XIII

LA ESTUPIDEZ SAGRADA

AL hombre inteligente y poco afortunado le da la impresión de que en el mundo hay una razón superior, un logos, por el cual los imbéciles, los rutinarios y los brutos son más considerados, queridos y respetados que las personas amables, ingeniosas y originales.

Podría existir, sin género de duda, un altar dedicado a la Estupidez Sagrada. Otras divinidades y mitos han tenido sus altares con menos méritos y motivos.

La estupidez merece la glorificación; ella va sosteniendo las rutinas, las costumbres, las tonterías, el amor de lo antiguo por lo antiguo y el gusto de la incomprensión y de la pedantería.

Todas las fuerzas de la vida antigua merecen para los hombres —y parece que también para los dioses— un gran respeto.

La ignorancia, la rutina, la afectación, el amaneramiento, son simplificaciones; economía de inteligencia y de esfuerzo en el discurrir. La pedantería misma es también grata, tiene el mismo espíritu cerrado. El pedante no razona sobre los hechos generales, discute sobre los datos. El pedante no discurre con su intelecto, ni ve con sus ojos; no quiere más que lucir conocimientos, exhibir cifras o palabras que no modifiquen su criterio ni su mentalidad. Lo que se llama erudición y lo que se llama estilo, generalmente no es más que pedantería y amaneramiento.

Por eso, en un medio social torpe es lo más alabado. Cuando la erudición y el estilo se mecanizan más, se amaneran más, se ponen al alcance de todas las fortunas, es cuando más gustan.

El ingenio, la finura de espíritu, la sagacidad, la originalidad, son condiciones inútiles en la mayoría de las actividades sociales de los pueblos anquilosados y amanerados; en cambio, la pesadez, la rutina, la pedantería, son siempre más respetables. Un hombre que tiene más ingenio que el que necesita para su posición y su oficio parece siempre un audaz, un osado impertinente y subversivo.

Una de las posibilidades que tiene la guerra es la de acabar, al menos momentáneamente, con las jerarquías falsas y restablecer las verdaderas. En tiempo de paz estarán al frente de un ejército generales de salón, viejos, imbéciles y decorativos, que no sabrán más que llevar el uniforme; en tiempo de guerra, los valores verdaderos se imponen, pero no se imponen durante mucho tiempo, sino en una época pasajera, en los momentos de peligro y de miedo.

Max pensaba que esa época había pasado ya en la guerra carlista y que era difícil significarse y ser algo.