EL VERDUGO
LA Monarquía de derecho divino siempre ha sentido una predilección, una fervorosa simpatía por el verdugo. El buchí ha sido un héroe —un poco sombrío, pero héroe para la Monarquía y para la Religión. Cierto que la primera República francesa experimentó también un cariño acendrado por Monsieur de París, probablemente porque se creía un Gobierno un tanto divino, perfecto y metafísico. Los Gobiernos perfectos y de derecho divino son peligrosísimos para el vulgo; a este le conviene más que sean imperfectos, de procedencia terrestre, completamente vulgares. Ciertamente no lo creen así el señor Maistre y sus secuaces. Ellos quieren un Gobierno exquisito y quintaesenciado; pero el pópulo actual parece que prefiere una dirección ramplona y un poco laxa que no otra sublime, con el profesor de ejecuciones en el pináculo.
El conde de España, defensor en Berga de la Monarquía de origen divino, con la Santísima Virgen capitana generala de los ejércitos carlistas, necesitaba un verdugo y lo encontró.
El verdugo era un escapado de presidio, hombre de unos treinta años, de cara juanetuda y fuerte, llamado Jaime. El maestro Jaime, o el mestre Jaume, fue a vivir a una casa pequeña y aislada, cerca de una de las salidas del pueblo, con una gitana, con la que tenía dos hijos. La casa, por orden del conde de España, se blanqueó y se pintaron de rojo la puerta y las dos ventanas. Había que rendir este tributo al tradicionalismo.
El conde mandó que el verdugo vistiera una chaqueta larga de pana negra con vivos rojos, un cinturón amarillo, calzones anchos, polainas, y sombrero de copa con una insignia consistente en una escalerita de cobre.
El maestro Jaime debía estar en casa de sol a sol, en las horas que podía ser llamado por el conde para ir a cumplir su noble misión al Tosalet de las Tres Forcas.
Hugo pensó que debía de ser curioso ver al verdugo en su casa, y se dirigió a ella una tarde, ya al anochecer. A la puerta dos chiquillos jugaban, el uno con una espada de juguete, el otro con una cuerda; quizá uno pensaba ser militar, y el otro verdugo.
La casa, próxima a una entrada de la muralla que daba hacia el monte, era pequeña. Entre ella y las demás había un derribo con tapias, poco a poco convertido en corral y en huerta; así que la casa del verdugo quedaba completamente sola.
La puerta se veía abierta. Hugo pasó a un portal estrecho, y de aquí a una cocina oscura, mal iluminada por un candil. Había en ella dos mujeres, las dos gitanas; una gruesa, la mujer del verdugo, estaba en el fogón friendo unos trozos de carne con tomates y pimientos en una sartén. La otra, una muchachita, andaba de acá para allá con un traje de muchos colores y moviendo las caderas. El verdugo partía leña con un hacha.
Hugo saludó, pero no le hicieron caso.
La gitanilla joven cantó con una voz aguda:
Al mengue de Manga verde
le tengo que camelar,
que la ley de los calés
la quisiera nicabar.
Hugo dio las buenas tardes en voz fuerte.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere? —preguntó el verdugo, en catalán y de mal humor al ver a Hugo.
Hugo le dijo si le gustaría que le hiciera el retrato en un papel. El verdugo hizo que le repitiera la pregunta dos veces.
—Yo soy un dibujante inglés —repitió Hugo— y he venido aquí a preguntarle a usted si le gustaría que le hiciera un retrato.
—¡Un retrato! ¿A mí?
—Sí.
—¿Y para qué?
—Para publicarlo en un periódico de Inglaterra.
—¡En un periódico de Inglaterra! ¡Mi retrato! Luego exclamó, dirigiéndose a las dos mujeres: —¿Habéis oído lo que dice este hombre?
Las dos mujeres se quedaron mirando atentamente a Hugo.
El verdugo pareció comprender algo, movió la cabeza con desdén y dijo:
—Usted está loco. Vaya, vaya —y empujó a Hugo a la calle, entre las risas de las dos gitanas, y cerró la puerta.