LA MARCHA DEL CONDE
VIAJANDO de noche, y a pesar de su corpulencia denunciadora, logró burlar la vigilancia francesa y meterse en Tolosa de Francia; desde allí salió en un carro cargado de heno, en cuyo centro se hizo un hueco para que pudiese pasar con toda comodidad las horas que debía viajar en el carro. Llegó a Saint-Girons y se preparó para la parte más crítica de su viaje.
Aseguró que no podía andar ni tenerse en pie, y los fieles acompañantes construyeron una camilla; en ella se tendió el coche, y así fue conducido en hombros de cuatro mozos fuertes, que se mudaban a trechos durante los tres días necesarios para pasar la frontera hasta Andorra. Siguió en su camilla hasta San Lorenzo de Morunys, la primera villa de Cataluña, donde se dio a conocer y a la que llegó el primero de julio de 1838.
En San Lorenzo dio pruebas de que no había olvidado el talento que tenía para hacer efecto en la multitud. Quiso hacer su entrada a pie, sostenido en brazos de sus acompañantes, en medio de la gente agolpada para verlo. Echó una arenga patética, a la cual daban más dramatismo sus canas y el tono de su voz. Siguió marchando, y al pasar por delante de la iglesia se detuvo y dirigió la palabra a la comitiva y al pueblo.
—«Entrad conmigo en el templo —dijo— y ayudadme a dar gracias a Dios por los inmensos beneficios que me ha dispensado durante mi viaje y, sobre todo, por haberme concedido la dicha de poderme hallar otra vez entre mis amados catalanes».
Al ir a entrar en la iglesia se cuadró ante un santero o ermitaño, viejo, de barba blanca, y acercándose a él, le dijo:
«Bendíceme, hermano. Los dos somos viejos y tenemos ya poca vida por delante».
El ermitaño le bendijo, produciendo el asombro de la multitud.
Estas maniobras entre místicas y teatrales producían la mayor admiración en el público.
Entró la gente en tropel en la iglesia; el conde se arrodilló delante del altar, estuvo un rato en oración, dándose golpes de pecho, y luego se tendió en el suelo en cruz, prorrumpiendo de cuando en cuando en gemidos y sollozos; después se levantó, subió las gradas del altar, y dirigiéndose al pueblo echó un sermón tierno y patético, digno de un apóstol. Grandes y pequeños, seglares y eclesiásticos, militares y paisanos, todos, conmovidos, lloraban a lágrima viva, y lloraban más porque veían al conde de España derramando también lágrimas como un niño mientras predicaba.
Era difícil comprender, teniendo en cuenta el carácter del conde, si aquello iba de burlas o de veras; al parecer, algunos que creían conocerle a fondo no podían contener la risa al ver al general gimoteando y al oír los lamentos del pueblo congregado. Probablemente estos se engañaban y el conde era sincero. Aquello parecía una escena bíblica.
Fuera un acto sentido o una mojiganga, la cosa hizo el efecto que el conde deseaba, y pocas horas bastaron para que la noticia de lo ocurrido llegase a Berga, se extendiese por la montaña y produjera el entusiasmo de todos los carlistas fanáticos y furibundos.
Veían en el conde de España el verdadero adalid del trono y del altar; el que iba a acabar para siempre con los heréticos y con los incrédulos.
El día 3 el conde salió de San Lorenzo, y el 4, por la tarde, fue a Berga, bajando de la camilla en uno de los portales y penetrando en el pueblo a pie. El conde entró apoyado en el brazo del vocal de la Junta, conde del Fenollar, y acompañado de otro vocal, don José María de Sentmenat. Estos dos le seguían desde el Valle de Andorra. Pararon en la casa de Gironella, donde se les reunió poco después el marqués de Monistrol. Un inmenso gentío de Berga y de los pueblos de los alrededores esperaba. El conde echó un sermón patético y consiguió otro éxito parecido al de San Lorenzo. Todo fueron lágrimas, abrazos, suspiros.
El general saludaba a la gente, acariciaba a los niños, abrazaba a sus antiguos conocidos. Aquellos montañeses de aire seco y duro se derretían en lágrimas; los agraviados del 1827 no se atrevían a hablar ya de venganza.
Se pensaba que el conde acabaría con los abusos y las dilapidaciones, castigaría a la gente maleante que abundaba en la montaña y disminuiría los sacrificios de los pueblos. Al poco tiempo el conde empezó a organizar las fuerzas carlistas, se pagó bien a los soldados, se mejoraron las fortificaciones de Berga y la fábrica de armas. El partido carlista se sentía contento y lleno de ilusiones.
Gracias a los esfuerzos del conde, en Berga había una fundición, fábrica de armas y de pólvora, talleres de uniformes, armas blancas. Se acuñaba moneda y todo se hacía con relativa perfección.
Un día de noviembre de 1838, el aniversario del nacimiento de Carlos V, fue el día fijado por el general en jefe de los carlistas catalanes para revistar las tropas. Se había recibido algunos días antes la noticia del matrimonio de Carlos V con la princesa de Beira, y para solemnizarlo se cantó un Te Deum por orden del conde de España; luego se celebró una gran parada de honor, con las tropas carlistas de Berga y Caserras, y se dio fin a la fiesta poniendo en libertad a todos los presos liberales que había encerrados en dichos pueblos. La gente se entusiasmó y creyó que el conde llevaba la campaña a las mil maravillas. Muchos militares isabelinos, algunos de ellos pertenecientes a destacamentos próximos, se pasaron a los carlistas desde el oficial hasta el último soldado.