PILAR, LA BELLA ARAGONESA
MAX frecuentaba la tertulia de un intendente del Ejército. Allí iba también don José Segarra, entonces mariscal de campo en las filas carlistas.
Hugo le acompañó a la casa. A la mujer del intendente, una valenciana muy redicha, le gustaba representar el papel de dama con influencia.
En la tertulia, Hugo conoció a Segarra. Era un hombre alto, delgado, chato, afeitado, de unos cincuenta años, con la cara triste e inexpresiva. Parecía hombre enfermizo, hipocondríaco, de voz nasal. Vestía un gabán de color aceituna, un pantalón de piel y pañuelo de color.
Hugo le hizo algunas preguntas acerca de la marcha de la campaña; pero Segarra se encogió de hombros y no contestó. Habló principalmente de sus catarros y bronquitis, y de la estupidez de los jefes.
Segarra no parecía un tradicionalista fanático y convencido. Se decía que el año 1833 se encontraba en Cataluña de coronel del regimiento de Zamora, cuando el general Llauder mandaba en el Principado. Segarra galanteó a la señora del general, y Llauder, escamado, para inutilizarlo, le separó del mando diciendo que era absolutista.
En la reunión, Hugo fue presentado a la mujer de un oficial, ayudante de Segarra y, como él, enfermo y lleno de aprensiones. El pobre oficial era un hombre aburrido, que no sabía qué hacer, que tenía constantemente diviesos en el cuello.
La señora del oficial, medio aragonesa, medio catalana, Pilar de nombre, sabía que Hugo vivía en casa de Mestres y tenía muchas ganas de hablar con él. Esta Pilar era una belleza morena, de ojos grandes y negros, de un aire soberbio, sobre todo muy expresiva, con una gracia y una viveza muy llenas de atractivo. Había estudiado en la escuela con Susana.
—¿Cómo está Susana? —le preguntó a Hugo—. No la veo hace mucho tiempo.
—Pues está bien, cuidando siempre de la niña.
—¿Y está triste?
—Sí.
—¡Pobre! ¡Qué alegre era cuando chica! Era completamente distinta a las demás. No le gustaba más que bailar, y correr, y reír… Nosotras la llamábamos la inglesita… Era, además, muy guapa.
—Sigue siéndolo.
—Ha tenido mala suerte —siguió diciendo Pilar—. Tuvo desde muy pequeña un novio, el hermano de una amiga nuestra, y, según dijeron, se quiso escapar con él. Luego la casaron con Ramón Mestres, que es una buena persona… Pero no se entienden. El hijo mayor que tenían se les murió de una manera tan triste y la niña que les queda es débil y enfermiza.
La verdad era que Susana no quería a su marido —siguió diciendo Pilar—. Probablemente no le había querido nunca. El mal era irreparable. ¿Quién tenía la culpa? ¿Por qué se había casado? No lo sabía bien.
La desesperación del marido cuando murió el niño, a ella, a la Pilar, le conmovió.
—En todo donde pongo la mano dejo una mancha negra —me dijo el pobre Mestres—. Después noté que no tenía compasión más que por sí mismo. A mí me produjo asombro por su egoísmo. Ni el menor pensamiento para ella.
—Indudablemente, no la quiere.
—¿Y usted habla con ella inglés? —preguntó la Pilar.
—No. Está aprendiendo a traducir; pero no creo que sepa hablar.
—Sí sabe; no mucho, pero sabe. Ahora, como es tímida, no lo querrá decir.
—No me lo figuraba.
—¿Y el marido la trata mal? Eso me han dicho.
—Yo no lo he notado.
—Dicen que sí; que el marido la odia por lo de la muerte del niño mayor, porque supone que ella tuvo la culpa por no haber cuidado del niño.
—Eso sería mucha brutalidad.
—¡Qué quiere usted!. ¡Como los hombres son tan brutos…!
—¿Cree usted?
—De lo más bruto que puede haber. Mestres se lamenta de que el niño se parecía a él y la chica no.
—Se comprende la injusticia cuando uno es desgraciado —dijo Hugo.
—¿Y qué le parece a usted la cuñada de Susana, La Nemesia?
—No me ocupo de ella, la verdad.
—Es más mala que la quina.
—¿Sí, eh?
