V

DE CAPITÁN GENERAL DE CATALUÑA

MIENTRAS estuvo de capitán general de Barcelona —siguió diciendo el boticario—, España hizo horrores; encerraba en la Ciudadela a una porción de gente inocente y llevaba su humor hasta presentarles la cuenta por el alquiler de los calabozos en que habían sido encerrados. Tanto en Barcelona como en Tarragona, su violencia macabra era terrible; tiraba de los pies a los ahorcados, saludaba a los que iba a fusilar, diciéndoles: Hasta la eternidad, queridos hermanos. Todas las torturas inventadas por los déspotas, por los inquisidores o por los convencionales de la Revolución las practicaba él.

—En el libro ese, la Ciudadela Inquisitorial, se cuentan muchos de los horrores del conde de España —dijo Max.

Se decía que en tiempo de su mando en Barcelona fue nombrado por el conde de España jefe superior de Policía un individuo de la sociedad secreta absolutista El Ángel Exterminador, el cual exoneró a cuantos empleados no pertenecían a ella, sustituyendo en las vacantes a sus parciales. En aquella policía fueron colocados presidiarios que cumplían sus castigos, y en particular los que arrastraban la cadena por haber sido de los amotinados del año 27. Poco a poco, estos presidiarios pasaron a ser celadores, comisarios y escribanos de policía, viéndoseles, al poco tiempo de llevar el grillete, con bastón de autoridad al frente de un barrio o distrito de Barcelona.

Semejante policía, formada de granujas y capitaneada por absolutistas, se hallaba siempre dispuesta a perder a cualquier persona inofensiva. Tal pandilla de tunantes se repartía a diario por la ciudad y recorría los cafés, tabernas y bodegones, penetrando bajo frivolos pretextos hasta dentro de las familias para ejercer el oficio de delatores. Tomaba uno a su cargo la denuncia, tres o cuatro de ellos hacían el papel de testigos, y esto era suficiente para que en un momento se allanase la casa de un individuo, se le prendiese y se le condenase por lo menos a presidio. Solía ser la prisión motivo de una expoliación miserable; los muebles de los presos se llevaban a casa de los fiscales, y las ropas se quedaba con ellas la policía.

El conde de España exigía que se guardase el secreto de cuanto él decía y amenazaba con fusilar a quien no lo hiciera.

Barcelona entera se veía aterrorizada; la Ciudadela disparaba sus cañones cuando se fusilaba a alguno.

No cabe duda que, a pesar de su barbarie, tenía a veces detalles buenos, como el de prohibir a los vendedores de pájaros que sacaran los ojos a los canarios, que, al parecer, sin ojos cantaban más.

Los contratistas tejedores que explotaban a los obreros recibieron también una orden del conde fijándoles el número de cañas y de juncos que tenían que trabajar al día, según el jornal.

Muchas veces, cuando le enviaban artículos que censurar para el Diario de Barcelona, decía: «No permito que publiquen más que algo sobre agricultura o para curar las almorranas. Nada más». Otras muchas veces solía llamar a cualquiera y le decía: «Vaya usted mañana a la Capitanía General, llevando un librito de devoción para ponerse bien con Dios». Después, cuando llegaba el invitado, se burlaba de él y le echaba un sermón sobre la Vida de los santos y el Evangelio del día, exhortándole a que no perdiera el tiempo en conversaciones inútiles, murmuraciones pecaminosas y en consumir cigarros. Al director del Diario de Barcelona, cuando el conde de España se encontraba en Tarragona fusilando a diestro y siniestro, le dijo que no podía publicar en su periódico más noticias que la de la estación de las cuarenta horas, la del santo del día, la inserción de la bula de la Santa Cruzada y los anuncios de la venta de ungüentos para curar almorranas y aceites para quitar el vello de las mujeres. En el teatro de Barcelona, a un periodista le mandó arrestado al cuartel porque se había atrevido a hablarle con la capa puesta.

—El conde de España es un perturbado y un humorista; tiene siempre en sus cosas algo de grotesco. Cuando se hallaba en Barcelona de capitán general mandó a un empresario del teatro de Santa Cruz que hiciese quitar una letrina del vestíbulo que infestaba todos los alrededores. Al día siguiente, advirtiendo que la letrina no desaparecía, volvió a llamar al empresario y le obligó a permanecer sobre ella de bruces mientras durase la función que, desgraciadamente para él, fue bastante larga, y le dijo que todos los días tendría que hacer lo mismo hasta que la letrina hubiese desaparecido. Naturalmente y con tal perspectiva, el empresario ordenó el derribo y a las pocas horas los albañiles la quitaban.

