EL TAJO EN EL PATÍBULO
EL invierno fue crudo y duro para la gente; el campo se hallaba cubierto de nieve, no había carbón, la comida era cara y mala.
Las tropas carlistas, al mando del conde de España, se batían con las liberales del Barón de Meer.
El resultado de la campaña no se veía muy claro. Unas veces avanzaban unos; otras retrocedían; se incendiaban poblados, se fusilaba gente y, en un encuentro con el Barón de Meer, se supo que los carlistas habían perdido varias piezas de montaña, mucho ganado vacuno y carros cargados de trigo.
El general, exasperado por la pérdida, se irritó más y metió en la cárcel de Berga y de Caserras una porción de curas y de gentes de posición, sin formación de causa ni proceso.
El día de Navidad, el conde se presentó repentinamente en Berga, furioso, en un momento de malhumor. Vio a un mozo.
—Tú, ¿quién eres? —le preguntó.
—Yo soy un estudiante de la Universidad de la Portella, y voy a mi casa a pasar las fiestas de Nochebuena.
La Universidad de la Portella era la de Cervera, establecida provisionalmente en el Monasterio Benedictino de la Portella.
—¡Conque estudiante! Aquí no hay estudios que valgan —gritó el conde, y mandó que el muchacho fuese detenido y agregado a un batallón; no quería holgazanes.
Vio después un café, echó un sermón contra los cafés y mandó a rajatabla cerrarlos todos. Hizo luego poner preso a un fondista y añadió que consideraba a Berga como un foco de corrupción, como una verdadera Sodoma; un centro de inmoralidad y de vicios, de gente maleante.
Había algo de cierto en sus palabras: los ladrones y merodeadores se metían en el pueblo y se jugaba y se robaba mucho. En los pequeños escaparates de las tiendas de comestibles tenían que poner telas metálicas, y a las mujeres en la calle se les quitaba el pan o la carne, y a veces, de un tirón, los pendientes.
Se trasladó después el conde al Tosalet de las Tres Forcas, con su Estado Mayor; mandó hacer a unos carpinteros una barraca para la confesión de los reos y al día siguiente se ahorcaron con gran pompa cuatro; unos por ladrones y otros por asesinos e incendiarios. Las ejecuciones fueron decorativas; curas y frailes marcharon en dos filas al Tosalet de las Tres Forcas, con cirios amarillos y cantando el gorigori.
Al terror que infundía la vista del patíbulo y sus tres perchas se agregó otro de nuevo género. El conde mandó colocar un tajo de madera entre las horcas, y el verdugo recibió orden de adquirir una enorme cuchilla. En lo sucesivo, los que fuesen condenados a la pena capital sufrirían primero la amputación de la mano derecha.
El conde hizo arrodillarse a un soldado buen mozo y que pusiera la cabeza en el tajo, de prueba, para ver si tenía la altura indispensable. El soldado se rio.
«Sí; es cómodo para un hombre de mi estatura —dijo—; pero para uno más pequeño sería demasiado alto».
El conde mandó que cortaran las patas al tajo y le advirtió al verdugo: «Bueno, maestro: arregle usted el tajo como se ha dicho».
A todo el mundo le chocó que el conde hablara al verdugo de usted. De usted no hablaba más que a los curas. Sin duda, al verdugo le daba categoría de cura.
El conde, sintiéndose señor feudal y medieval, tenía su bufón y su verdugo, con los que bromeaba.
En la casa de Mestres se habló de tales preparativos patibularios con horror; Susana estaba estremecida de espanto; pero Hugo la convenció de que todo ello no pasaba de ser una amenaza para aterrorizar y poder dominar a la gente.