BATALLA, EL CORNETA
UN poco antes de Carnaval hubo en Berga otro espectáculo por el estilo, que hizo estremecerse al país.
Un día del mes de febrero, un corneta de Caballería, a quien llamaban Batalla, se emborrachó con otros dos soldados. Al anochecer salieron de casa alborotados, y al llegar a la avanzada un centinela les dio el alto. Salió el cabo de guardia, y Batalla, furioso, sacó el sable y le dio al cabo un sablazo en la cabeza.
Batalla y sus compañeros comprendieron la gravedad del delito y que si caían en poder del conde los ahorcarían sobre la marcha, y resolvieron presentarse a los liberales. Los tres soldados echaron a correr camino de Cardona.
Al llegar cerca de Serrateix, a Batalla le entró un escrúpulo literario y dijo a sus compañeros: «Yo no me entrego a los enemigos contra los que he peleado siempre. Me vuelvo al campo carlista; pediré al conde de España que me permute la pena de horca por la del fusilamiento».
Los dos soldados pensaron que la decisión de Batalla era una estupidez, y sin hacerle caso se metieron en Cardona.
Batalla volvió y se presentó en Caserras. Quizá pensaba que su petición, un tanto dramática y teatral, haría efecto en el conde; pero el general no le dejó hablar y mandó inmediatamente que lo llevaran al sótano y lo pusieran en capilla.
Al momento el conde dio orden para que fueran a buscar al verdugo de Berga, previniéndole que trajera su cuchilla. El ejecutor llegó por la mañana, y el general le mandó que se procurase un tajo de madera parecido al de Berga y lo colocara en el centro de las eras.
A media mañana se formó el cuadro con todas las fuerzas de Infantería, Caballería, Artillería y Zapadores, y al lado del tajo y del verdugo se puso el general vestido de gran uniforme, con su bastón de mando.
Batalla, el soldado desertor, marchó al cuadro entre dos curas, con cierta serenidad, pensando que iba a ser fusilado, porque en Caserras no había horca; pero al ver al verdugo con su hacha y el tajo al lado, dio un grito desgarrador:
—¡Virgen Santísima de Montserrat, amparadme! —grito en catalán.
—Arrodíllate exclamó el conde.
Batalla se arrodilló.
El verdugo le agarró del brazo para ponerle la mano en el tajo, pero el soldado la retiró.
—¡La mano, la mano derecha ahí! —chilló el conde furioso, levantando el bastón, rojo de ira.
—¡Por Dios, por Dios!. ¡Que me fusilen! —clamó Batalla.
—¡Ahí, la mano ahí! —volvió a gritar el conde. El soldado puso la mano y el verdugo se la corto de un golpe.
Batalla comenzó a saltar, vociferando, echando sangre a borbotones por el muñón. El conde de España chilló hasta ponerse morado y obligó al desdichado desertor a poner la cabeza en el tajo.
El verdugo, trastornado por tantos gritos, tuvo que dar diez o doce hachazos sobre el cuerpo del soldado y mientras se retorcía en el suelo, hasta separar la cabeza del cuerpo.
El espectáculo fue verdaderamente repugnante, y más repugnante aún quizá el que ninguno se atreviera a protestar.
Muchos de los soldados estuvieron a punto de desmayarse, y otros volvieron pálidos y desencajados a sus cuarteles.
El conde mandó después de la ejecución descuartizar el cadáver y colocar los pedazos y la cabeza en las avenidas del pueblo.
La noticia de la ejecución de Batalla produjo un profundo terror en Berga.
—Pero este hombre está loco —dijo Hugo.
—No hable usted de eso en la calle —le recomendó Susana.
Como siempre, el conde se manifestó contradictorio, y al día siguiente de la ejecución hizo que uno de sus oficiales se presentara a la madre de Batalla, por si necesitaba algo. Al menos, así se contó en el pueblo.
Hugo dijo en casa que tenía que hablar con el verdugo, pero Mestres le aconsejó que no lo hiciera; podía ser para él muy peligroso.