VI

LA GUERRA CARLISTA

—¿Y para qué han traído ustedes aquí a ese loco, a ese bárbaro? —preguntó Max.

—Eso pregúnteselo usted a los carlistas. Yo no me meto en política. Es cosa que ni me va ni me viene —dijo el boticario.

—Pues es lástima que la gente como usted no intervenga en los asuntos públicos —dijo Hugo.

—Cuando la expedición navarra de Guergué vino a Cataluña —siguió diciendo Escobet—, estaba nombrado el conde de España para mandar las fuerzas carlistas del principado. El conde se hallaba escondido en la frontera y llegó a verificar su entrada apoyado por una partida de gente capitaneada por Samsó, que se titulaba comandante general, y por Sobrevia, alias el Muchacho.

»A las pocas horas de haber entrado, costeando siempre la frontera, pisó otra vez el territorio francés, y una partida de tropas de aquella nación, viendo violada la frontera, intimó la rendición al conde de España, y él y los suyos entregaron las armas y fueron internados. Al principio se creyó que la ocurrencia era casual; pero después se sospechó si el conde habría obrado con malicia, con objeto, por una parte, de cumplir las órdenes de don Carlos y, por otra, de no comprometerse poniéndose a mandar gente que no le merecía mucha confianza.

»El conde sabía que entre los jefes carlistas había muchos de los presos engañados y enviados deportados a Ceuta por él en 1827, cuando los malcontents.

»Sabía también que Saperes (el Caragol), que se presentó en España anteriormente con el nombramiento de comandante general, dado por don Carlos, había sido asesinado por los jefes que al principio se sometieron a sus órdenes. Tales antecedentes no eran para tranquilizar a nadie.

»Se supuso que estas consideraciones le hicieron ponerse en manos de los franceses para librarse de un compromiso que no le seducía.

»Entonces fue conducido a la Ciudadela de Lila y se fingió loco tan bien, que nadie sospechó la impostura. Al cabo de algún tiempo fue trasladado a una casa de salud de la ciudad, porque el Gobierno francés no vio en el conde de España un general apto para guerrear, sino un pobre idiota, ya inútil para la vida.

»Efectivamente, el conde supo fingir la locura tan bien y con tanta constancia, que durante tres años ninguno de los que le trataban, ni su mismo criado, llegaron a sospechar que tuviese el juicio sano. A pesar de esto, seguía en correspondencia con los que manejaban los negocios de los carlistas.