo que le había dicho el conde. El tío se lo advirtió a los demás vocales de la Junta y estos a sus amigos. Como al conde se le creía capaz de todo, no extrañó el caso. Corrió la noticia por el pueblo, la gente fue escapándose a los alrededores y los más valientes, en unión de Mariano de Orteu, marcharon a buscar la piedra, la oquedad del camino y la mecha; pero no había tal oquedad, ni tal piedra, ni tal mecha. El conde, que tenía espías, se enteró de lo ocurrido, y cuando volvió Mariano de Orteu se burló de él y dijo que debía mandarle arrestado, pero que no lo hacía porque sentía cierta debilidad por los jóvenes, aunque no cumplieran bien sus órdenes.

Al propietario de Casa-Vilata de Marles, solterón muy rico, el conde le mandó venir a su presencia y le dijo que debía ser útil a la sociedad y casarse. El solterón se resistió, y el conde, para castigar su resistencia, le envió una compañía de soldados a que la alojase y mantuviese. Poco después se le hizo una nueva intimidación matrimonial, y habiendo resistido de nuevo, el conde le envió otra compañía de alojados. Yendo en aumento cada día el número de soldados, el solterón optó por casarse y el conde asistió a su boda. Según se dijo, el célibe eligió una buena mujer y estaba contento de haberse casado.

Aquí hay que decir con los italianos: Si non e vero

Un día el conde leyó en El Eco del Comercio que este periódico llamaba tigre al cabecilla carlista Palillos.

«Esto es una usurpación —dijo sonriendo—. El verdadero tigre soy yo».

En Berga, cada día que pasaba la gente tenía más miedo al conde.

«¡Que viene el conde de España!», se decía, y todo el mundo echaba a correr y se metía donde podía. El conde era el coco del pueblo.