Los días de parada en Barcelona presenciaba el desfile de la caballería al pie de la rampa de la muralla del mar, que era una pendiente muy rápida y resbaladiza, y ordenaba que la bajasen los caballos a escape, riéndose al ver cómo caían algunos jinetes a riesgo de ser atropellados por sus mismos compañeros.

El conde examinaba a la oficialidad una o dos veces al año, comenzando desde el manejo del fusil, y ponía notas en sus hojas de servicio. Al margen de una de un oficial superior que no se distinguía por su valor, puso: Este brigadier es propio para el mando de una plaza abierta. En otro:

Este oficial sirve para bailar y para acompañar señoras.

También se dice que una vez se le ocurrió que los menestrales no debían llevar bigote, y dio orden de prender a todos cuantos usasen tal aditamento y de llevarlos a la Ciudadela y dejarlos rapados.

Se cuenta igualmente que no le gustaba que las mujeres luciesen las trenzas de su pelo, y los mozos de escuadra estaban encargados de cortárselas con unas tijeras.

En 1830, en Madrid, comenzaba así un oficio dirigido al general Monet, que le mandó siete oficios en un solo día:

Excmo. Señor:

Tengo el honor y la satisfacción de acusar a V.E. el recibo de sus siete oficios del 9 del presente, que me han costado doce reales; es justamente el importe de los mejores besugos que se venden en esta heroica y coronada villa.

Los empresarios de los teatros de Barcelona acudieron a él una vez manifestándole la necesidad en que se veían de cerrarlos por falta de público, que no se atrevía a salir a la calle de noche; el conde les dio la seguridad de que a la siguiente estarían llenos, ofreciéndoles que él pagaría el importe entero de la entrada y mandándoles que en los carteles en que anunciasen la función pusieran en letras gordas: «Entrada gratis». Llenáronse, en efecto, los teatros, de gente poco acomodada, que cayó en el lazo del anuncio. Al concluir el primer acto ocuparon cada teatro dos patrullas de realistas y cerraron las puertas, sin dejar abierto más que un postigo, sobre el cual apareció este letrero: «Salida, cinco pesetas». El que pagó pudo salir a la calle; el que no pagó tuvo que estar allí hasta que fueron a rescatarlo.

En una carta del teniente del rey, don Manuel Bretón, al general Martínez San Martín, hablaba de que se vio al conde de España de uniforme y faja bailando Las habas verdes al frente de la tropa, mientras los ajusticiados exhalaban el último suspiro; que el general se arrodillaba y ponía en cruz ante la religiosa Amalia y dejaba caer, con descuido estudiado, escapulario y rosario; que una vez se le vio borracho en la Plaza de Palacio, y que otra mandó asomarse a un trompeta a caballo al Mirador del Rey a presencia de la oficialidad de una escuadra holandesa.

Es indudable que el conde se mostraba como un loco, como un perturbado.

Algunos decían que el conde se había vuelto loco o medio loco porque había visto guillotinar en París a su abuelo durante la Revolución francesa.

Los que le conocían aseguraban que en tiempos de la guerra de la Independencia había sido igual, unas veces batiéndose como un león y otras mostrándose apocado y sin energía.

—Viene el momento del liberalismo —siguió diciendo el boticario— y envían al general Llauder a Barcelona de capitán general. El conde de España se acogió, muy asustado a este general. Llauder ha contado que se le presentó el conde, pálido y con el semblante alterado, que le pidió que le enviase con escolta a la Ciudadela, y él así lo hizo. El conde estuvo tres días en la Ciudadela, y como temía que lo matasen en el barco donde pensaba ir a Mallorca, pidió que le enviasen en un barco de guerra. Llauder satisfizo su deseo.

»Se marcha a Mallorca, y un inglés le proporciona un pasaporte para él y para su criado, y se escapa en un buque sardo; va a Génova, de Génova a Tolosa, y allí conspira con Calomarde. Era la unión de la mula y el tigre. El conde hace como que se retira de la política, y va a vivir a L’Isle-en-Dodon, no muy lejos de Saint-Gaudens.