—¡Uf! Chismosa, enredadora, hablando mal de todas las mujeres. No las quiere ni a Susana ni a su madre. Las tiene mucho odio. La vieja no la puede ver a ella ni en pintura. El que irá por allí es el primo cura, Jaime…
—Sí; come con frecuencia en la casa.
—A ese también le fastidiaron. Era seminarista y comenzó a tener amores con una chica y quiso dejar de ser cura; pero no se lo permitieron y le dijeron que tenía que ser cura a toda costa, y lo fue. Luego han dicho que se ha visto con su antigua novia y ha habido grandes disgustos, y ahora dicen que si va a la Escuela de Cristo y que se disciplina hasta llenarse de sangre.
—No sé lo que es la Escuela de Cristo.
—Pues una congregación de San Felipe de Neri, que tiene el objeto de hacer penitencia y disciplinarse.
—¿Y usted va?
—Yo, no. Es sólo para hombres. Bastantes castigos tiene una en la vida.
La capitana charló por los codos con mucha gracia y sonrió con coquetería mirando a Hugo.
—A usted le van a tomar aquí —le dijo después— por partidario de la Junta y por enemigo del conde de España, si viene a esta casa.
—Pues no. Al día siguiente de llegar estuvo a verme el ayudante del conde de España y me dijo que fuera a visitarle, que me avisaría un día para comer con él. No he ido porque no me ha avisado.
—Pues sin duda cayó usted bien.
—¿Y los militares le tienen odio al conde de España? Yo creí que sólo los curas.
—Es una cosa muy larga de contar y que a mí no me interesa mucho, porque todo eso de la política me da asco. Si por mí fuera, yo me iría con mi marido a Francia; pero él dice que ha dado su palabra y no quiere… tonterías.
—Es raro que los curas no le quieran al conde de España. Parece que el conde es catolicísimo.
—Sí. Pero el conde de España ha dicho a uno de los vicarios de aquí que las costumbres de los curas de Berga no son completamente edificantes y que él tendrá que intervenir a la mejor ocasión con su acostumbrada energía. La Nemesia, la cuñada de la Susana, es la que lleva la voz cantante contra el conde.
La capitana siguió hablando con gracia y se despidió de Hugo con grandes extremos de amistad.
La Pilar se mostró muy atrevida, muy salada; tenía fama de ser un poco libre.
La Pilar estuvo tan insinuante con Hugo, que las mujeres de la tertulia hablaron mal de ella y los hombres quedaron enfurruñados.
Hugo volvió a la casa del intendente repetidas veces.
El regionalismo español se desarrollaba lozanamente con todas sus fobias en los sitios donde se reunían personas de distintas regiones. El fondo de cabilismo ibérico se destacaba con mucha fuerza. El catalán miraba al castellano como a un intruso, aunque fuera carlista; el castellano tenía la petulancia de pensar que el que no hablaba como él no hablaba en cristiano; el aragonés, el valenciano y el navarro querían afirmar su matiz regional como algo trascendental e importante. Se oían muchos de esos refranes de mala voluntad interregional.
El viento y el varón no es bueno de Aragón. Aragonés, falso y cortés. Valencià y home de be no pot ser. El catalá, si no la ha hecho la hará. De ponent ni vent ni gent. Navarro, ni de barro.
Además de estos refranes de hostilidad interregional, se oían otros de mala voluntad intercomarcana.
Los de Agramunt, eran Turroneros; los de Aguaire, Gent de mal flaire; los de Belpuig, Espasetas (espaditas); los de Cervera, Gente de mala ralea; los de Cornins, Lladres; los de Manresa, Budellans (panzudos); los de Puigvert, Vivanderos; los de Ribas, Nanos; los de Solsona, Mata-ruchs (mata burros), y los de Torrefarrera, Plegadors de caragols.
Este cabilismo, unido a la natural petulancia ibérica, daba un resultado no muy agradable. El cabilismo es semejante en todas las regiones; la petulancia posee su matiz: el catalán, el aragonés, el castellano, el andaluz, el gallego y el vasco tienen su forma especial de ser petulantes; como la tiene también el francés. El Mediodía europeo es, sin disputa, petulante, charlatán y amplificador; como el Norte es pesado e hipócrita; las razas del Norte tienden a ser brutales y groseras, como las del Mediodía a ser envidiosas y embusteras. Y fuera de Europa, lo demás cuenta poco o no cuenta nada en el campo espiritual.